Mons. Luis María Martínez Rodríguez, santidad a la mexicana



Guillermo Gazanini Espinoza / 12 de mayo.- La exhumación de los restos del Siervo de Dios Mons. Luis María Martínez Rodríguez, arzobispo de México, ha provocado en la Iglesia local una reflexión sobre el sentido de la santidad y de la urgencia del testimonio cristiano coherente que provoque la conversión en medio del relativismo denunciado por el Papa Benedicto XVI. Aún cuando modelos de santidad han sido aplaudidos por la cristiandad entera, como es el nuevo beato Juan Pablo II, los mexicanos tenemos casos de vidas que transformaron su tiempo y que fueron un parteaguas en la historia logrando una influencia extraordinaria sobre gente de a pie, líderes y gobernantes, no sólo por el carisma peculiar, también por los dones que lograron transformaciones notables.

Mons. Luis María Martínez Rodríguez, de entre el cúmulo de modelos cristianos mexicanos, refulge con una luz especial que lo encamina a su reconocimiento como santo. Aún cuando los pasos de la canonización han sido lentos y cautelosos, el Siervo de Dios ha despertado el interés por saber y conocer cómo este prelado notable logró la pacificación de México, en tiempos donde la confrontación entre mexicanos provocó el odio a la religión y a la Iglesia católica. Sus datos biográficos, de sobra conocidos, destacan la piedad que desde pequeño vio en su familia; sin embargo, el temple y carisma de Mons. Martínez estaban lejos de una devoción que no estuviera aterrizada a la realidad concreta y de los sufrimientos que padecía el pueblo y la Iglesia mexicana. Su convicción íntima lo conduciría a una formulación definitiva que marcó su existencia como pastor: encumbrarse en la santidad, a pesar de sus limitaciones y de saberse un hombre pecador. Así lo afirmó en sus “Apuntes espirituales” de noviembre de 1921 al manifestar: “Yo seré santo. Desde hoy, 7 de noviembre de 1921, trabajaré seriamente por hacerme santo. Nunc coepti (ahora comienzo…) Él me va a dar las gracias que necesito para ser suyo… Yo trabajaré por no vivir, sino para Él… Yo casi me he escandalizado en estos días de que Dios me quiera y me conceda gracias especiales siendo yo lo que soy; hasta he tenido un engaño. Ya no me escandalizo, ya no temo. ¿Soy un pecador? Pues por eso mismo Dios me concede su predilecciones, es el Dios de la misericordia y ha querido hacer de mi un prodigio de su misericordia triunfante…”

Dios quiso que Mons. Luis María ocupara la sede episcopal de México, designado por Pío XI el 20 de febrero de 1937, sucediendo al arzobispo Pascual Díaz Barreto quien falleció el 19 de mayo de 1936. El trigésimo octavo arzobispo electo vio en ese nuevo encargo una especie de “misión” que el Todopoderoso le confió a pesar de ser limitado e imperfecto. En una carta a la hermana María Angélica Álvarez, mística y Sierva de Dios, el 9 de septiembre de 1937, esbozaba una especie de “plan programático” ante el inminente encargo, la unión con Jesús y cumplir la voluntad de Dios de manera fiel: “Me había concedido dos satisfacciones, en las que vi su predilección. Una de ellas está muy relacionada con mis cargos. Pensé que por encima de estas satisfacciones está Él. Por más importantes que sean mis cargos, por trascendentales que sean mis ocupaciones; para mí lo supremo, lo único es el amor de Jesús, nuestro mutuo amor. Sí, mis cargos, mis ocupaciones son algo superficial y secundario; lo profundo, lo esencial es mi unión con Jesús.”

Durante los diecinueve años en los que gobernó la arquidiócesis de México, cumplió con un objetivo claro que fue promesa ofrecida en su toma de posesión: Dar su vida. Hacia la década de 1940, la extensión de la arquidiócesis era mayor a la actual por lo que abarcaba poblados lejanos de los estados de México, Tlaxcala e Hidalgo, ajenos a las vías modernas de comunicación. Quienes conocieron a Monseñor Martínez hablan del celo del pastor que, usando los medios más variados, procuraba llegar a todos sus fieles, según consta en la publicación “Biografía de un hombre providencial” del padre Pedro Fernández Rodríguez: “Celebraba bautismos, confirmaciones, primeras comuniones, matrimonios funerales, etc.; atendía consultas, recomendaba, daba limosnas a quien se lo pedía; no sabía decir que no en cuanto a su misión pastoral, fuera rico o pobre, conocido o desconocido. Recibía a toda clase de personas durante largas horas del día. Y como no buscaba sino el mayor bien de las almas, aceptó gustoso que su arquidiócesis se dividiera para crear la diócesis de Toluca en 1950, a pesar de que en esa región se encontraban las mejores vocaciones para el Seminario. Pero donde más tiempo empleaba era en la predicación, por ejemplo, en las cuaresmas, en los ejercicios y en la dirección espiritual personal y epistolar, escribiendo muchísimas cartas y siempre a mano”.

El esbozo de estas características del Siervo de Dios ha impulsado un proceso de canonización notable que ahora salta a los medios en virtud del decreto del arzobispo de México, el cardenal Norberto Rivera Carrera, del 25 de marzo de 2011, al ordenar el traslado de los restos del Siervo de Dios a la capilla de la Inmaculada de Catedral Metropolitana, “no solamente porque atrajo a mucha gente a la Iglesia católica sino también porque vivió importantísimos momentos de reconciliación entre los mexicanos, después de la persecución religiosa”. Así, el cardenal Rivera Carrera dispone que “dado que el proceso de canonización está en la fase romana donde se analizan: su biografía documentada y la investigación científica sobre sus virtudes cristianas vividas en grado heroico, para promover el conocimiento de su obra por ser un ejemplo de virtudes para las generaciones actuales y para obtener, por la misericordia divina, la realización de algún milagro por su intercesión”, se realice la exhumación, reconocimiento y traslado de los restos del Siervo de Dios con la finalidad de conservarlos y sean accesibles a la devoción del Pueblo de Dios. En este acontecimiento extraordinario de la Iglesia de la arquidiócesis de México, de carácter privado, estarán presentes el juez delegado de las causas de los santos, el Pbro. Fausto David Gerardo Sánchez Sánchez; y el promotor de Justicia canónica, el Pbro. Luis Antonio Venegas Loza, además del dean de Catedral, el Cango. Manuel Arellano Rangel; el canciller del arzobispado, el Pbro. Juan de Dios Olvera; el historiador y encargado del archivo de la Arquidiócesis, el Dr. Gustavo Watson Marrón; el vicepostulador de la causa de canonización del Siervo de Dios, el Pbro. Adrián Huerta Mora y la superiora del monasterio de la Visitación, la hermana Ana Teresa Estrada Bernal además de los médicos peritos y especialistas forenses en antropología para llevar a cabo el reconocimiento de los restos de Luis María Martínez.

La exhumación de los restos del Siervo de Dios, procedimiento necesario en las causas de canonización, nos recuerda la urgencia de pastores sabios y celosos que protegen al rebaño del lobo hambriento. En el tercer milenio de la era cristiana, el testimonio de Luis María Martínez, lejos de ser anquilosado, está fresco y actual en este México que, si bien distinto de los tiempos de 38° arzobispo, necesita del aire puro de la santidad de un hombre que conoció los sinsabores de la vida pero que los aceptó sabiéndose amado e hijo de Dios, antes que cristiano y obispo. Monseñor Guillermo Piani, delegado apostólico en las islas Filipinas, resumió grandilocuentemente las cualidades del hoy candidato a ser inscrito en el catálogo de los santos, en una carta del 17 de abril de 1937: “Cuando estuve en México pude darme cuenta de la necesidad que los varios centenares de sacerdotes ahí residentes tienen de un Pastor santo y sabio, bondadoso y firme, manso y dotado de cristiana fortaleza… No necesita vuestra excelencia de que se le trace un programa para tan noble tarea, pues es experto capitán y experimentado Pastor. Bástame haber repetido en esta grata correspondencia respecto de México aquello en lo cual más de una vez hemos insistido de palabra los dos en las horas dichosas de Morelia. Hago, pues, los más sinceros votos para que, al cabo de poco tiempo, los buenos mexicanos saluden en vuestra excelencia al imitador fiel de San Carlos Borromeo y se regocije la nación mexicana en la santidad de sus sacerdotes”.

Y como colofón, usando las mismas palabras del Siervo de Dios, México ha sido agraciado por tener “tres Marías” famosas: “María Conesa, María Félix y… ¡Luis María Martínez!
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