A 60 años de Unitatis redintegratio El legado ecuménico del cardenal Johannes Willebrands
"El próximo 21 de noviembre se cumplen 60 años (1964-2024) de la promulgación del decreto “Unitatis redintegratio” sobre el Ecumenismo"
"En aquella jornada histórica que cerraba la “Tercera etapa” conciliar, entre 2148 padres conciliares, 2137 votaron a favor (“Placet”), 11 en contra (“Non Placet”) y ningún voto nulo, todo lo cual, constituyó un hito del Vaticano II"
"El arribo a esta votación con todas sus consecuencias, para lo que el concilio consideraba uno de sus objetivos principales, no fue un camino fácil"
"En el presente artículo haremos memoria del decreto sobre el ecumenismo enfocándolo desde el legado ecuménico de Johannes Willebrands (1909-2009), y señalando aquello que él caracterizó como la futura “comunión eclesial”: una “comunión de Iglesias en la Iglesia de Cristo"
"Los temas fundamentales de Willebrands influyen todavía hoy profundamente en el trabajo ecuménico y lo seguirán marcando también en el futuro"
"El arribo a esta votación con todas sus consecuencias, para lo que el concilio consideraba uno de sus objetivos principales, no fue un camino fácil"
"En el presente artículo haremos memoria del decreto sobre el ecumenismo enfocándolo desde el legado ecuménico de Johannes Willebrands (1909-2009), y señalando aquello que él caracterizó como la futura “comunión eclesial”: una “comunión de Iglesias en la Iglesia de Cristo"
"Los temas fundamentales de Willebrands influyen todavía hoy profundamente en el trabajo ecuménico y lo seguirán marcando también en el futuro"
"Los temas fundamentales de Willebrands influyen todavía hoy profundamente en el trabajo ecuménico y lo seguirán marcando también en el futuro"
El próximo 21 de noviembre se cumplen 60 años (1964-2024) de la promulgación del decreto “Unitatis redintegratio” sobre el Ecumenismo. En aquella jornada histórica que cerraba la “Tercera etapa” conciliar, entre 2148 padres conciliares, 2137 votaron a favor (“Placet”), 11 en contra (“Non Placet”) y ningún voto nulo, todo lo cual, constituyó un hito del Vaticano II.
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El arribo a esta votación con todas sus consecuencias, para lo que el concilio consideraba uno de sus objetivos principales, no fue un camino fácil. El teólogo belga Jan Grootaers ha señalado que no hay otro ejemplo que explique mejor la lucha en torno a la segunda preparación del concilio que la lenta y difícil génesis del esquema “De oecumenismo” en el período enero-marzo de 1963. Es un caso paradigmático que nos demuestra estupendamente la habilidad, perseverancia y combatividad que necesitó el “équipe Bea-Willebrands” para soltar algunas anclas curiales, pilotar su barco fuera del puerto y empezar a navegar en alta mar (Cf. Jan Grootaers, “El Concilio se decide en el intervalo. La “segunda preparación y sus adversarios”, en Giuseppe Alberigo (dir.), “Historia del Concilio Vaticano II”, Vol. II, La formación de la conciencia conciliar. El primer período y la primera intersesión, Peeters/Leuven, Sígueme/Salamanca, 2002, pp. 394-395).
En el presente artículo haremos memoria del decreto sobre el ecumenismo enfocándolo desde el legado ecuménico de Johannes Willebrands (1909-2009), y señalando aquello que él caracterizó como la futura “comunión eclesial”: una “comunión de Iglesias en la Iglesia de Cristo”.
El camino ecuménico de Willebrands
Johannes Willebrands inició su compromiso ecuménico durante la Segunda Guerra Mundial (en 2025 se cumplirán 80 años del acontecimiento bélico más trágico del siglo XX) y, sobre todo, al término de ella. Europa estaba hundida, tanto en el aspecto material como en el anímico. La época del eurocentrismo había terminado.
Las ideologíastotalitarias del siglo XIX y de la primera mitad del XX habían fracasado, dejando el mundo como un campo de ruinas con millones de muertos. Había una pronunciada necesidad de una nueva orientación. Como hemos dicho en otro artículo (Cf. Gérard Philips “el discreto” teólogo de Lovaina, artífice de la Lumen Gentium, Religión Digital, 16/09/2024), los fundamentos para esta nueva orientación fueron tendidos en el periodo de entreguerras por el movimiento bíblico y el movimiento litúrgico, así como por los gérmenes de un nuevo papel de los laicos en la Iglesia, el comienzo del movimiento ecuménico a principio del siglo XX y el nuevo interés por los estudios patrísticos.
Además, en la posguerra estaba claro que sobre la base de la división confesional y los conflictos a ella asociados no podía haber ningún camino hacia el futuro. Los horrores de la “Shoah”, fueron una catástrofe para el pueblo judío, pero también una derrota y catástrofe moral de Europa, por eso, el “deber urgente” de dialogar con los judíos y establecer una nueva relación con ellos se hizo ineludible (Cf. Walter Kasper, “Judíos y Cristianos: el único pueblo de Dios”, Sal Terrae, Santander, 2022, p. 17; Hans Küng, “El Judaísmo. Pasado, presente, futuro, Trotta, Madrid, 20198, pp. 252-253).
En este proceso de reconstrucción de una nueva Europa y en el establecimiento de un nuevo orden mundial pacífico, vino a redescubrirse la importancia del legado de Jesús en la víspera de su muerte: “Que todos sean uno” (Jn 17,21), lema que identificará al Consejo Mundial de Iglesias (CMI) desde su constitución en Amsterdam en 1948.
Willebrands no fue el único -ni siquiera el primero- que antes del concilio Vaticano II impulsó la unidad y la reconciliación de todos los cristianos, en una época en la que el ecumenismo todavía era en la Iglesia católica un asunto difícil y espinoso. Antes de él y junto con él, muchos en Francia, Alemania, Bélgica, Holanda y Estados Unidos compartían el mismo deseo. Ya en 1952 el holandés Frans Thijsen y Johannes Willebrands, fundaron la “Conferencia católica para las cuestiones ecuménicas” a la cual Visser’t Hooft, primer presidente del CMI atribuía una “vasta importancia” (Cf. Peter Neuner, “Teologia Ecumenica. La ricerca dell’unità tra le chiese cristiane”, Queriniana, Brescia, 2011, p. 148). A través de este organismo, Willebrands estableció contactos y creó redes, recorrió Europa y reunió a prestigiosos nombres del campo de la teología y de la ciencia bíblica. Tuvo contactos con el entonces padre Agustín Bea, quien desde 1930 a 1949 se desempeñó como rector del Pontificio Instituto Bíblico de Roma, entabló además diálogo y una amistad duradera con el mencionado Willem Visser’t Hooft, que sentía una particular admiración por él (Cf. Franco Giampiccolli, “Willem A. Visser’t Hooft. La primavera dell’ecumenismo”, Claudiana, Torino, 2015, p. 7).
Willebrandsconsiguió tejer una red que resultó extremadamente útil cuando el papa Juan XXIII creó en 1960 el Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos. Juan XXIII tenía realmente el don de percibir los signos de los tiempos, incluso se podría decir: los “signos del Espíritu Santo en aquel tiempo”. Decidió que el tema del concilio anunciado el 25 de enero de 1959 debía ser la unidad de todos los cristianos. Fue él, quien a sugerencia del arzobispo Lorenz Jäger (Paderborn), creó el Secretariado, otorgándole así al movimiento ecuménico dentro de la Iglesia católica un anclaje en el plano de la Iglesia universal.
Como primer secretario de este dicasterio, Willebrandscontribuyó a dar forma al nuevo Secretariado, que primero fue dirigido por el cardenal Agustín Bea SJ., y, luego desde 1969 hasta su jubilación en 1989, por él mismo. El cardenal Walter Kasper, en un artículo conmemorativo, señala que Willebrands tenía el don de encontrar los colaboradores adecuados y de infundirles inspiración. Menciona a unos cuantos de ellos: Jérôme Hamer, Charles Möhler y Pierre Duprey, que desde 1963 hasta 1999, o sea, durante treinta y seis años trabajó para el Secretariado. También colaboradores en sentido amplio fueron, Yves Congar, Gustave Thils, Balthasar Fischer, Karl Rahner, Johannes Feiner, Jean Corbon, Emmanuel Lanne, Raymond Brown y otros. Entre las mujeres merecen ser nombradas Corinna de Martini y Josette Kersters (Cf. Walter Kasper, “The Legacy of Johannes Cardinal Willebrands and the future of Ecumenism”, en Adelbert Denaux – Peter de Mey (eds.), “The Ecumenical Legacy of Johannes Cardinal Willebrands (1909-2006), Peeters/Leuven, 2012, p. 303).
Willebrands durante el Concilio
El teólogo suizo de la Iglesia Reformada, Lukas Vischer, señala que durante el Concilio Vaticano II se celebraron debates todos los jueves por la tarde con los observadores ecuménicos en el Centro “Unitas” cerca de Piazza Navona, bajo la dirección del entonces obispo Willebrands. Los “observadores” pudieron asumir un papel activo, que se reveló extremadamente fructífero para el propio concilio y sus resultados, a tal punto, que el alcance y el fruto del trabajo desarrollado fueron asombrosos.
Estos trabajos de los observadores no influyeron únicamente en el decreto “Unitatis redintegratio”, sino también en la constitución dogmática “Dei Verbum” sobre la divina revelación y en las declaraciones sobre el judaísmo y las religiones no cristianas (“Nostra aetate) y la libertad religiosa (“Dignitatis humanae”). Estos tres documentos habían originado vehementes debates y, a causa de tenaces resistencias, no fueron aprobados hasta el último período (Cf. Lukas Vischer, “El Concilio como acontecimiento del movimiento ecuménico”, en Giuseppe Alberigo (dir.), “Historia del Concilio Vaticano II, Vol. V, Un Concilio de transición. El cuarto período y la conclusión del Concilio”, Peeters/Leuven, Sígueme/Salamanca, 2008, p. 440).
En este contexto, Willebrands conseguía una y otra vez encontrar el equilibrio adecuado entre su propia visión ecuménica y aquello que era necesario para lograr un amplio consenso en el concilio. El decreto sobre el ecumenismo “Unitatis redintegratio” aprobado por una abrumadora mayoría, fue el resultado del decisivo papel que jugaron tanto el cardenal Bea como el trabajo de años del entonces obispo Willebrands.
Tras la negativa de la encíclica “Mortalium animos” de Pío XI (1928) y del “monitum” de 1948 del Santo Oficio, este decreto significó un verdadero avance, que hoy en ocasiones se considera en exceso como algo natural. El decreto no hablaba de los demás cristianos bajo la forma del anatema, sino bajo la forma del diálogo, en tal sentido, señala con razón que el diálogo presupone conversión, renovación y reforma (UR 6-8). En esta línea, el decreto sobre el ecumenismo representa el fin de la Contrarreforma y el comienzo de una nueva era en las relaciones con las Iglesias y comunidades eclesiales no católicas; una nueva era, que ya ha arrojado muchos frutos positivos, pero que necesita una renovación adicional, también hoy a sesenta años de la aprobación de “Unitatis redintegratio”.
A pesar de todo, con este decreto no se pretendía ninguna ruptura con la entera tradición de la Iglesia. Al contrario, se apoyaba, como acentuó en especial el cardenal Bea, en el reconocimiento del “bautismo común” (“unum baptisma”), que une a todos los cristianos en una comunión profunda, si bien aún imperfecta, con Jesucristo y la Iglesia. Los fundamentos teológicos del decreto sobre el ecumenismo se encuentran en la constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen gentium”, sobre todo en los números 8 y 15, que fueron aprobados el mismo día. Así, “Unitatis redintegratio” se basó en el contenido de “Lumen gentium”, desarrollándolo y llevándolo a una realización concreta.
Cuando se promulgó solemnemente el decreto sobre el ecumenismo, el papa Pablo VI explicó que este clarificaba y completaba la constitución dogmática sobre la Iglesia. Estas palabras deben recordarlas todos aquellos que “cuestionan” (¡aún hoy!) el carácter vinculante de las afirmaciones teológicas de “Unitatis redintegratio”. Cuando hoy reflexionamos sobre los debates y reflexiones de aquella época, percibimos el ímpetu y la magia de un “nuevo comienzo” (Rahner). Sobre todo, lo que tuvo que ver con la llamada “semana negra” (del 14 al 21 de noviembre de 1964), considerada uno de los momentos más álgidos del concilio, dada la agitación que se produjo principalmente en torno a cuatro sucesos:
1) El aplazamiento de la tan esperada votación sobre el texto acerca de la “libertad religiosa”;
2) la presentación de una nota explicativa, antepuesta a modo de prefacio, a los “modi” (modos) del capítulo tercero de la constitución sobre la Iglesia, con arreglo a la cual habría que entender el capítulo y debía votarse sobre él;
3) la introducción de diecinueve “modi” en el texto final del decreto sobre el ecumenismo, sin ninguna posibilidad de discutirlos en el aula conciliar;
4) la declaración pontificia del título de María como “Mater ecclesiae” (Madre de la Iglesia) durante las ceremonias de clausura del período, un título que la Comisión Doctrinal se había “negado” consecuentemente a incluir en el capítulo dedicado a María en la constitución sobre la Iglesia.
A pesar de la promulgación de la constitución dogmática sobre la Iglesia, del decreto sobre el ecumenismo y del decreto sobre las Iglesias orientales (los tres documentos el 21 de noviembre de 1964), y a pesar de las deliberaciones sobre los demás esquemas, esos cuatro episodios destruyeron la sensación de euforia de la mayoría de los padres conciliares, y crearon, en cambio, una atmósfera de sospechas y desconfianza.
La pregunta del teólogo filipino Luis Antonio Tagle (hoy cardenal prefecto de la Congregación para la Evangelización) ¿por qué la semana fue tan negra? resulta sugerente. Señala que no lo fue, desde luego, para el ala más intransigente de la minoría, que se hallaba encantada con los acontecimientos. Sin embargo, para quienes deseaban que el Concilio continuara en la senda progresista por la que había estado moviéndose durante los dos primeros años de su vida, las sorpresas de la semana parecían tener el efecto acumulado de ir frenando la renovación que el Concilio había estado tratando de alcanzar (Cf. Luis A. Tagle, “La ‘semana negra’ del concilio Vaticano II (14-21 de noviembre de 1964), en Giuseppe Alberigo, “Historia del Concilio Vaticano II”, Vol. IV, La Iglesia como comunión. El tercer período y la tercera intersesión, Peeters/Leuven, Sígueme/Salamanca, 2007, pp. 357-358).
Pese a todo, uno de los primeros frutos de los esfuerzos de Willebrands fue la posibilidad de presentar públicamente el 7 de diciembre de 1965, víspera de la clausura oficial del concilio, la “Declaración conjunta” del papa Pablo VI y el patriarca ecuménico Atenágoras. Su lectura fue recibida con un prolongado aplauso. Esta “Declaración conjunta” expresó el pesar por la recíproca excomunión de 1054, que debía ser borrada de la memoria de la Iglesia, e hizo un llamamiento a un esfuerzo por alcanzar la comunión plena de las dos Iglesias. Sobre este acontecimiento, Yves Congar anotó en su Diario, que “Willebrands leyó en francés, el texto de la abolición de las excomuniones recíprocas entre Roma y Constantinopla […] es un bello texto. El nombre de Atenágoras es rápidamente aplaudido, y también el documento recibe un caluroso aplauso”.
Dos meses antes, Willebrands había realizado una gestión de enorme trascendencia. La teóloga alemana Regina Heyder de la Universidad de Bonn, ha recordado el hecho. El encuentro ecuménico de mujeres, celebrado en Vicarello y Roma del 22 al 29 de octubre de 1965, fue el primer encuentro oficial de mujeres de una amplitud incomparable. Para los asistentes ciertamente fue parte del “acontecimiento” conciliar. El iniciador fue el obispo Johannes Willebrands, de parte del Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos. Su planificación -encomendada a Madeleine Barot del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), y a Rosemary Goldie, una de las destacadas auditoras laicas- fue en sí misma ecuménica.
El Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos invitó a doce participantes católicos, entre ellos cuatro miembros del Movimiento Internacional del Grial, al que pertenecía Goldie, y tres auditoras laicas (María del Pilar Bellosillo, Hna. Mary Luke Tobin y Catherine McCarthy).
El Consejo Mundial de Iglesias también designó a doce participantes protestantes y ortodoxas, entre ellas, Madeleine Barot, del departamento de Cooperación entre varones y mujeres en la Iglesia, la familia y la sociedad (CMI); además, Cynthia C. Wedel, que llegaría a ser presidenta del Consejo Nacional de Iglesias de Estados Unidos desde 1969 a 1972 y presidenta del Consejo Mundial de Iglesias desde 1975 a 1983; y la teóloga y activista ecuménica suiza Marga Bührig, también futura presidenta del Consejo Mundial de Iglesias (1983-1991). Tres de las mujeres protestantes eran diaconisas y una era una religiosa anglicana. La mayoría de los participantes procedían de Europa o América del Norte.
Durante el encuentro ecuménico de mujeres, dos sacerdotes y teólogos, Bernhard Häring y Paul Verghese actuaron como “observadores” ecuménicos (Cf. Regina Heyder, “Women and the council. Catholic women’s organizations and women theologians prior to and during Vatican II”, en Catherine E. Clifford & Massimo Faggioli, “The Oxford Handbook of Vatican II”, Oxford University Press, Oxford, 2023, p. 324).
Willebrands después del Concilio
Una vez finalizado el concilio, a Willebrands le correspondió la tarea de traducir a la realidad el pensamiento del Vaticano II. En este sentido, uno no puede sino asombrarse de todo lo que se consiguió en el campo ecuménico. El grupo de trabajo conjunto con el Consejo Mundial de Iglesias, se había creado ya durante el Concilio, parecía que los distanciamientos durante años entre cristianos, no daba lugar ahora a ninguna pérdida de tiempo.
Al concluir el concilio, comenzó una serie de diálogos con comunidades cristianas de ámbito mundial: primero con las Iglesias de tradición protestante del siglo XVI, en concreto en 1967 con luteranos y metodistas, en 1970 con anglicanos y reformados; más tarde, con las Iglesias pentecostales en 1972, con los baptistas en 1984 y con los evangélicos y los discípulos de Cristo en 1997. Merece la pena recordar de manera especial el conmovedor encuentro de Pablo VI y el primado anglicano, el arzobispo Ramsey, en 1966 en Roma, cuando el papa, en un gesto inesperado, colocó su propio anillo episcopal en el dedo del primado anglicano de Canterbury.
Los contactos con las Iglesias ortodoxas se desarrollaron al principio mediante una serie de visitas a Estambul, Grecia, Rumanía y Rusia; llevaron al inicio del diálogo oficial en Patmos y Rodas en 1980, con Willebrands como copresidente por parte católica.
También con las Iglesias orientales antiguas se establecieron contactos: con el papa Shenouda III de la Iglesia copta, con el Katholikós Karekin II de la Iglesia siria, y con el patriarca Ignatius Zakka II de la Iglesia siro-ortodoxa. Gracias también al trabajo de “Pro Oriente”, la institución fundada por el cardenal Franz König en Viena, dichos contactos propiciaron una serie de declaraciones cristológicas que pusieron fin al sesquimilenario problema subyacente a este cisma eclesial.
Por último, merece ser mencionada asimismo la participación católica en la Comisión Fe y Constitución (Faith and Order) del Consejo Mundial de Iglesias; su documento más importante sigue siendo el Documento de Lima: “Bautismo, eucaristía y ministerio” (1982). Johannes Willebrands no fue solo el organizador y mediador de estas iniciativas: a todas ellas les imprimió su sello personal. Puede decirse que en el ámbito del ecumenismo actúa Dios a través de personas.
La personalidad de Willebrands fue determinante sobre todo en esta fase inicial. Poseía numerosas virtudes: sensibilidad y discernimiento a la hora de juzgar personas y situaciones, una gran capacidad comunicativa y el don de cultivar la verdadera amistad. Todo esto es fundamental para el diálogo ecuménico, porque el ecumenismo incluye la superación de prejuicios y la generación de confianza. Estas virtudes, fueron reconocidas por el téologo reformado Karl Barth, quien no pudo asistir al concilio como observador, dada su edad y enfermedad, pero que fue invitado especialmente por Pablo VI para viajar a Roma en septiembre de 1966. Willebrands fue el organizador de esta visita, que el “mayor téologo protestante del siglo XX”, consideró como una verdadera visita “Ad limina apostolorum”.
Para aquella memorable estadía en Roma, Barth estudió cada uno de los documentos conciliares, señalando logros y planteando cuestionamientos, que fueron presentados en varios dicasterios, finalizando en un esperado encuentro con Pablo VI. De regreso a Basilea enviaría una carta a Willebrands donde destaca su “estilo de sabiduría con el cual, no sin un significativo sacrificio de tiempo y esfuerzo me ha acompañado en todas partes”.
En ocasión del 500° aniversario del nacimiento de Martín Lutero, la Comisión conjunta Católico Romana-Evangélica Luterana, publicó una Declaración conjunta, “Martín Lutero, testigo de Jesucristo”, allí se afirma: “Martín Lutero comienza a ser honrado en común como testigo del Evangelio, maestro en la fe y heraldo de la renovación espiritual”. Como ha señalado el teólogo Theo M.A.C. Bell de la Universidad de Tilburg (Países Bajos), estas palabras fueron citadas en el discurso del cardenal Willebrands con motivo de la quinta Asamblea de la Federación Luterana Mundial reunida en Évian (Alta Savoya). Willebrands habló de Lutero en términos que los teólogos católicos suelen reservar a Tomás de Aquino, llamándolo “Doctor communis” (Doctor común). Para Willebrands, Lutero fue una personalidad profundamente religiosa que buscó el mensaje del Evangelio con honestidad y abnegación (Cf. Theo M.M.A.C. Bell, “Roman catholic Luther research in the twentieth century”, en Robert Kolb, Irene Dingel, L’ubomír Batka, “The Oxford Handbook of Martin Luther’s Theology”, Oxford University Press, Oxford, 2014, p. 591).
En Willebrands, encontramos también el adecuado equilibrio entre lealtad y flexibilidad, entre el apasionado compromiso por la unidad y una paciencia que procura no forzar las cosas, antes bien, permite que crezcan y maduren. Johannes Willebrands poseía también, y no en último término, un sentido del humor extraordinariamente fino. El humor es a menudo el único remedio contra la conducta mezquina y sumisa. Es una forma de gallardía que en último término hunde sus raíces en la oración. En el fondo no se trata de “mi” Iglesia, de “mi” ecumenismo, sino de la Iglesia de Jesucristo y del ecumenismo tal como lo quiere Dios, quien presumiblemente en ocasiones contempla con sonriente ironía nuestras pequeñas empresas humanas.
Un último aspecto me gustaría destacar citando al teólogo de Lovaina Terrence Merrigan, y es que el cardenal Willebrands basaba su trabajo ecuménico también en una reflexión teológica que estaba impregnada por el análisis concreto de la fe de John Henry Newman.
En abril de 1990, pocos meses después de despedirse del Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, impartió en Toronto una conferencia con el título: “El lugar de la teología en el movimiento ecuménico: su contribución y sus límites”. En ella afirmó: “La mayoría de los grandes arquitectos del ecumenismo eran teólogos”.
Entre los temas fundamentales de Willebrands se contaban: las interesantes tesis sobre los diversos “Týpoi” de Iglesias (“tipos” de Iglesias), la comunión como el concepto más importante y central del movimiento ecuménico; la importancia de la recepción para la Iglesia y el ecumenismo; la correcta interpretación de la expresión “subsistit in” (subsiste en), que contiene “in nuce” (en germen) el entero problema ecuménico, y por último, la fundamental relevancia del ecumenismo espiritual. Todas estas cuestiones influyen todavía hoy profundamente en el trabajo ecuménico y lo seguirán marcando también en el futuro.
Así el cardenal Willebrands nos ha dejado un gran legado, nos ha impuesto tareas que deben ser asumidas con renovada energía. El agradecimiento a Dios por su servicio en una fase decisiva en la historia de la Iglesia, porque nos regaló al teólogo, obispo y cardenal Johannes Willebrands, con todos sus dones personales y pastorales, a las que el entero movimiento ecuménico le estará siempre profundamente agradecido.