La desobediencia civil

I. El problema Tal como se han puesto las cosas con motivo de la crisis económica, que se agrava casi cada día y cuyo final no se ve cercano, son muchas las personas de buena conciencia que se preguntan si no ha llegado el momento de afrontar en serio el problema de la desobediencia civil, en una situación de legalidad democrática, que, admitiendo la mayoría absoluta del partido que nos gobierna, da pie para que se adopten decisiones políticas que, dentro de esa legalidad, pueden tomar decisiones “por decreto ley”, prescindiendo así del control parlamentario.

Así las cosas, me he preguntado qué puede decir un teólogo sobre este asunto tan grave. Lo que está en juego son los derechos más fundamentales de los ciudadanos. Estoy hablando de situaciones de hambre. Y el hambre no espera. El hambre mata. Y mata pronto. ¿Podemos seguir esperando? ¿Que puede decir la teología en una situación como ésta?

El tema de la desobediencia civil, si se afronta desde la religión (o la teología), se puede analizar a partir de dos puntos de vista: desde la subjetividad de la propia conciencia; o desde la objetividad de lo que sucede en la sociedad, en la historia, en el momento concreto en que vivimos. Por supuesto, lo subjetivo y lo objetivo, en este caso, están necesariamente inter-conectados.

Es más, toda decisión moral se toma y se asume desde la conciencia. En este sentido, toda decisión moral se toma y se asume desde la subjetividad. Pero no es éste el punto de vista que aquí nos interesa. Lo que importa, al tratar el asunto que estamos analizando, es fijar cuál es el factor determinante cuando se toma una decisión que lleva a la desobediencia civil. Una decisión así, es (en principio) incorrecta; y puede resultar peligrosa para el que la toma.

Por eso hay que insistir en la pregunta sobre el factor determinante de la desobediencia a lo que se nos obliga desde el poder constituido. Resistir al “imperativo de la ley” es siempre un riesgo. Pues bien, el motivo que nos lleva a asumir ese posible riesgo ¿es lo meramente subjetivo (la conciencia del sujeto)? ¿o es lo objetivo (lo que sucede fuera de nosotros, lo que les pasa a otros, etc)? Ésta es la cuestión.

Como es bien sabido, en la enseñanza tradicional de las religiones, concretamente en el cristianismo, se ha construido su teología del acto moral a partir de la conciencia, es decir, a partir de la subjetividad del individuo. El concilio Vaticano II lo dijo con toda claridad: “el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre”. Y esto es aplicable incluso cuando se trata de una “conciencia errónea invencible” (GS 16).

Ahora bien, si el comportamiento cristiano correcto es el que viene dictado por la propia conciencia o sea por la propia subjetividad, por más que dicha conciencia deba estar orientada por “la verdad y el bien” (GS 16), es obvio pensar que semejante planteamiento de la conducta tiene su razón de ser y se formula desde lo meramente subjetivo de cada individuo.

Así lo vieron los creadores de la doctrina moral clásica, cosa que quedó patente en la conocida controversia entre san Bernardo de Claraval y Abelardo, en el s. XII, que resolvió Tomás de Aquino, en el s. XIII. Y que es, en definitiva, la misma doctrina que recoge y repite el papa Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis Splendor. Es decir, se trata de una enseñanza que, con ligeras variantes, básicamente se ha mantenido invariable, en su formulación desde la subjetividad, hasta nuestros días.

Ahora bien, al plantear el criterio de la buena conducta desde la subjetividad de la propia conciencia, sin darnos cuenta incurrimos en un peligro de consecuencias imprevisibles. Baste pensar en la frecuencia con que ocurre el hecho de personas que abandonan un cargo público, después de un escándalo, un delito, un crimen quizá, y afirman tranquilamente que se van “con la conciencia tranquila”. De hecho, sabemos que es interminable la lista de inquisidores, dictadores, torturadores, verdugos y genocidas, que, después de ser los causantes de incontables víctimas, aseguran que cometieron todas sus atrocidades con “buena conciencia”. Es el enorme peligro de la “ética de la subjetividad”. Una ética que nos ha llevado a donde estamos: en la más vergonzosa descomposición moral, en la corrupción como norma de conducta y de gobierno, en la desintegración de valores y en la desvergüenza que caracteriza la cultura de la crisis que estamos soportando.


II. Jesús y Pablo

Así las cosas, la pregunta obligada es: ¿desde dónde y cómo se fundamenta, en la teología cristiana, una ética basa en el dictamen de la propia conciencia? Es significativo que la palabra “conciencia” (syneídesis) no se encuentra en los evangelios. Solamente en Jn 8, 9 (el relato de la adúltera) hay una variante apócrifa, aplicada a los acusadores de la mujer. Este dato estadístico quiere decir obviamente que el llamado “dictamen de la conciencia”, la “buena o mala conciencia”, no tuvo papel alguno ni en la conducta ni en las enseñanzas de Jesús. De ello no se hace la más mínima mención en los relatos de la vida y la doctrina del Jesús histórico. Por tanto, quien pretenda justificar su conducta, amparándose en la “buena conciencia”, debe saber que no tiene argumentos para recurrir ni al ejemplo ni a las enseñanzas del Evangelio.

En contraste con los evangelios, en los escritos del Corpus Paulino, se encuentra el término syneídesis (conciencia) 14 veces (Rom 2, 15; 9, 1; 13, 5; 1 Cor 4, 4; 8, 7. 10. 12; 10, 25. 27. 28. 29; 2 Cor 1, 12; 4, 2; 6, 11). De un total de 31 casos, en todo el NT. Por tanto, casi la mitad de los textos que recurren a la “conciencia”, para explicar la conducta humana o su cualificación moral, se encuentran en las cartas auténticas de Pablo. Aquí es importante saber que la syneídesis no tiene correspondencia alguna en todo el AT. Y en la versión de los LXX aparece sólo en casos muy aislados (Ecl 10, 20; Sab 17, 11; Eclo 42, 18). Y es que la syneídesis, como “conciencia moral”, es un término que tiene su origen en la filosofía popular griega (Plutarco), de donde pasó a los autores judíos más cercanos al helenismo (Filón, Josefo), y se encuentra también en escritores latinos destacados en el pensamiento estoico (Cicerón) (cf. G. Lüdemann).

Todo esto supuesto, se entiende fácilmente el abismo de distancia que separa a Jesús de Pablo, en un asunto tan capital como es el factor determinante en la toma de nuestras decisiones morales. Está claro que, en el caso de Pablo, ese factor determinante es la propia conciencia, cuya expresión más fuerte es el mandato que el mismo Pablo impuso a la comunidad cristiana de Roma de someterse a la autoridad constituida, que en aquel momento era precisamente Nerón, advirtiendo que esto se tenía que hacer “no sólo por miedo a la reprobación, sino también por motivo de conciencia” (Rom 13, 5). Se ha dicho, con razón, que éste es “uno de los pasajes más imprudentes de todas las cartas de Pablo” (M. J. Borg, J. D. Crossan).

En todo caso, y por más matizaciones que se le hagan a este texto, es incuestionable que, motivando a la gente “por motivos de conciencia”, se puede (y se suele) justificar “la mentalidad sumisa”, desde la que se han cometido las mayores atrocidades que en la historia se han producido a lo largo de los siglos. Es un hecho que “sólo los esclavos son aptos para la represión. Como se sabe, los atenienses sólo empleaban a esclavos en la policía. Quien practica la represión como oficio tiene que ser él mismo un represor ejemplar. Esta es la causa profunda de que la obediencia ciega a los ejercicios absurdos de instrucción desempeñen un papel tan importante en el ejército y en la policía”. Como se sabe igualmente que “entre los vigilantes más fieles y seguros de los campos de concentración nazis estaban los propios prisioneros” (Vicente Romano).

No hay que ser un sabio para caer en la cuenta de que la conducta moral y, más en concreto, el tema de la conciencia sumisa se plantea de una manera completamente distinta en los evangelios. Es evidente que Jesús no fue un modelo ejemplar de obediencia a la autoridad establecida. Todo lo contrario. Sus actos, reiterados e insistentes, de desobediencia a las leyes (la Torá, Ley escrita, y la Halaká, leyes e interpretaciones orales que dictaban los rabinos) fue la causa que motivó el enfrentamiento de Jesús con el Sanedrín o Gran Consejo. Un enfrentamiento que se agravó con el paso del tiempo. Y que terminó con el juicio, la condena y la ejecución de Jesús en forma de muerte más cruel y vergonzosa que se practicaba en aquel tiempo, la muerte en cruz.

Este asunto ha sido motivo de estudio por parte de los estudiosos más competentes en la exégesis de los evangelios y, más en concreto, en el espinoso tema de las relaciones entre Jesús y el judaísmo (E. P. Sanders, R. Banks...). Pues bien, si nos atenemos al punto más fuerte y más delicado de esta cuestión, la desobediencia de Jesús a la Ley Divina escrita, la Torá, la ley dada por Dios a Moisés (según las creencias que transmite la Biblia), se podrá (y se deberá) discutir, matizar y precisar el significado exacto de tal o cual texto de los evangelios. Pero hoy, si este asunto de analiza con objetividad y sin apasionamiento, la conclusión es que los responsables de la muerte de Jesús fueron los Sumos Sacerdotes (X Alegre) y, con ellos, el Gran Consejo. Desde este punto de vista, al ser los supremos dirigentes de la religión los que condenaron a muerte a Jesús, se puede (y se debe) afirmar con toda seguridad que fue la autoridad oficial constituida la que sentenció a muerte a Jesús.


III. Lucha contra el sufrimiento y desobediencia

Dicho esto, el tema capital, que aquí nos interesa dejar claro, es precisar por qué se llegó a este juicio y a esta condena. Pues bien, planteada la cuestión en estos términos, la lectura de los evangelios no ofrece lugar a dudas. Jesús fue un hombre que no soportó el sufrimiento de los seres humanos más desgraciados de este mundo. Y fue sin duda eso lo que le motivó a desobedecer al poder constituido. Jesús desalojó violentamente el Templo porque vio que aquello ya no era un lugar de encuentro con Dios, sino que la habían convertido en “una cueva de bandidos” (Mt 21, 13; Mc 11, 17). Jesús se opuso públicamente a la ley del repudio, “por cualquier causa”, que establecía la desigualdad de derechos entre hombres y mujeres (Mt 19, 1-12; Mc 10, 1-12). Jesús exigió la transgresión de la Ley divina al decirle a uno de sus discípulos que el seguimiento del mismo Jesús se anteponía incluso al entierro del propio padre (Mt 8, 21-22). Lo que, en aquella sociedad, entrañaba una importancia única. Está demostrado que “por influjo de los Jasidim y de los Fariseos, el último servicio a los muertos había sido enaltecido a la cima de todas las buenas obras” (M. Hengel).

Por otra parte, no olvidemos que, en la sociedad del tiempo de Jesús, “lo religioso” y “lo civil” estaban fundidos de tal manera que, en la práctica, eran realidades inseparables (cf. E. Schürer). El “pecado” era vivido y considerado como “delito”. De la misma manera que el “delito” era vivido y considerado como “pecado”. De ahí que la desobediencia religiosa era, al mismo tiempo e igualmente, desobediencia civil.

Ahora bien, habida cuenta de cómo se vivía “lo religioso” y “lo civil” en la sociedad judía del tiempo de Jesús, se comprende que el principio determinante de la conducta de Jesús fue, ante todo, la lucha contra el sufrimiento de los seres humanos. Es lo que se repite en los sumarios de los sinópticos (Mt 4, 23-24; Lc 6, 17-19; Mt 9, 35-36; Mc 6, 34; 3, 13-19; Lc 10, 2; Mt 11, 4-6; Lc 7, 22-23). Y lo que resume el apóstol Pedro cuando afirma que “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los sojuzgados por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hech 10, 38). Pero no se piense que la actividad de Jesús se limitó a curar enfermos. A eso hay que añadir, sobre todo, su cercanía a los pobres, su acogida y su amistad con los pecadores, los publicanos, los leprosos, los excluidos, los samaritanos, los extranjeros y, de manera especial, la relación de cercanía preferencial que siempre tuvo con las mujeres (Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41; Jn 4, 4-38), incluso cuando se trataba de mujeres reconocidamente despreciables (Lc 7, 36-50; Jn 8, 1-11; Mc 5, 21-43 par).

Pero con decir esto, no se toca el asunto más decisivo. Lo más importante, cuando hablamos (en religión o en teología) de la desobediencia civil, es que Jesús defendió y liberó a los que sufren desobedeciendo a las leyes establecidas en la sociedad de su tiempo. Lo cual quiere decir que el principio determinante de la conducta de Jesús no fue el sometimiento al “imperio de la ley”, sino el enfrentamiento al dolor, a la opresión, a la injusticia, a la desigualdad de derechos, a la dura condición de los excluidos y marginados y, en general, a cuanto era motivo de sufrimiento para los más desprotegidos y desamparados con quienes convivimos.


IV. Proteger a los desprotegidos desobedeciendo

Es decisivo destacar que no se trata de desobedecer a la ley para buscar el propio provecho o el propio interés. Se desobedece porque no queda otro camino para remediar el daño que están sufriendo otras personas. Pero siempre teniendo muy presente que el Evangelio es lo que es, y tiene la fuerza que tiene, no simplemente porque nos dice que remediar el sufrimiento y proporcionar felicidad a los demás es el factor determinante y el criterio rector de la vida humana, sino además porque eso se logra y se hace desobedeciendo a un sistema legal y a un ordenamiento jurídico que está pensado para favorecer y proteger a los mejor situados en la sociedad a costa del sufrimiento y el desamparo de los que se ven obligados a vivir en los estratos más bajos de esa misma sociedad. No digo que este criterio sea racionalmente demostrable. Lo que digo es que este criterio constituye la convicción básica en la que se sustenta la fe cristiana.

Por supuesto, la Constitución vigente establece la igualdad en dignidad y derechos para todos los ciudadanos (Art. 10 y 14). Pero sabemos de sobra que la vida de los individuos, de las familias, de los ciudadanos, no se rige ni se organiza solamente a partir de lo que se dice en el texto constitucional. Más importantes que los artículos de la Constitución son las leyes y decretos que dictan los gobernantes de turno. Y bien sabemos que los gobernantes son seres humanos, no ángeles. Como sabemos que nadie hace una ley en contra de sí mismo. Ningún tonto tira piedras a su propio tejado. Por esto, ni más ni menos, es inevitable, es (a veces) necesaria la desobediencia civil.

¿Qué hacer en concreto? No se trata en modo alguno, como ya se ha dicho, de organizar la vida con criterios de mero libertinaje en busca del propio interés y del propio provecho. Lo que se pretende es asumir como convicción determinante la intolerancia ante la injusticia, la desigualdad y el sufrimiento que padecen los más desprotegidos de la sociedad. Pues bien, ¿qué hacer para que esta convicción sea verdaderamente tal?

Lo primero es superar el pesimismo. Esto tiene solución. Lo más seguro es que esa solución no nos la van a dar los gobernantes, que ya nos han demostrado sobradamente que, unos por “ineptos” y otros por “corruptos”, no son capaces de sacarnos de este caos. Lo primero, pues, como viene pregonando por todo el mundo el Nobel de economía Paul Krugman, “disponemos tanto del saber como de los instrumentos precisos para poner fin a este sufrimiento”.

Lo segundo es luchar por la libertad que acaba con la pasividad. Aquí recuerdo lo que decía Bertol Brecht en su “Loa de la dialéctica”: “¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros. ¿De quién depende que se acabe? De nosotros también”. Los que abusan de los pobres, dejarían de hacerlo si los demás no nos quedásemos con la boca cerrada y los brazos cruzados ante semejante abuso. Tenía toda la razón del mundo Martin Luther King cuando dijo la famosa frase que tantas veces se ha repetido: “Lo que más me preocupa no es ni el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin carácter, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”.

Lo tercero es la necesidad urgente de agruparse. Porque el “desobediente solitario” termina pronto en el calabozo de la policía, en el tribunal de la justicia y probablemente en la cárcel a donde van a parar los “peligrosos”. Si nos unimos, si nos agrupamos, si protestamos en masa, no hay gobernante que pueda hacer frente a la masa de ciudadanos que se rebelan contra la injusticia, la mentira, el atropello. A eso no hay gobierno que resista. Los gobernantes se mantienen sobre la sumisión de los ciudadanos que callan y aguantan. ¡Eso, jamás!
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