El cementerio de los excluidos. ¡Dios santo!
-Un descubrimiento sorprendente-
| Alejandro Fernández Barrajón
Hoy he sacado a pasear a mi perrita porque no aguantaba más este confinamiento y me suplicaba con sus ladridos y sus carantoñas que la sacara a dar un paseo. Como no quiero faltar al respeto a la ley, he ido a un lugar cercano que no pasara del kilómetro y he pensado que el mejor lugar sería el camino del cementerio, que está cerrado como es lógico, pero tiene unos entornos primaverales que son un verdadero regocijo para la vista y para los pulmones. Después de haber nacido hace 60 años en este pueblo y de haber vivido aquí gran parte de mi infancia y juventud, no conocía algo que hoy me ha sorprendido enormemente. Dando la vuelta al viejo cementerio he visto, por primera vez, un pequeño apartado unido al cementerio por detrás con una apertura sin puerta donde había una sepultura de tierra en el suelo, rodeado de un cierto abandono. He pensado enseguida que sería el cementerio civil. Nunca supe que aquí había un cementerio civil. Y enseguida he llamado a uno de mis viejos amigos en edad y en sabiduría, del pueblo, Modesto, para que me explicara qué significaba eso. Me ha sacado de dudas enseguida, como siempre. No es el cementerio civil porque aquí están todos en el cementerio común. Pero ese pequeño apartado se hizo en su momento para enterrar a los “pecadores” que morían, según no sé qué jueces, el cura sería uno de ellos, en pecado. Por ejemplo, porque se habían separado de su pareja y se habían unido a otra. Eran siempre hombres. Las mujeres en aquellos tiempos no tenían posibilidad de tomar esas decisiones por muchos motivos que transcienden la intención de este escrito. En ese pequeño y abandonado apartado, con una tumba en el suelo donde parece que ya no hay restos de nadie -pero hubo en su tiempo- he sentido una profunda consternación. He rezado unas oraciones y he dado una bendición, no porque lo viera necesario, sino porque he pensado en la gente que ha podido ocupar esa tierra marginada aunque solo fuera por un tiempo y me ha producido escalofríos cristianos.
He bajado hacia el pueblo pensando en mi iglesia, la de Jesús, y he sentido una profunda tristeza y vergüenza personal como cristiano y sacerdote. ¡Qué tristeza, Señor!
Esta iglesia, la mía, la nuestra, que ha llevado a cabo hazañas tan impresionantes en la historia, como ninguna otra institución humana, ha cometido también tropelías impensables que no se esperaban de ella. Yo sé muy bien, como decían los santos padres, que la iglesia es santa y pecadora a la vez, como los que la formamos, con Cristo en la cabeza, pero eso no ha remediado que esta mañana, bajando del cementerio, haya sentido tristeza y vergüenza por mi iglesia. Esta iglesia de la que me he sentido tan orgulloso tantas veces. Estuve, por ejemplo, en diciembre en Arizona y pude visitar, en pleno desierto, la misión española de san Xavier del Bac, en Tucson, fundada por el jesuita español Eusebio Francisco Kino, a finales del siglo XVII, que los indios apaches destruyeron y fue, después, confiada a los franciscanos, a mitad del siglo XVIII. El guía, un profesor de la universidad que nos enseñaba la misión, hablaba de la heroica labor que allí hicieron los misioneros españoles que fueron capaces de organizar una misión que se auto abastecía y que aún hoy sigue siendo el sustento de toda una comunidad indígena, porque el gobierno de EEUU ha reconocido esta misión como una reserva. Allí se conservaba, colgada en el museo, una bandera de los reyes de España como homenaje a la labor española en esas tierras.
Éste es solo un ejemplo de la labor impresionante que han hecho, como iglesia, muchos misioneros en diversos lugares del mundo.
Y si hablamos del mundo de la ciencia, la memoria se llena de nombres de primera línea en el ámbito de las aportaciones al progreso de la humidad: Copérnico, Mendel, Mercalli, Lemaitre, Stanley Jaki…etc
Y en el ámbito de la literatura de ayer y de hoy : Cervantes, Santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Agustín, Lope de Vega, Calderón, Chesterton, Delibes, Carmen Laforet, Sánchez Adalid, Pablo D´Ors, Unamuno, Gabriela Mistral, Soledad Acosta de Samper, Susana Calandrelli, Delfina Bunge… y una lista interminable que han hecho brillar la luz de la fe e iluminar el sentido de la vida, con sus escritos y reflexiones.
No hay ámbito de la cultura y del pensamiento humano donde no hayan brillado los hombres de fe de la iglesia católica en vanguardia.
Hasta en el mundo de las matemáticas, destacan científicos católicos de la talla del norteamericano John Forbes Nash, al que le concedieron el Premio Nobel de Economía en 1994.
Por todo esto, al contemplar ese pequeño cementerio, como un corral, adosado por detrás al cementerio común, he sentido una inmensa tristeza que aún perdura en mí.
¿Cómo es posible que entre lo más grande se haya desarrollado también los más pequeño, triste y miserable? Y he recordado la parábola del trigo y de la cizaña. Cuesta entenderlo si no fuera por la debilidad y el pecado que yo mismo llevo cargado en mis hombros. Una realidad que aún persiste en nuestros días en otros ámbitos de la misma iglesia que tiene que llevarnos a reflexionar y a actuar en consecuencia.
Los tiempos de Pandemia que vivimos están sacando a la luz muchos de estos comportamientos que, lejos de dejar en buen lugar a la iglesia, la someten a la duda y a la sospecha de lo superficial. Por ejemplo, el ansia desmedida, disfrazada de celo sospechoso, de querer celebrar misas a toda costa aun con riesgo de la salud para los fieles. Curas, muy seguros, en los tejados dando bendiciones, mientras otros intentan en primera línea de batalla con los enfermos estrechar sus manos y animarlos en el último momento de la vida, solos y sin familia.
Todo un cardenal, como Sarah, siempre con sus vestidos cardenalicios impolutos, preocupado por si es una infamia, llevar la eucaristía en un sobre o en una bolsa a los ancianos y enfermos, en un momento en que los capellanes tienen que protegerse con bolsas de basura, a falta de EPIS, para evitar los contagios.
Y siento que, una vez más, lo pequeño y miserable oculta lo grandioso de nuestra iglesia y los árboles nos impiden ver el bosque. Lo miserable oculta lo santo. Y la imagen de la iglesia se ve desvirtuada cada día más y eso hace que la abandonen, poco a poco, más fieles.
Si a esto añadimos esas miserias acumuladas que ya todos señalan desde hace tiempo y que, sobre todo, los laicos nos muestran y a los que apenas escuchamos, nos encontramos con el cóctel de la amargura: La discriminación de las mujeres en la vida de la iglesia siendo, como son, una inmensa mayoría, la marginación y exclusión a la que hemos sometido, y seguimos sometiendo, a la comunidad LGTBI, la situación de infravaloración en la que viven los sacerdotes que han dejado, por las razones que sea, su misterio sacerdotal y que hasta las palabras que usamos nos delatan “Reducción” al estado laical con lo cual, consideramos degradado al sacerdote que ha dejado su ministerio y, a la vez, se considera inferior el estado laical al que se ha rebajado al ordenado que abandona. Hay quien en las redes sociales los llama todavía “desertores.”
Y Como éstas, decía Jesús a los fariseos, “hacéis muchas”. No voy a entrar por manido, en el tema del ocultamiento de los pederastas, los abusos a las religiosas en misiones, la administración de los dineros, las inmatriculaciones sospechosas de las que oiremos hablar mucho en los próximos tiempos y tantos temas conocidos que ensombrecen la vida y la santidad de la iglesia.
Sólo pretendía reflexionar y compartir lo que significa que en mi pueblo haya un cementerio de segunda o “de pecadores” que, aunque ya no se usa, se usó algún tiempo e incluso la gente mayor sabe quién estuvo allí esperando el perdón eterno. Suponiendo que para ellos haya perdón. Por Jesús, parece que sí.