INCINERACIÓN, ¿por qué tan restringida su autorización?
La muerte siempre es un asunto, para algunos muy molesto y para todos algo escabroso. Hay quien prefiere que no se hable de esto, que ni siquiera se toque el tema. Pero la muerte es también una realidad muy relacionada con lo sagrado, algo que a todos inspira un respeto profundo, merecedor de consideración y de análisis.
Alrededor de la Fiesta de los Difuntos, concretamente el pasado 27 de octubre, la Congregación para la Doctrina de la Fe -antes, Santo Oficio- hizo pública un escrito, que había sido significadamente suscrito el pasado 15 de agosto, el día de la Asunción, calificada como "Instrucción acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación". Por estar relacionado con la muerte, el escrito adquiere ya cierto morbo y, por su contenido, plantea además algunos interrogantes que merecen ser considerados.
La filosofía existencial miró de frente al final de la vida y formuló la sentencia de que "el hombre es un ser para la muerte". La visión cristiana de la existencia afirma, en contraposición, que "el hombre es un ser para la vida", para la vida resucitada. La Instrucción vaticana que ahora comento destaca muy acertadamente que la muerte está relacionada con la resurrección: el titular del escrito es "Para resucitar con Cristo", Ad resurrectionem cum Christo. La vida humana, en efecto, no tiene sentido para el creyente si no se la considera como el capítulo primero de una historia que no tiene fin, que es para siempre. Esta visión es fundamental para el cristiano, y el escrito eclesial de ahora lo deja muy claro desde el comienzo y sitúa además en su contexto todo lo que sigue.
Y en lo que sigue, es donde surgen los interrogantes. Porque esta Instrucción valora la incineración como una alternativa segunda, claramente pospuesta a la del enterramiento. La inhumación -el nombre técnico del enterramiento del cuerpo completo- es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal (nº 3). Más adelante, lo afirma tajantemente: La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, aduciendo una razón no del todo evidente: porque en ella se demuestra un mayor aprecio de los difuntos (nº 4). Y al comienzo del escrito ya deja claro que éste pretende reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos (nº1).
Es cierto, e importa mucho destacarlo también con rotundidad, que esta Instrucciónacepta sin embargo claramente la alternativa de la incineración, no se opone a su práctica. Pero la aprueba sólo por razones de tipo higiénicas, económicas y sociales, no dejando clara la absolutamente libre elección entre uno y otro procedimiento.
La autorización contenida en esta Instrucción tiene el precedente de la que otorgó la Iglesia en 1963, durante el pontificado de Pablo VI, en una similar Instrucción titulada Piam et Constantem, que ya afirmó -casi con más rotundidad que ahora- que la cremación no es contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural; pero añadiendo a las mismas razones higiénicas o económicas justificadoras una tercera motivación, expresada más explícitamente: o a cualquier otra razón, bien sea del orden público como del privado, frase más abierta que las sociales, indicadas como tercera justificación por la Instrucción actual.
El razonamiento que hay para que la autorización de la incineración esté condicionada y restringida a ciertas razones, el que no sea un permiso abierto y general, trae severas consecuencias para el posible uso que después se pueda hacer de las cenizas. Aunque considera legítimas las razones expuestas para la incineración, añade que, por regla general, las cenizas del difunto deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio -todavía concebido como camposanto- o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente (nº 5). Esta afirmación tan clara excluye -no está permitida, es la expresión usada- otras localizaciones posibles: el propio hogar, que sólo se permite en caso de graves y excepcionales circunstancias, que deben ser reconocidas expresamente por las autoridades eclesiales competentes; la dispersión en el agua, en la tierra o en el aire, las prácticas más comunes, u otras fórmulas más sofisticadas también especificadas. A estas prohibiciones se añade además la poco misericordiosa y tan complicada de llevar a la práctica medida de negar las exequias cristianas, cuando los procedimientos señalados hayan sido previamente dispuestos por el difunto por razones contrarias a la fe cristiana (nos 6-8).
Los interrogantes que estas limitaciones plantean se hubiesen podido solventar si, a las razones higiénicas, económicas y sociales, se hubiesen añadido también unas posibles razones pastorales, lo cual excluiría la absoluta prioridad valorativa del enterramiento de los cuerpos y concedería una práctica libertad entre ambos procedimientos. Esto permitiría, además, encajar mejor los columbarios instalados ya en muchas Iglesias, la opción de sacerdotes y no infrecuentes personas de Iglesia que optan ya por la incineración, e incluso dejaría abierta y sin contraindicaciones el que a un obispo o a un Papa futuros les pueda dar también devoción el que sus cuerpos sean incinerados después de su muerte, por simple preferencia personal o incluso para evitar así cualquier forma de culto posterior. Si la incineración resultase de esta manera tan perfectamente escogible como la fórmula de la inhumación, se purificaría además mucho mejor la concepción del más allá, desconectándolo por completo de la conexión con el cuerpo terrestre y dejando además más abierto el misterio todavía impenetrable de lo que para nosotros supondrá la participación del ya cuerpo incorruptible en la vida para siempre resucitada y junto a Dios.
La sutil jerarquización de los escritos vaticanos sitúa la Instrucción de una Congregación, por debajo de lo que es una Carta o una Exhortación Apostólicas, firmadas ya por el propio Papa, y de una Encíclica, de aún más valor pero todavía por debajo de una Declaración ex catedra, la única para la que la Iglesia demanda una adhesión por fe. La actual Instrucción Para resucitar con Cristo hay que considerarla, pues, con gran respeto y hay que saber encontrar en ella los grandes valores que aporta para considerar la muerte a la luz de la resurrección, aunque con modestia se puedan presentar también los interrogantes que plantean algunos extremos de la misma.
A determinados escritos vaticanos, la historia posterior los ha considerado como cantos del cisne, como alabanzas de costumbres casi del todo periclitadas, como el escrito en defensa del latín que se publico durante la última época del santo Juan XXIII, cuando la lengua latina estaba ya en franca decadencia en la Iglesia; o el reciente escrito vaticano recortando las manifestaciones del saludo de paz en las Eucaristías, siendo éste el rito que el pueblo ha recogido con más entusiasmo de todo lo que pretendió la reforma litúrgica posconciliar. Se podrían poner más ejemplos, porque la historia de la Iglesia avanza muy lentamente, con sucesivos pasos hacia atrás y hacia adelante, pero en una progresión final siempre recta y guiada por el Espíritu.