Un santo para cada día: 30 de septiembre San Jerónimo
Gran erudito, estudioso de los clásicos, anacoreta entregado a las más austeras penitencias, profundo conocedor y traductor de las Sagradas Escrituras, Doctor de la Iglesia y considerado uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia Latina
| Francisca Abad Martín
Gran erudito, estudioso de los clásicos, anacoreta entregado a las más austeras penitencias, profundo conocedor y traductor de las Sagradas Escrituras, Doctor de la Iglesia y considerado uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia Latina.
Eusebio Hierónimo nació en Estridonón (Dalmacia) en la primera mitad del siglo IV. Su padre, Eusebio, gozaba de buena posición, con lo cual pudo enviar a su hijo a Roma para que estudiara con los mejores maestros. Allí aprendió gramática, retórica, filosofía y griego. Esto despertó en él una gran afición por los libros y comenzó a formar su propia biblioteca, unos los compraba y otros los copiaba de su puño y letra.
Hacia el año 366 pidió el bautismo y una vez recibido éste, consideró que debía cambiar completamente de vida, iniciándose en la práctica de penitencias y ayunos. Toma la decisión de viajar y se embarca sin rumbo fijo. Llega a Grecia y después a Capadocia y Cilicia, donde visita varios monasterios. Hacia el 374 llega a Antioquía, donde sufre una grave avitaminosis debido a tantos ayunos, que estuvo a punto de costarle la vida. Ya recuperado, comienza a profundizar en el estudio de las Sagradas Escrituras, perfecciona sus conocimientos de griego y más tarde, en la soledad del desierto, aprende el hebreo con un maestro judío, para poder tener acceso directo a la lengua original de las Sagradas Escrituras.
En el 375 sale de Antioquía y se va al desierto de Calcis, para seguir con sus ayunos y austeridades. Allí sufre grandes tentaciones, pasando un tiempo de fuertes luchas interiores, encontrando solo alivio en el estudio y la penitencia. Tendría poco más de 30 años cuando se dejó ordenar sacerdote por el obispo Paulino de Antioquía, pero a condición de seguir siendo monje, esto es, solitario y no dedicarse al servicio del culto. Al finalizar el 378 reanuda su vida peregrinante. Atraído por la elocuencia de Gregorio de Nacianzo llega a Constantinopla, convirtiéndose en discípulo suyo. Permaneció allí tres años. Vuelve un tiempo a la soledad, pero regresa de nuevo a Roma hacia el 382. Allí el Papa San Dámaso ve en él un instrumento útil a su política eclesiástica y le hace su secretario. El asceta ayuda al Pontífice y éste le otorga su protección. Allí comienza a tratar con un grupo de mujeres, viudas de patricios romanos, para las que se convierte en un amigo, consejero y guía espiritual, aunque exigente, rudo y autoritario. Les impulsa a estudiar la Biblia y a poner sus bienes al servicio de los pobres y enfermos.
Pero una vez fallecido el Papa Dámaso, comienza a despertar envidias y suspicacias, le tildan de indiscreto y exagerado en su espiritualidad y se decide abandonar de nuevo Roma. Otra vez va a Oriente y emprende el camino hacia Jerusalén. Hacia el 386 se establece definitivamente en Belén. Una de las viudas romanas, Santa Paula, le acompaña en su viaje, junto con su hija. Allí, gracias a los bienes aportados por ella, construyen dos monasterios femeninos y otro masculino, en el que se recluye San Jerónimo. Allí termina la traducción al latín de la Biblia, que había comenzado con San Dámaso, la que conocemos como “La Vulgata”, que mereció la aprobación del Concilio de Trento.
Fallece en Belén a los 80 años el 30 de septiembre del año 420. El 20 de septiembre de 1295 es proclamado Doctor de la Iglesia por el Papa Bonifacio VIII.
Reflexión desde el contexto actual:
Jerónimo es uno de esos hombres que han dejado un legado cultural a la humanidad sobre todo por lo que hace referencia a la traducción de los textos bíblicos al latín, conocido como la “Vulgata”, lo que supuso una unificación de las distintas versiones y por lo tanto favoreció el conocimiento de las Sagradas Escrituras. A partir de la Edad Media “La Vulgata” fue ampliamente difundida sirviendo como base de las traducciones cristianas en Europa Occidental, gozando siempre de la oficialidad de la Iglesia Católica, que se ha perpetua hasta el día hoy, si bien a partir del Concilio Vaticano II esta oficialidad ha ido perdiendo fuerza. Sin menoscabo alguno de la importancia histórica de la Vulgata, es obligado decir que su sacralización por parte de la Iglesia pudo obstaculizar en algún momento el que se hicieran otras versiones más perfectas y ajustadas al buen criterio exegético, pero este inconveniente no hay que achacársele a S. Jerónimo
Francisca Abad Martín