Un santo para cada día: 10 de septiembre San Nicolás de Tolentino (Abogado de las almas del purgatorio)
Un día se encontraba muy enfermo del estómago y se le apareció la Virgen con un trozo de pan en la mano. Le dijo que lo mojara en agua y se lo comiera; lo hizo y al instante se curó, por eso es tradición que en el día de su fiesta se bendigan panecillos y se repartan a todos los fieles. Se les conoce como los panecillos de San Nicolás
| Francisca Abad Martín
Generalmente la gente conoce a Nicolas Tolentino como “El santo de los panecillos” debido al curioso suceso acaecido en su vida. Sucedió que un día se encontraba muy enfermo del estómago y se le apareció la Virgen con un trozo de pan en la mano. Le dijo que lo mojara en agua y se lo comiera; lo hizo y al instante se curó, por eso es tradición que en el día de su fiesta se bendigan panecillos y se repartan a todos los fieles. Se les conoce como los panecillos de San Nicolás.
Nace nuestro santo en Italia, en Castel Santángelo, en la región de Ancona. En 1245. Sus padres Amata y Compagnone, eran ya algo mayores y no habían tenido hijos, aunque lo deseaban vivamente. Un día fueron en peregrinación a donde estaba la tumba de San Nicolás de Bari, del que eran muy devotos y le pidieron que intercediera para que pudieran tener descendencia, prometiendo que si era una hija sería monja y si era un varón sería fraile. Al poco la mujer se quedó embarazada y cuando nació el niño le pusieron Nicolás, en honor al santo protector.
Era un niño que pronto dio muestras de piedad; desde muy pequeño pasaba tiempo rezando y era muy caritativo, cuando se encontraba con un pobre lo llevaba a su casa para compartir con él su comida. En una ocasión, el P. Reginaldo, un agustino que tenía fama de santo, predicaba en una ermita cercana; Nicolás fue a oírle y quedó entusiasmado. Desde entonces solo pensó en ingresar en esa orden religiosa.
Antes de los 18 años ingresó en el convento de los P. Agustinos en Tolentino y después de 5 años de preparación humanista y moral, hizo el noviciado y al año siguiente la profesión. Era obediente y trabajador; su vida se desenvolvía entre el estudio, el coro y el trabajo manual, no perdía ni un momento de tiempo. Recibió las órdenes sagradas de manos del obispo de Osimo, hacia el 1269. Como se le daba bien predicar lo mandaron a recorrer varias ciudades. Una noche tuvo una visión: le despertaron las voces lastimeras de las almas del purgatorio, pidiéndole que intercediera por ellas. Quedó tan impresionado que desde entonces no pasó un solo día sin pedir por ellas y no dejó de recomendar a las gentes que hicieran lo mismo. De ahí viene que se le considere su patrón. En el marco de su vida piadosa y de apostolado, la Eucaristía, la predicación y el confesionario, fueron las principales actividades de su actividad sacerdotal.
En el año 1275, a los 30 años de edad, lo envían definitivamente a Tolentino, donde pasó el resto de su vida. Dicen que hizo muchos milagros. Valga como ejemplo el de un niñito muy enfermo que llevaba su padre en los brazos, a quien sanó solo con imponer las manos sobre su cabecita. Él siempre decía que era Dios quien hacía el milagro, que se lo agradecieran a Él. Entre los prodigios que de él se cuentan está el de que, junto con San Agustín, fue uno de los dos santos que acompañaron de noche a santa Rita de Casia hasta el convento de las agustinas.
Falleció a los 60 años el 10 de septiembre de 1305, en Tolentino, en cuya iglesia recibió sepultura. Fue canonizado el 5 de julio de 1445. A los 40 años de su fallecimiento abrieron su sepultura y encontrando el cuerpo incorrupto. Un hombre, a escondidas le cortó un brazo para llevárselo como reliquia, pero fue descubierto porque iba dejando un reguero de sangre y lo apresaron. Esa reliquia del brazo ha sangrado muchas veces y la sangre del brazo derramada está recogida en un relicario.
Reflexión desde el contexto actual:
En la vida de todos los santos, como es el caso de Nicolás de Tolentino, resplandece la caridad con el prójimo. Fue un hombre que pensó más en los demás que en sí mismo y ésta es exactamente la lección que estamos necesitando en unos tiempos de egolatría, donde cada cual va a lo suyo y se piensa poco en los que tenemos a nuestro lado. Es evidente que para poder aspirar a la santidad primeramente hemos de ser profundamente humanos, sin esta condición previa, es difícil mantener vivo por mucho tiempo un noble ideal y mucho menos aspirar a fundamentar una vida espiritual sólida.