Un santo para cada día: 29 de junio San Pedro y San Pablo (Columnas inconmovibles de la Iglesia)
Hoy celebra la Iglesia la festividad de estos dos grandes Santos, dos grandes pilares sobre los que se asienta la Iglesia Católica, dos grandes colosos que rubricaron con su martirio la firmeza de su fe y de las doctrinas que tan sabiamente supieron transmitirnos. Sus vidas son muy distintas, pero ambas confluyen en un mismo punto: Cristo
| Francisca Abad Martín
Hoy celebra la Iglesia la festividad de estos dos grandes Santos, dos grandes pilares sobre los que se asienta la Iglesia Católica, dos grandes colosos que rubricaron con su martirio la firmeza de su fe y de las doctrinas que tan sabiamente supieron transmitirnos. Sus vidas son muy distintas, pero ambas confluyen en un mismo punto: Cristo.
No conocemos el año en que nació Simón, hijo de Jonás (Juan) y hermano de Andrés, solo sabemos que eran pescadores y que vivían en Betsaida, junto al lago de Tiberiades. Parecía una persona destinada a vivir en la oscuridad de una aldea, pero un día se cruza Jesús de Nazaret en su vida y él lo deja todo, familia, casa, oficio y ante el imperativo de Jesús: “¡Ven y sígueme!” no duda ni un instante en convertirse en “pescador de hombres”. Jesús le cambia hasta el nombre de Simón por el de Cefas (piedra), porque sería la piedra angular sobre la que habría de asentarse la Iglesia.
A pesar de lo lacónico y escueto que es el Evangelio, San Pedro es uno de los Apóstoles del que más hechos se cuentan. A través de sus muchas expresiones podemos hacernos una idea de cómo era su personalidad. Era vehemente y espontáneo, a veces un poco infantil, franco y transparente, con un gran corazón y grandes valores morales de lealtad y generosidad. Si tuviéramos que citar todos los pasajes evangélicos en que aparece, necesitaríamos muchas páginas y esto aquí no podemos hacerlo.
La actuación de Pedro, como jefe del grupo apostólico, después de la Ascensión de Jesús, se manifiesta ya el día de Pentecostés cuando, alzando la voz, habla sabiamente a todos los presentes, de Cristo Jesús y del Espíritu Santo. En la organización de la primitiva Iglesia en Jerusalén vemos cómo Pedro es aceptado ya por los demás como Jefe y Cabeza de la naciente Iglesia. No duda en anatematizar a los herejes, en ponerse en camino para resolver los problemas que van surgiendo en las distintas comunidades de Asia Menor, en tratar de poner paz y concordia ante opiniones a veces contradictorias; él es quien preside el Primer Concilio de Jerusalén y es quien propone ocupar el puesto vacante dejado por Judas, con San Matías.
Esta posición y esta influencia son el origen de las persecuciones, encarcelamiento y su salida posterior de Jerusalén. Va a Antioquía y luego a Roma. Su muerte debió de ocurrir hacia el año 64, fecha del gran incendio de Roma, atribuido a Nerón y que él achaca a los cristianos. Como todos sabemos, Pedro es apresado y condenado a morir crucificado, pero como él no se consideraba digno de morir como el Maestro, pide que inviertan la posición de la cruz y muere cabeza abajo. No pudo ser posterior al año 68 en que muere Nerón.
Sobre San Pablo también habría mucho que contar, pero lo mismo que sucede con San Pedro, es muy difícil resumirlo en unas pocas líneas. Se cree que nació en la ciudad de Tarso, hacia el año 18 de nuestra era. Era judío, de la tribu de Benjamín, súbdito y por tanto ciudadano del Imperio Romano. Su padre era comerciante de tejidos y él aprende el oficio de tejedor de lonas para fabricar tiendas.
Junto a los rabinos de Tarso había estudiado la Torá (la Ley judía) pero él anhelaba un conocimiento más profundo, por eso decide embarcarse rumbo a Jerusalén, para oír al famoso Rabino Gamaliel, miembro destacado del Sanedrín. Un día, estando en la sinagoga, oye que un diácono llamado Esteban es condenado a morir lapidado, por hablar de un Mesías llamado Jesús, muerto en una cruz. Saulo anima a los verdugos y custodia sus vestiduras.
Sigue buscando la Verdad, hasta que un día, camino de Damasco, su vida cambia radicalmente y de perseguidor de cristianos se convierte en su acérrimo defensor. Al principio, como es lógico, los cristianos se muestran recelosos con él, pero se convencen cuando le oyen predicar en Jerusalén, defendiendo la causa de Jesús. Conoce a Bernabé y con él hace varios viajes apostólicos, como nos narran los Hechos de los Apóstoles. Se dice también que pudo haber llegado a España y desembarcar en las costas de Tarraco (la actual Tarragona).
El temperamento de Pablo es distinto al de Pedro, sin embargo, existió entre ellos unidad en una misma fe y un mismo amor a Cristo. En el año 67 lo vemos en Roma cargado de cadenas. Su cabeza rodó al filo de la espada en la Vía Ostiense. A él no le podían crucificar por tratarse de un súbdito del Imperio. Así acabó sus días el segundo pilar sobre el que se asienta la Iglesia.
Reflexión desde el contexto actual:
Pedro representa la promesa hecha por el mismo Jesucristo de que será fundamento de una construcción solida edificada sobre una roca que resistirá todas las tormentas y todo el oleaje furioso que se desate sobre ella. Pablo representará al apóstol de la palabra llamado a trasmitir los fundamentos de la doctrina cristiana sobre los que se ha de asentar esa fe en Jesús que nos salva. Columnas inquebrantables de la Iglesia peregrina que en medio de un mar borrascoso camina con paso firme. Cuando la gente pregunta ¿por qué la Iglesia Católica es la única institución que durante 20 siglos permanece aún en pie? La respuesta es, porque está fundamentado sobre rocas sólidas, con la promesa eterna de que “Las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella”.