Un santo para cada día: 29 de abril Santa Catalina de Siena: ¡Basta de silencios!
Rezando y trabajando eficazmente para acabar con el cisma le sobrevino un ataque de apoplejía, que acabaría con ella un 29 de abril de 1380 a la temprana edad de treinta y tres años
Nació Catalina un 25 de marzo de 1347 en la ladera de la colina donde se asienta la ciudad de Siena, en una casa espaciosa en el seno de una familia que se dedicaba a la tintorería, negocio que daba para poder vivir desahogadamente y donde nunca faltaba la comida, aún a pesar de que se trataba de una familia numerosa de las de verdad , pues se juntaban más de 20 hermanos, por lo que más que una familia parecía una residencia, presidida por Giacomo Benincasa y Lapa di Puccio, los padres de Catalina, piadosos ambos que parecían hechos el uno para el otro. Ni que decir tiene que en ese ambiente tan familiar la infancia de Catalina resultó ser apacible y hasta placentera; por su carácter risueño y jovial sus hermanos la llamaban Eufrosina.
Después un corto periodo de devaneos, en que Catalina tuvo ocasión de asomarse a la vida mundana, pero pronto se dio cuenta que eso no era para ella, por lo que se dedicó a cultivar la vida del espíritu, sometiendo su cuerpo a un ascética rigurosa y asistiendo caritativamente a los pobres, los enfermos y los presos. A los 18 años, cuando ya había madurado espiritualmente, ingresó en la Orden Tercera de los Dominicos. A partir de entonces pudo disponer de un cuarto privado, que ella se encargaría de convertir en una capillita de oración y mortificación. Durante tres años viviría allí en soledad, ejercitándose en la auto-negación, en hilo directo con Cristo su esposo y con su bendita Madre. Y soporta seductoras tentaciones y pruebas espirituales.
Su intensa vida espiritual y mística no la impidieron jugar un papel importante en la vida política y eclesial en tiempos especialmente turbulentos. Ya a los veinticinco años de edad comienza su vida pública fecundísima, como conciliadora pacífica pero enérgica cuando la ocasión lo requería, actuando siempre prudente e inteligentemente; escribe cartas, interviene en los consejos, influye en las decisiones de los hombres poderosos.
En junio de 1376 la vemos en Aviñón como embajadora para mediar en el conflicto entre la República de Florencia, y los Estados Pontificios. El Papa Gregorio XI le pidió encarecidamente: "No quiero otra cosa sino paz. Pongo este asunto enteramente en tus manos". Y ella supo cumplir admirablemente el en cargo logrando su reconciliación complicada y plagada de dificultades. Después de esta brillante actuación se retiró a vivir en soledad una intensa vida de oración, que pronto tuvo que abandonar porque el Cisma de Occidente reclamaba su presencia, interviniendo de forma decisiva. Exhorta al papa Gregorio XI, le anima, le aconseja, para que deje Aviñón. “¡Animo, virilmente, Padre! Que yo le digo que no hay que temblar” y gracias a ella, el papa retorna a Roma. Si tiene que hablar duramente, lo hace pero siempre desde el cariño más sincero, porque el papa para ella no dejaría de ser nunca “el dulce Cristo en la tierra”. Al morir Gregorio XI en 1378, ocurre el gran cisma de Occidente, quedando la cristiandad dividida en dos mitades. Una vez nombrado el nuevo papa con el nombre de Urbano VI varios cardenales consideraron nulo tal nombramiento, por lo que eligieron a Clemente VII con sede en Aviñón y es aquí donde vuelve a entrar en escena esta gran mujer; toma partido a favor de Urbano VI, escribe a unos, a otros aconseja y hasta con la fuerza que da el espíritu exige que se acabe con esta escisión por el bien de la Iglesia; hasta Clemente VII llegan sus interpelaciones. Rezando y trabajando eficazmente para acabar con el cisma le sobrevino un ataque de apoplejía, que acabaría con ella un 29 de abril de 1380 a la temprana edad de treinta y tres años.
Reflexión desde el contexto actual
El mensaje de Catalina de Siena a la Iglesia de hoy no puede ser más explícito. Las mujeres están llamadas a cumplir una misión trascendental en la Comunidad Cristiana, por lo que deben ser escuchadas y se las debe abrir las puertas para que ejerzan la misión ministerial que por derecho propio y por voluntad de Jesucristo les corresponde. Entre las muchas perlas que esta gran doctora de Iglesia nos ha dejado yo me quedo con ésta que nos interpela de modo especial a los cristianos de hoy: ¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado, el mundo está podrido!