Un santo para cada día: 10 de octubre Sto. Tomás de Villanueva. ( Gran predicador y limosnero . Patrono de Ciudad Real)
Los humanos, al igual que tenemos una fisonomía que nos distingue de los demás, también disponemos de unos rasgos característicos, que son los que nos definen como personas y que llamamos “el ethos”, que viene a ser ese talante moral, que condiciona nuestra forma de ser y de comportarnos. Si tratamos de ver cuál es ese rasgo característico que mejor define a Tomás de Villanueva nos encontramos con que no es otro que la generosidad, esa virtud se muestra como su ADN ya desde muy pequeño. Por algo la sabiduría popular le aplicó el sobrenombre del “Santo limosnero”.
Por suerte para él y para todos aquellos que le rodeaban, en su casa sobraba de todo. Había nacido en un hogar bien abastecido. Su padre se llamaba Tomás y su madre Lucía, descendientes de hidalgos y ambos eran “tan manos rotas” como su hijo o más. Aunque vinculado a la localidad de Villanueva de los Infantes, que es donde él se crió, su alumbramiento tuvo lugar en Fuenllana, en 1486, que era el pueblo donde vivían sus abuelos maternos y por razones de seguridad fue allí donde tuvo que trasladarse su madre para dar a luz. En Villanueva de los Infantes es donde tenían sus padres un próspero negocio, lo que le permitía saciar sus ansias de ayudar a los demás, llegando al extremo de desprenderse a veces de lo que llevaba puesto. Además de generoso el pequeño Tomás era piadoso, gustaba frecuentar la iglesia del pueblo y allí escuchaba las prédicas de su párroco, que él trataba de imitar cuando salía a la calle a jugar con sus amigos, la predicación precisamente iba a ser otro de los rasgos que marcaría la personalidad de Tomás cuando fuera mayor.
Trascurrida su infancia, cuando tenía 16 años se trasladó a Alcalá y una vez cursados los estudios de bachiller en Artes, ingresa en el Colegio de S. Ildefonso, centro universitario para hacer filosofía y teología. Concluido el periodo estudiantil, fue llamado para regentar en esta misma universidad la cátedra de filosofía, cargo en el que se mantuvo durante tres años, dejando un buen recuerdo a sus alumnos, entre los que se contaban Gómez de Castro, Domingo Soto y Hernando de Encinas. La sólida preparación teológico-filosófica obtenida durante este tiempo le iba a ser muy necesaria para moverse en un mundo, convulsionado por la reforma luterana, que acababa de nacer.
La Universidad de Salamanca le reclama un día como profesor y allí habrá de ir en el 1516, pero no para impartir sus lecciones magistrales, sino para vestir el hábito de agustino. En el trascurso de dos años va a hacer su profesión religiosa y va a ser ordenado sacerdote. Pasados 5 meses de esto, es nombrado prior en Salamanca, luego en Burgos y Valladolid, a los que siguieron otros cargos de mayor responsabilidad, como provincial o visitador; en todos ellos supo armonizar los tres grandes ideales del espíritu agustiniano: interioridad, estudio y apostolado; aún con todo, donde más se hizo notar fue en su faceta como predicador, instruido, inteligente, piadoso, generoso, dotado con el don de la palabra. Todas estas cualidades hicieron de él un orador de altos vuelos. Es, dice Muñatones, como si “hubiera enviado nuestro Señor a predicar algún ángel del cielo”. Sus predicaciones estaban llenas de espíritu y de doctrina que “quebrantaba y rendía los corazones”. Carlos V, admirador suyo, decía de él “Es verdadero siervo mandado de Dios” y según Sainz Rodríguez, “fue, con Fray Luis de Granada, el mayor predicador de la España de su tiempo”.
En el tramo final de su vida Dios le tenía reservado una misión delicada, cual fue la de ser obispo de Valencia, sede a la que accedió por petición del Emperador Carlos I, tomando posesión en la misma en 1545 y en la que permanecería 11 años hasta su muerte. La diócesis con la que se encontró, atravesaba una crisis profunda a causa de la dejadez y abandono de sus anteriores pastores, con un clero bastante ignorante y poco ejemplar, sin que faltaran las tensiones sociales, pues una amplia población era morisca. Se dedicó también con empeño a poner en práctica las directrices emanadas del concilio de Trento, tratando de elevar el nivel cultural y corregir la depravación de las costumbres, luchando a brazo partido contra todos los que se oponían a perder sus privilegios.
En este tiempo que ejerció como obispo iba a dejar bien de manifiesto el rasgo de generosidad cristiana para con los demás, que le caracterizó toda su vida desde su más tierna infancia. Los pobres y los necesitados ocuparon el centro de sus preocupaciones pastorales. Nada más tomar posesión le fue adjudicada por el cabildo la cantidad de 4000 ducados para mejorar su ajuar y lo que hizo con esta cantidad fue destinarla a la mejora del Hospital General. Al palacio acudían los menesterosos y necesitados en tropel y él los atendía como si fuera su administrador, en él encontraban remedio las viudas, las muchachas casaderas, las familias pobres, los niños expósitos. La mitad de las rentas del episcopado iba destinada a cubrir estas necesidades y otras. En vísperas de morir repartió los últimos 500 pesos que quedaban en las arcas. Tras una breve enfermedad el santo “limosnero” iba a acabar su vida el 8 de septiembre de 1555 recitando el versículo “En tus manos Señor encomiendo mi espíritu”
Reflexión desde el contexto actual:
Los cristianos no acabamos de aprender la lección y al igual que el resto de las gentes, solo tenemos ojos para las cosas materiales, ante las que nos rendimos. Estamos preocupados por acumular tesoros perecederos, cuantos más mejor, hasta tener repletas nuestras arcas, olvidándonos de repartir con los que nada tienen. Hoy Tomás de Villanueva se nos presenta como fiel cumplidor de aquel consejo evangélico que dice “No acumuléis tesoros en la tierra donde la polilla y la herrumbre les corroe y los ladrones se los llevan”. Su ejemplo de vida hizo que varios autores escribieran sobre él como lo hiciera Quevedo en su obra titulada: “Epítome a la Historia de la Vida Ejemplar y Gloriosa Muerte del Bienaventurado fray Tomás de Villanueva”.