Las incógnitas abiertas de la muerte del Papa de la sonrisa Muerte súbita y santo súbito: Lo que Wojtyla tapó
"Siguieron en sus puestos el primer encubridor, Jean Villot, Secretario de Estado, y el presunto autor intelectual del asesinato, Paul Marcinkus, jefe del Banco Vaticano"
Andrea Tornielli, ahora director editorial del Vaticano, en un artículo titulado Luciani, una fiala e torna il mistero (Luciani, un frasco y vuelve el misterio), comentó que el diagnóstico del doctor Renato Buzzonetti fue “muy contestado, dado que Buzzonetti no había visitado nunca a Juan Pablo I y no fue hecha nunca la autopsia”
El periodista Andrea Tornielli, entonces colaborador del diario italiano La Stampa, lanzó las campanas al vuelo: “Fine del giallo: un malore sottovalutato portò allá morte papa Luciani”, un malestar infravalorado llevó a la muerte al papa Luciani
El periodista Andrea Tornielli, entonces colaborador del diario italiano La Stampa, lanzó las campanas al vuelo: “Fine del giallo: un malore sottovalutato portò allá morte papa Luciani”, un malestar infravalorado llevó a la muerte al papa Luciani
| Jesús López Sáez, sacerdote
Ya lo dice el refrán: “Este santo no es de mi devoción”. Y también: “Ni son todos los que están, ni están todos los que son”. Pues bien, con el paso del tiempo, se ha ido descubriendo lo que tapó el papa Wojtyla en relación con la pederastia, “el escándalo de los pequeños” que denuncia tan duramente el Evangelio. Ahí está el infame caso Maciel, a quien en 1994 Juan Pablo II presentó como “guía eficaz de la juventud”. En la foto aparece bendiciéndole en el 60 aniversario de su ordenación sacerdotal (30-11-2004). En un caso así Jesús maldice con las palabras más duras que salieron de su boca: “Más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar”.
Ciertamente, hay otros asuntos, abordados en mi libro El día de la cuenta. Juan Pablo II a examen (2002), pero aquí nos centramos en el que está considerado uno de los misterios del siglo XX: la muerte súbita de su predecesor, que el papa polaco también tapó. Según el comunicado oficial, Juan Pablo I murió “por muerte imprevista referible a infarto agudo de miocardio”, lo cual no es precisamente dogma de fe. Tanto en este caso, como en el anterior, Wojtyla aparece como supremo encubridor, lo que supone una objeción radical a su coreada santidad. “¡Santo súbito!”, se dijo. Demasiado “súbito”.
Busquen al irlandés
El irlandés John Magee fue secretario de tres papas: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Como sabemos, el secretario irlandés se las ingenió para poner un nuevo mayordomo, destituyendo a los hermanos Gusso, y se inventó el “dolor en el pecho” de Juan Pablo I la última tarde. Tras la extraña muerte del Papa, Paolo Gusso le denunció públicamente a Magee en el Instituto María Bambina, diciendo: “¡He ahí el asesino!”. En ese contexto frenético, se produce la escapada del secretario.
El propio Magee lo comenta al periodista inglés John Cornwell: “No tenía el apoyo de Caprio, en absoluto”. A Giuseppe Caprio, Sustituto de la Secretaría de Estado, “no le importaba nada de lo que yo dijera. Sólo quería que me largara de Roma”, “parecía que no tenía un solo amigo o aliado en todo el Vaticano”.
Marcinkus, presidente del IOR, el Instituto para Obras de Religión, el Banco Vaticano, “era el único con un corazón humano”:
“A los veinte minutos él había conseguido un billete de avión. Mandó a alguien a recoger mis cosas. Llamó un coche y ya estaba camino del aeropuerto. Nadie lo sabía, y cogí un vuelo a Londres, y de Londres a Manchester”, “mi hermana me metió en la cama y me dejó fuera de combate con unas pastillas”, “a la mañana siguiente trajo los periódicos, en el Liverpool Echo se aseguraba que me había escapado de Italia el día anterior, y que todos los puertos estaban en señal de alerta por mí. Incluso afirmaban que la Interpol me buscaba. Me quedé allí escondido diez días, todo fue muy traumático, hasta que empezó el siguiente Cónclave”.
El nuevo papa, Juan Pablo II, dijo al arzobispo Caprio, Sustituto de la Secretaría de Estado: “Quiero ver al irlandés. Busquen al irlandés”. Y Magee volvió al Vaticano. Le dijo Wojtyla: “Bienvenido a casa, ahora quédese conmigo” (Cornwell, 198-200). Asunto terminado. Ni la Interpol ni nada: el Vaticano es un Estado soberano. Pero también, como dijo Jesús del templo de su tiempo, una “cueva de bandidos”.
Siguieron en sus puestos el primer encubridor, Jean Villot, Secretario de Estado, y el presunto autor intelectual del asesinato, Paul Marcinkus, jefe del Banco Vaticano. Al parecer, el presunto autor material fue el “primo de Marcinkus”, el mafioso Anthony Raimondi. En 1987 el secretario John Magee fue nombrado obispo de Cloyne (Irlanda). En marzo de 2009 dimitió como obispo, acusado de encubrir abusos: no aplicó sanciones canónicas a los supuestos curas pederastas y se limitó a trasladarlos a otros lugares (El País, 9-3-2009).
Camilo Bassotto (en la foto), periodista veneciano y amigo personal de Juan Pablo I, recoge así el testimonio de sor Vincenza en su libro Il mio cuore è ancora a Venezia (1990), Venecia en el corazón: “Juan Pablo I estaba acomodado sobre el fondo del lecho, apoyado en los almohadones, la cabeza levemente inclinada hacia adelante, los ojos cerrados, los labios ligeramente abiertos, los brazos abandonados sobre los flancos. Una leve, levísima sonrisa se había detenido en su rostro. En la mano derecha tenía unos folios. En el rostro tenía puestas las gafas. Todo estaba en orden en la cama y en la estancia. Sobre la mesilla estaba el reloj de pulsera y la foto de papá y de mamá, nada más. Sor Vincenza se acercó, el pulso había desaparecido, le pasó una mano por la frente y notó una ligera tibieza como si la vida hubiera desaparecido hace poco” (Bassotto, 209).
Camilo me dijo confidencialmente: “Hablé en dos ocasiones con sor Vincenza. La primera, con la provincial delante. La segunda, a solas. En esta ocasión, sor Vincenza se echó a llorar desconsoladamente. Yo no sabía qué hacer. Sor Vincenza me dijo que la Secretaría de Estado le había intimidado a no decir nada, pero que el mundo debía conocer la verdad”.
El investigador inglés David Yallop, en su libro In God’s Name (1984), En nombre de Dios, recoge también el testimonio de sor Vincenza, que encuentra el cadáver a las cinco menos cuarto de la mañana”: “Vio a Albino Luciani, sentado en la cama. Llevaba puesta las gafas y sus manos sujetaban unas hojas de papel. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha y entre sus labios separados asomaban sus dientes”, “junto a la cama del Papa, en la mesilla de noche, estaba el frasco con el medicamento que Luciano tomaba contra la tensión baja. Villot se lo embolsó en la sotana y arrancó de las manos yertas de Luciani los apuntes sobre los desplazamientos y las designaciones que el Papa había comunicado la víspera. También los papeles se los guardó Villot”, “Villot impuso un voto de silencio en cuanto al hallazgo de la hermana Vincenza” (Yallop, 313-315).
El periodista italiano Andrea Tornielli, ahora director editorial del Vaticano, en un artículo titulado Luciani, una fiala e torna il mistero (Luciani, un frasco y vuelve el misterio), comentó que el diagnóstico del doctor Renato Buzzonetti fue “muy contestado, dado que Buzzonetti no había visitado nunca a Juan Pablo I y no fue hecha nunca la autopsia” y que cierto desconcierto serpenteó en las primeras reuniones de cardenales:
“Algunos cardenales plantearon preguntas sobre las causas de un deceso tan rápido que impidió al Papa dar la alarma pulsando uno de los dos timbres puestos junto al lecho”, contó algún día después el arzobispo de Génova, Giuseppe Siri. Y añadió: “Otros expresaron reservas sobre la hipótesis certificada por el médico, el cual no conocía la cartilla clínica de Luciani. Para poner fin a las dudas, el cardenal decano sugirió a la asamblea que convalidase el diagnóstico del médico publicando una declaración colegial”, a lo cual “la mayoría de los cardenales se opuso” (Il Gazzettino, 29-9-1994).
Sobre la salud del Papa, dijo el periodista italiano, se han dicho y escrito “muchas inexactitudes”: “En septiembre de 1993, rompiendo un silencio que había durado 15 años, el médico personal de Albino Luciani, el doctor Antonio Da Ros, reveló a una revista mensual católica que había visitado personalmente al Papa durante aquel mes y que incluso había hablado por teléfono con él la tarde del 28 de septiembre pocas horas antes de su muerte. Todo era normal”. El propio Tornielli entrevistó al doctor Da Ros en la revista 30 Giorni, de Comunión y Liberación.
No tenemos respuesta
En octubre de 1985, publiqué un pliego sobre la muerte de Juan Pablo I en la revista Vida Nueva. Lo envié a tres destinatarios especiales: Mario Senigaglia, que había sido secretario del patriarca Luciani, y dos cardenales. Uno de ellos Pironio, que vivía en Roma. El otro era el cardenal Hume, de Londres, el que definió a Juan Pablo I como “el candidato de Dios”. No hace falta decir que, por diversos motivos, seguí con viva atención las incidencias del tema. Pues bien, en septiembre de 1988, la revista 30 Giorni, del movimiento Comunión y Liberación, anunciaba la aparición del libro de John Cornwell, A Thief in the Night (1989), Como un ladrón en la noche.
En diciembre de 1987 un periodista inglés llamaba a las puertas del Vaticano para presentar una petición que podría considerarse descarada: escribir un libro sobre la muerte de Juan Pablo I. Sin embargo, el periodista lo había previsto todo: “Había llegado a Roma con una carta de presentación del cardenal inglés Basil Hume”. El arzobispo John Foley, presidente de la Comisión de Medios de Comunicación Social, le dijo:
“Estoy seguro, si un periodista serio intentase escribir la verdad sobre esa noche… yo podría abrirle las puertas del Vaticano”, “en todo el mundo millones de católicos van a los curas de su parroquia y dicen: Padre, ¿es verdad que el papa fue asesinado en el Vaticano? Y no tenemos ninguna respuesta”. Foley le dio la bendición. Incluso contó con el apoyo de Juan Pablo II, que le dijo, espaciando cada palabra: “Me han hablado de esta iniciativa suya. Quiero que sepa que tiene mi apoyo y mi bendición en este trabajo suyo”.
Sin duda, lo más interesante del libro es la serie de entrevistas que el autor realiza. Con ello, diversas personalidades (principalmente vaticanas) tienen la oportunidad de expresarse al respecto, después de largos años de silencio. Por ejemplo, Joaquín Navarro Valls, periodista y doctor en medicina, dice no estar de acuerdo con el diagnóstico que dieron en su día los médicos vaticanos: “Mire usted, la muerte fue instantánea y sin dolor. Tal forma de muerte no encaja con la teoría del infarto de miocardio”, “hay documentos que atestiguan que Luciani sufrió una embolia en el ojo en 1975. También sabemos que tenía los tobillos extraordinariamente hinchados”, “lo que es más que probable es que sufriera una embolia pulmonar la noche en cuestión, y como resultado la muerte fue instantánea”.
Sin embargo, el Dr. Francis Roe, que fue jefe de cirugía vascular en el Hospital London de Connecticut, afirma que hay algo verdaderamente sospechoso en la forma en que fue hallado el cadáver de Juan Pablo I: ”Los cadáveres no están recostados, con una sonrisa y leyendo. Se sabe de gente que ha muerto mientras dormía, pero nunca he visto ni sabido de nadie que muriese de esta forma en el transcurso de una actividad como la lectura”, “he visto muchas muertes de esta clase, pero nunca he conocido a nadie que muriese sin inmutarse ante lo que le estaba pasando. En mi experiencia, la vida no se para así, de pronto”.
El Dr. Francis Roe corrige al portavoz vaticano: “Dicho sea de paso, su Navarro Valls habla de un émbolo en el ojo que ocasiona una posible embolia pulmonar. Muchos médicos cometen un error tan común como relacionar émbolos de esta manera, pero se producen a causa de dos razones muy diferentes, que no tienen nada que ver. El del ojo proviene de la arteria carótida en la parte del cuello. La embolia pulmonar es el resultado de coagulación venosa en la parte inferior del cuerpo”.
Respirando profundamente, como si estuviera considerando alguna confidencia más íntima, John Magee le dijo a Cornwell: “Una mañana el Santo Padre de dijo: John, ¿me podría hacer un favor? Quiero que usted diga misa y quiero que me deje ser su monaguillo”, “me sentí desconcertado. Más tarde me dijo: Gracias. Lo volverá a hacer otra vez para mí. Ya le diré cuándo. Lo hice tres veces”. Magee estaba sobrecogido de emoción: “Estuvo sentado durante un rato tragando saliva, conteniéndose las lágrimas”. Nos preguntamos: ¿Temía Luciani ser envenenado con el vino de misa?, ¿se fiaba realmente de Magee?
Lina Petri, sobrina del Papa y colaboradora del portavoz vaticano, pudo velar su cuerpo unos veinte minutos: “La habitación estaba completamente vacía a no ser un crucifijo y una fotografía de mis abuelos”, “sus manos estaban unidas, pero estaban deformadas y rígidas”, “llevaba las vestiduras con las que vemos al Papa cada día, la túnica blanca, y las mangas estaban rasgadas. ¿Por qué tenían que estar rasgadas así?, me preguntaba”, “por qué, si había muerto en la cama, no llevaba puesto el pijama. Estaba convencida en lo más profundo de mi mente de que había muerto trabajando en su escritorio”.
El periodista inglés John Cornwell se inventa que el papa murió en el suelo de la habitación o del baño: “Reflexionando sobre la creencia de la doctora Lina Petri de que el Papa no había muerto en la cama, volví a llamar a Don Diego a quemarropa, sin dejar lugar a dudas sobre si de verdad se había encontrado al Papa en el suelo de su habitación o del baño y sólo más tarde se le había trasladado a la cama. Increíblemente rechazó la idea, y señaló repetidas veces: ¡Una sola persona no puede levantar un cadáver!”.
Como don Diego, Magee rechazó la hipótesis: “No, claro que no le encontramos en el suelo. Le encontramos, por la mañana, muerto en la cama”. Pero Cornwell mantiene su hipótesis, privada de fundamento alguno.
Lo peor del libro es el final. El autor parece ignorar la biografía de Juan Pablo I y, con todo el respaldo vaticano, no ha conseguido una información médica elemental sobre el papa Luciani y, sin embargo, se permite afirmar: “Es obvio que estaba enfermo de gravedad”. Llama la atención. Con todo el apoyo del papa Wojtyla, Cornwell no consiguió hablar con el doctor Da Ros. Tampoco Lina Petri, que dice: “Se niega a hablar conmigo. Fue muy maleducado”.
Pero Cornwell va más allá. Y entonces supone que Juan Pablo I se habría dejado morir abandonando la medicación por no considerarse capacitado para ser papa: “Juan Pablo estaba convencido de que el cónclave había cometido un error. Él no había sido el elegido del Espíritu Santo. Era un usurpador, un papa mediocre, condenado” (Cornwell, 3-4, 186-187, 240 y 251-264).
Giovanni Rama, el especialista que prescribió a Luciani el Efortil, el Cortiplex y otros medicamentos para paliar los efectos de la tensión baja, afirma que "Luciani era un hombre muy consciente, muy escrupuloso” con las medicinas. Además, “era muy sensible con los fármacos. Sólo precisaba pequeñas dosis. De hecho, la dosis de Efortil que tomaba era la mínima. Normalmente, la dosis consiste en 60 gotas al día, pero a Luciani le bastaba con 20 o 30 gotas. Los dos éramos muy prudentes con la prescripción y administración de medicamentos". Lo recoge el investigador inglés David Yallop El Dr. Buzzonetti aporta un dato del Dr. Da Ros, según el cual Luciani tendría asignado “el uso (¿cuotidiano?) de Gratusminal, un preparado oral a base de suaves sedativos y de pequeñas dosis de estrofanto (que es un cardiocinético)”.
Con fecha 18 de julio de 1990 me escribe Camilo Bassotto: “Sería un gran bien para toda la Iglesia dar finalmente una clara, abierta y documentada declaración que pueda quitar toda sospecha y dé paz a todos aquellos que amaron y aman a Albino Luciani. En el fondo tu libro (Se pedirá cuenta) pide las respuestas que nunca han sido dadas. Sin embargo, se ha permitido oficialmente esa vergonzosa e irresponsable distorsión de hechos y palabras sobre la muerte que ha resultado de la investigación dirigida en el Vaticano por el periodista inglés John Cornwell”.
Propaganda curial
En noviembre de 2017, la periodista Stefania Falasca, vice-postuladora del proceso de beatificación de Juan Pablo I, publicó el libro Papa Luciani. Crónica de una muerte, prologado por el cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado. Como era de esperar, la autora asume la versión oficial que se dio sobre la causa de la muerte de Juan Pablo I: “infarto agudo de miocardio”. El libro de Falasca coincide básicamente con los dos últimos capítulos de la biografía oficial del proceso de beatificación. En su momento publiqué un artículo titulado La crónica de Falasca. Apología curial (www.comayala.es).
El periodista Andrea Tornielli, entonces colaborador del diario italiano La Stampa, lanzó las campanas al vuelo: “Fine del giallo: un malore sottovalutato portò allá morte papa Luciani”, un malestar infravalorado llevó a la muerte al papa Luciani: “Por la primera vez gracias a una documentada investigación, convincente como una investigación policíaca y precisa como un estudio histórico, se hace definitivamente claridad sobre las circunstancias de la muerte de Juan Pablo I, que en 1978 reinó solamente 33 días; poco antes de cenar por última vez el Papa tuvo un dolor infravalorado por todos” (6-11-2017). El corresponsal de Vida Nueva, Luis Ruspoli, dice lo mismo. Propaganda curial: “La muerte de Juan Pablo I ya no es un misterio”, “en el día de su fallecimiento había sufrido un dolor en el pecho del que no quiso hablar a su médico” (6-11-2017).
Tanto la biografía oficial como Falasca reconocen que los dos secretarios “presentan algunas divergencias” sobre el supuesto dolor en el pecho. Según John Magee, el Papa lo habría tenido “en la primera parte de la tarde”. Según Lorenzi, fue “hacia las 20.00”. De ello habló por primera vez “el 2 de octubre de 1987”. Las versiones dadas por los secretarios “no parecen verdaderas, de nuevo divergen”. La biografía reconoce “la escasa fiabilidad de ambos secretarios en la transmisión objetiva de los hechos que precedieron a la muerte del papa”. El relato de los secretarios, no ajeno a contradicciones en el curso de los años, tiene “el sabor del apólogo, verosímilmente también dictado por haberse sentido acusados por los hechos sucedidos después”.
Además, sor Margherita Marín, compañera de sor Vincenza, desmiente las versiones de los secretarios: “declara con seguridad que Juan Pablo I no acusó ningún dolor y afirma no haber visto algún movimiento particular ni de sor Vincenza ni de los secretarios que me hiciera sospechar algo”
En cuanto a las manifestaciones de los dos secretarios, también la sobrina Lina Petri expresó sus reservas, recordando cómo en la mañana, tras el descubrimiento de la muerte del Papa, sor Vincenza no le hizo la más mínima alusión a un episodio de malestar, subrayando más bien “que el tío estaba mejor en Roma que en Venecia”.
A pesar de todo, la biografía oficial, siguiendo a Falasca, mantiene el supuesto dolor en el pecho. Lo hace con esta observación retorcida y condicional: “Es necesario observar que, si este síntoma, infravalorado de momento, fue acusado por el Papa en las horas de la tarde, fue tal de ser notado solamente por los secretarios y no por las religiosas, que, de hecho, no mencionaron en la citada conversación telefónica con el doctor Da Ros y en los sucesivos encuentros con los familiares” (Biografía, 803-810; Falasca, 81-92). Obviamente, a la gente no le llega esto, le llega lo que dice la propaganda curial.
Sin embargo, el propio Da Ros habló por teléfono con Luciani aquella tarde: “El Papa estaba bien”, “yo no le prescribí absolutamente nada”, “todo era normal”, “nadie me llamó a mí”. Camilo Bassotto me comentó confidencialmente sobre el supuesto dolor en el pecho: “Es un invento; un inexplicable, inconcebible invento”. Según puede verse, ha habido de todo. Vano empeño. Como bien se ha dicho, “la dificultad no está en la ejecución del delito, sino en el ocultamiento de las huellas”. Jesús de Nazaret lo dijo claramente de otro modo: “Nada hay oculto que no llegue a descubrirse”.
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