Muchos de los peregrinos rompen a llorar, muchos otros se arrodillan, se reúnen en oración con la corona del Rosario en sus manos que habían llevado consigo para que el Papa los bendijera. Hay quien recuerda que preciosamente ese día, un 13 de mayo de 64 años antes, la Virgen se había aparecido a los pastorcillos de Fátima.
El Papa del Totus tuus, ¡María! es así encomendado por el Pueblo de Dios a la Virgen. Fue precisamente gracias a la intervención de la Virgen, confesaría más tarde, a la que Wojtyla atribuyó su supervivencia. Si una mano quiso matarlo, otra más poderosa desvió la bala, salvándole la vida.
Pronto, en aquella tarde del 13 de mayo, desde el perímetro vaticano la oración se extendió en rápidos círculos concéntricos hasta abrazar el mundo entero, porque precisamente éste – rezar – será el movimiento espontáneo de millones de personas en cuanto supieron que el Papa se debatía entre la vida y la muerte.
También rezaba en aquellas horas el padre Jorge Mario Bergoglio, que en aquella época era Rector del Colegio Máximo de San José en San Miguel, en la provincia de Buenos Aires, también él conmocionado por lo ocurrido. Y el Papa Francisco nos comparte hoy un recuerdo de aquel 13 de mayo: se encontraba en la Nunciatura Apostólica en Argentina, antes del almuerzo, con el Nuncio Ubaldo Calabresi y el padre venezolano Ugalde. Fue el entonces Secretario de la Nunciatura, Monseñor Claudio Maria Celli, quien le comunicó la terrible noticia.
Por lo tanto, la oración de los fieles se vuelve incesante y no se detiene hasta que Juan Pablo II esté fuera de peligro. De alguna manera, se puede decir, que lo acompañará y custodiará hasta el final de su vida terrenal, especialmente en los momentos de sufrimiento, de enfermedad, que constelarán su existencia hasta los últimos días vividos en otra primavera, la del 2005.
Es significativo lo que, incluso con la emoción del momento, es capaz de decir con lucidez el reportero de Radio Vaticano, Benedetto Nardacci, llamado a comentar la tradicional cita de los miércoles y ahora obligado a afrontar una situación que nunca habría querido relatar. “Por primera vez – afirma Nardacci en directo – se habla de terrorismo también en el Vaticano. Se habla de terrorismo en una ciudad desde la que siempre se han enviado mensajes de amor, mensajes de concordia, mensajes de pacificación”.
De hecho, el desencadenamiento del odio provocado por aquel acto criminal es impresionante, apocalíptico en algunos aspectos. Pero aún más fuerte será el poder del amor, de la misericordia, que orientará de manera luminosa, y al mismo tiempo “misteriosa”, todo el curso posterior de la vida terrenal y del Pontificado de Juan Pablo II. Esto se capta de forma sorprendente cuatro días después, cuando hablando a la hora del Regina Caeli desde la habitación del Hospital Gemelli donde estaba hospitalizado, Karol Wojtyla asegura su perdón al agresor, “al hermano que me ha atacado”.
Precisamente así lo llama: hermano. Y esta fraternidad común – indeleble a pesar de todo lo que pueda ocurrir en la tierra, porque está inscrita en el Cielo – será protagonista también en otra fecha difícil de olvidar: el 27 de diciembre de 1983. Aquel día, Juan Pablo II visita a Ali Agca en la prisión de Rebibbia. Lo hace públicamente. Así, observa alguien, el Papa quiso salvar la vida de quien quería quitársela. “Nos hemos reunido como hombres y como hermanos – afirmó tras el encuentro – porque todos somos hermanos y todos los acontecimientos de nuestra vida deben confirmar esa hermandad que proviene del hecho de que Dios es nuestro Padre”.
Esa misma fraternidad que hoy el Papa Francisco nos indica como el único camino posible para el futuro de la humanidad.