La Iglesia católica no se calla, no tiene miedo, no deja de denunciar Venezuela llora y sufre, pero sigue mirando al futuro con esperanza
En al ambiente flotaba el apoyo explícito y sin fisuras al Papa y a sus reformas, asi como la preocupación creciente por la falta de libertad y la miseria creciente en las que está sumido el país
Ya no se ven estanterías vacías en los supermercados, donde hay de todo, incluso buen vino español o whisky escocés. El problema es que son bienes de consumo al alcance de muy pocos
La Iglesia se ha convertido en la institución más prestigiosa y más valorada del país. Con una auténtica credibilidad social, que redunda en su enorme autoridad moral
El que curas y obispos sufran las mismas estrecheces que el pueblo les hace sentir sus mismas necesidades, empatizar a fondo y los convierte en testigos
He visto con mis propios ojos el cargamento de barritas de alimentos para niños desnutridos, que reparte, cuando puede, monseñor Biord
Venezuela sonríe y exhala amabilidad, pero no por eso deja de sufrir y llorar por sus desnutridos, por sus pobres que rebuscan en la basura
La Iglesia se ha convertido en la institución más prestigiosa y más valorada del país. Con una auténtica credibilidad social, que redunda en su enorme autoridad moral
El que curas y obispos sufran las mismas estrecheces que el pueblo les hace sentir sus mismas necesidades, empatizar a fondo y los convierte en testigos
He visto con mis propios ojos el cargamento de barritas de alimentos para niños desnutridos, que reparte, cuando puede, monseñor Biord
Venezuela sonríe y exhala amabilidad, pero no por eso deja de sufrir y llorar por sus desnutridos, por sus pobres que rebuscan en la basura
He visto con mis propios ojos el cargamento de barritas de alimentos para niños desnutridos, que reparte, cuando puede, monseñor Biord
Venezuela sonríe y exhala amabilidad, pero no por eso deja de sufrir y llorar por sus desnutridos, por sus pobres que rebuscan en la basura
He estado diez días en Venezuela o, mejor dicho, en Caracas, cubriendo el Congreso sobre las reformas de Francisco, que se celebró en la capital del país, con notable éxito de público y crítica, como suele decirse de las obras de teatro. Más de 1.000 personas, escuchando atentamente a prestigiosos teólogos de Europa y, sobre todo, de Latinoamérica. De Europa vino el gran maestro Peter Hünermann, el coautor del Denzinger, a la altura de los grandes como Küng, Kasper o Rahner. Entre los latinoamericanos, una pléyade de prestigioso teólogos, como Carlos Schikendantz, Rafael Luciani, Jorge Costadoat, Consuelo Vélez o Antonio Almeida, a los que se unieron Luis Ugalde, José Virtuoso y Pedro Trigo.
En las sesiones, un excelente ambiente de comunión de vida, de acción y de reflexión. Gente de todo tipo y condición, desde laicos, a seminaristas, pasando por curas, frailes, monjas y obispos, como el cardenal Porras, arzobispo de Caracas, monseñor Raúl Biord, obispo de La Guaira, el secretario del episcopado, el arzobispo de Coro, Mariano José Parra Sandoval o el Nuncio de Su Santidad en Venezuela, Aldo Giordano.
En al ambiente flotaba el apoyo explícito y sin fisuras al Papa y a sus reformas, asi como la preocupación creciente por la falta de libertad y la miseria creciente en las que está sumido el país. Y, en este campo, la Iglesia en su conjunto, con su jerarquía al frente, no temen hacer uso de la denuncia profética. En la sesión inaugural lo hicieron el cardenal Porras y el presidente del episcopado, monseñor Azuaje. Y en la de clausura, el rector de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), José Virtuoso sj y los teólogos, también jesuitas, Pedro Trigo y Luis Ugalde.
Virtuoso señaló, entre otras muchas cosas, que “Venezuela vive en una dictadura cruel y tiránica, que oprime al pueblo, sometiéndolo a una extraordinaria crisis humanitaria”. Y Luis Ugalde, que goza de una enorme prestigio y autoridad moral, tras hacer un recorrido por la historia reciente del país, aseguró, entre otras coas, que “Venezuela es una inmensa periferia, en situación de indigencia y mendicidad mundial”. Todos los conferenciantes fueron muy aplaudidos, pero Ugalde cosechó una ovación de varios minutos, con la gente puesta en pié en el aula magna de la UCAB.
Rodeada por la cordillera del Ávila, Caracas sigue brillando en todo su esplendor, a pesar de los pesares. Grandes edificios, autovías, comercios, bares, restaurantes, en medio de una vegetación exuberante y un clima apacible. Eso sí, con los cerros al lado, donde se apiñan las casitas de los pobres.
Los servicios funcionan de aquella manera. El transporte, la luz, el agua, el teléfono fijo y la gasolina son gratis, cuando los hay, porque, a veces, faltan durante varios días. Resulta chocante la experiencia de acercarse a una gasolinera de Pdvsa (la empresa estatal de petróleos), para llenar el tanque de gasolina. Primero, la bomba de la gasolina no marca precio alguno. Tras llenarlo, sólo se paga una propina de unos 30 céntimos al gasolinero. Como ir a la fuente a por agua.
En la ciudad, hay zonas de grandes ricos (antiguos y nuevos), zonas de clase media alta, de clase media y los cerros de los pobres. El centro histórico es pequeño, comparado con otras grandes ciudades latinoamericanas, como Quito o Lima. Apenas se conservan casas de la época colonial, excepto la casa donde nació Bolívar, la catedral o la Casa del Vínculo. En la Plaza Bolívar, los dos edificios símbolo de la actual ruptura política venezolana: la sede de la Asamblea Constituyente de las huestes de Maduro y la espléndida sede de la Asamblea Nacional, donde manda Guaidó.
Ya no se ven estanterías vacías en los supermercados, donde hay de todo, incluso buen vino español o whisky escocés. El problema es que son bienes de consumo al alcance de muy pocos. Los pobres ni sueñan con ellos. Y la clase media, tampoco. Los salario son tan bajos y están tan mermados por la inflación que un médico o un profesor, para llegar a fin de mes con su salario de 10 euros, se las ven y se las desean y, por supuesto, sin salirse ni un ápice de los alimentos más básicos.
Económicamente, Venezuela parece una dama enjoyada y de rancio abolengo venida a menos y que no puede pagar sus deudas ni a sus criados. Me decían que sólo están por encima de Haití en el indicador del PIB. La clase media se ha empobrecido y los pobres viven subsidiados, con una bolsa de comida que les regala el Gobierno. Pero los niños pueden seguir estudiando y yendo incluso a la Universidad, porque la educación sigue siendo gratuita.
Y, sin embargo, hay miles de niños desnutridos y que sufren depresión, porque se sienten abandonados por sus padres, que han tenido que emigrar, para ganarse la vida. Y, a veces, loa emigrantes venezolanos son mal recibidos e, incluso, maltratados, en aquellos países a cuyos ciudadanos ellos recibieron, desde siempre, con las brazos abiertos.
Con todo, los venezolanos no pierden su sonrisa. Son enormemente hospitalarios y tan cariñosos que, a veces, empalagan un poco. Y siguen conservando la esperanza de una Venezuela mejor.
El propio Gobierno, consciente de esta amabilidad de su gente, ha convertido las proclamas del chavismo en una especia de religión laica. Y, desde su púlpito televisivo, habla de la creación de una patria del amor, donde todos se quieren y son hermanos. Con un Maduro indestructible, que sólo busca el bien y la fraternidad entre todos los venezolanos. La mística revolucionaria reconvertida en rancio consumo de secta de tres al cuarto, que hiere los oídos de cualquier persona.
En medio de esta situación de escasez para algunos y de miseria para muchos, en medio de esta situación de flagrante falta de libertad, donde a diario se pisotean los derechos humanos, la Iglesia católica no se calla, no tiene miedo, no deja de denunciar. De hecho, se ha convertido en la institución más prestigiosa y más valorada del país. Con una auténtica credibilidad social, que redunda en su enorme autoridad moral.
Dirigida, desde Caracas, por el cardenal Porras, como máxima figura del episcopado (aunque su presidente sea monseñor Azuaje), la Iglesia hace de caja de resonancia del clamor y de los gritos del pueblo con tres pilares: la denuncia, el testimonio y la caridad.
Los obispos no tienen pelos en la lengua a la hora de denunciar “la dictadura” de Maduro. Además, como no son jerarcas principescos, como los de ante o los de otros países, viven como el pueblo, con sus mismas angustias y estrecheces. Me contaba monseñor Biord, obispo de La Guaira, que hace poco se enteró de que uno de sus curas había pasado tres días sin comer, porque no tenía nada. Y eso que el prelado salesiano es de los que más cuida a su clero, para que al menos no le falte lo esencial. Aunque para eso tenga que mendigar en Europa y movilizar todos sus contactos.
El propio obispo vive como sus curas, en el seminario de la diócesis, con total austeridad. Por eso, se lo piensa dos veces antes de imprimir cualquier papel. De hecho, no pudo imprimir la conferencia que dio en el Congreso. Y, en el comedor de su seminario, no hay ni servilletas de papel y tienen que racionar el papel higiénico.
El que curas y obispos sufran las mismas estrecheces que el pueblo les hace sentir sus mismas necesidades, empatizar a fondo y los convierte en testigos. “Aquí, los curas y los obispos predican y dan trigo”, me decía un laico, que asistía al Congreso. Y, además, viven de las limosnas de la gente, porque no cobran ni un depreciado bolívar del Estado.
Como vive y comparte las necesidades de la gente, la Iglesia se ha volcado, con todas sus fuerzas y todos su medios (procedente en gran parte de Adveniat, la organización alemana que ayuda a las Iglesias latinoamericanas) en socorrer a la gente. Sobre todo, a los más pobres. Entre ellos, a los niños desnutridos.
He visto con mis propios ojos el cargamento de barritas de alimentos para niños desnutridos, que reparte, cuando puede, monseñor Biord. Con cuatro grados de desnutrición, que se diferencian por colores: naranja, amarillo, verde y rojo. Y no sólo les reparten las barritas de alimentos, sino que hacen un seguimiento de los niños y de las familias, para comprobar que realmente han salido del infierno que les deja sumidos en esqueletos vivientes.
Y lo mismos hacen, con sus escasos medios, las monjas de la Madre Teresa de Calcuta en Catia La Mar, un cerro de pobres, donde preparan la olla solidaria para los pobres y, además, recogen y cuidan como a auténticos angelitos a los discapacitados psíquicos que les trae la gente o que encuentran tirados en la basura.
Antes de viajar a Caracas, los que describían la realidad de Venezuela en blanco y negro me parecían poco objetivos. La revolución debe tener cosas positivas, pensaba. No hay nada en la vida que sea un mal absoliuto sin mezcla de bien alguno. Después de mi visita al país, sólo puedo decir que no las he visto, aunque no niego que quizás las tenga.
Nadie puede negar que, de fondo, sigue vigente el objetivo geopolítico del Estados Unidos de Trump de desestabilizar a todos los gobiernos de izquierdas de la Patria Grande y para poder controlar el enorme poder petrolero venezolano. Con estas cautelas, es evidente que el Gobierno de Maduro ha fracasado radicalmente, como demuestran, entre otras cosas, la innegable pobreza en la que viven sumidas las clases trabajadoras del país, asi como el flujo migratorio de más de 4 millones de personas.
Vuelvo, pues, con un sabor agridulce. Venezuela sonríe y exhala amabilidad, pero no por eso deja de sufrir y llorar por sus desnutridos, por sus pobres que rebuscan en la basura (en un país, donde antaño sobraba de todo) o por sus emigrantes. Así, con lágrimas en los ojos, terminaron muchas de las conversaciones que mantuve con la gente de Venezuela. Ellos pueden sobrevivir, pero se les saltan las lágrimas pensando en los que devora el hambre atrasada y la miseria que carcome. Eso sí, lágrimas mezcladas de sonrisas y de confianza en Dios: “Con le favor de Dios, saldremos adelante”.
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