Jesús no ha expiado pecado alguno, sino que nos ha revelado el Amor del Padre y el modo de vida que Dios quiere para sus hijos Jesús regala su evangelio y su Espíritu (Domingo 12º TO 2ª lect. 23.06.2024)
La fe en Cristo tiene su centro en el Amor del Creador que nos ha creado libres
| Rufo González
Comentario: “si alguno está en Cristo es una criatura nueva” (2Cor 5,14-17)
La teología de la salvación en Pablo está centrada en la muerte-resurrección de Jesús. No tomó en consideración los relatos evangélicos para explicar la muerte de Jesús. La vida histórica de Jesús como sacrificio agradable al Padre queda absorbida por la muerte como sacrificio del Redentor. El seguimiento de Jesús, cargando con la cruz de cada día, queda en segundo lugar. No habla de la responsabilidad de las autoridades religiosas y políticas, causantes de la condena y ejecución de Jesús. Explica la muerte de Jesús como sacrificio de expiación para aplacar a Dios frente a los pecados de la humanidad. Jesús “murió por los impíos…”; siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,6.8). “Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús.” (Rm 3,23s).
Lo que mueve a Pablo a ser apóstol no es, en primer lugar, la situación de miseria y dolor del pueblo: “nos apremia el amor de Cristo al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (vv. 14-15). No es el amor a la vida, a las personas concretas… No brilla el amor del Padre, que ama a justos y pecadores, espera y perdona al “hijo perdido” sin condiciones… Brilla el Dios que exige expiación y envía a su Hijo para redimirnos de condena eterna, que exige sumisión a sus representantes, que infunde miedo, amenaza, castigo… a quien no piense y crea lo que sus representantes dicen, aunque cambien interpretando a Jesús de forma distinta en distintas épocas…
Es difícil interpretar estas palabras de hoy: “De modo que nosotros desde ahora no conocemos a nadie según la carne; si alguna vez conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así.” (v. 16). Da la impresión que a Pablo no le interesa el “conocimiento de Cristo según la carne”, es decir, según la historia antes de morir. A él sólo le interesa que ha muerto por nosotros, y, por eso, hay que vivir para él. Desde este centramiento en la redención de Cristo, se ha puesto la fe en la doctrina de su religión y en la sumisión a los dirigentes. El evangelio de Jesús pone el centro de la fe en seguir su vida, en cargar con la cruz del Amor hasta la muerte, sea el que sea el modo de muerte a que nos conduzca. Lo que salva, realiza como personas e hijos de Dios es el Amor, que nos entrega Jesús al darnos su mismo Espíritu. Jesús no ha expiado pecado alguno, sino que nos ha revelado el amor del Padre y el modo de vida que Dios quiere para sus hijos.
Tener el Espíritu de Jesús es “estar en Cristo”: “Por tanto, si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (v. 17). Así se supera “lo viejo”, la mentalidad egoísta de las religiones que pretenden camelar a Dios, dirigir sus decisiones, aplacar su ira, desagraviarle para contentarle… La fe en Cristo tiene su centro en el Amor del Creador que nos ha creados libres para hacer su voluntad, es decir, el reino de la vida, de la libertad, de la paz, de la realización personal y social… “Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud” (Gál 5,1). Jesús resucitado, físicamente “dormido”, está vivo y presente con la fuerza de su evangelio (hechos y palabras) y de su Espíritu. Sigue invitando a confiar en el Amor, “dejarnos llevar de su Espíritu… que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios…” (Rm 8,14ss).
Oración: “si alguno está en Cristo es una criatura nueva” (2Cor 5,14-17)
Cristo Jesús, en quien estamos y vivimos:
una vez más queremos agradecerte tu vida;
vida centrada en el amor a la vida y a las personas;
vida que expresaba la misma vida de Dios:
“mi Padre sigue actuando, y yo también actúo” (Jn 5,17);
“Quien me ha visto a mí ha visto al Padre.
¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?
Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia.
El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras.
Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí.
Si no, creed a las obras” (Jn 14,9-11).
El Padre, como tú, no está ausente ni distraído:
no es sordo ni despreocupado;
no necesita que le empujemos para hacernos bien.
El Padre conoce nuestras necesidades:
“Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles,
que se imaginan que por hablar mucho les harán caso.
No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe
lo que os hace falta antes de que lo pidáis” (Mt 6,7-8).
Siempre, el amor del Padre está inspirando:
“He visto la opresión de mi pueblo en Egipto;
he oído sus quejas contra los opresores;
conozco sus sufrimientos.
He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra,
para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa,
tierra que mana leche y miel...
El clamor de los hijos de Israel ha llegado a mí
y he visto cómo los tiranizan los egipcios.
Y ahora marcha, te envío al faraón
para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel” (Ex 3,7ss).
En la historia siempre está viva la llamada del Amor:
“Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas” (Is 42,6s).
También tú, Jesús de Nazaret, oíste el Amor
como a los profetas de tu pueblo:
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido.
Me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a proclamar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos;
a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18s).
Gracias, Jesús, por tu Espíritu:
que“da testimonio a nuestro espíritu
de que somos hijos de Dios…” (Rm 8,16);
que “intercede por nosotros con gemido inefables” (Rm 8,26);
que nos lleva a comprometernos con tu oración:
“Padre nuestro que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo,
danos hoy nuestro pan de cada día,
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden,
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal” (Mt 6,9-13).