“Desde el siglo XV, la barraganía se va asumiendo, lentamente, como una seria falta en el clérigo que la practica” La culpa del concubinato clerical: el diablo y los obispos por no vigilar ni castigar
Hablemos claro sobre la ley del celibato (19)
| Rufo González
Terminé el articulo anterior señalando que el mayor éxito del concilio nacional de Valladolid fue promover concilios y sínodos con contenido similar por toda España. En todos se detecta la realidad reiterada de barraganas e hijos de clérigos. Y en todos se recogen los castigos a que se sometía a los diversos afectados por el concubinato. Se va notando mayor preocupación en los obispos. Difícil cuantificar el número de infractores, pues, como subraya Ana Arranz Guzmán, “en «Las visitas pastorales...» ya constaté cómo a pesar de tener múltiples referencias de visitas de obispos, los cuadernillos de las mismas que sirvieron de base para realizar las denuncias pertinentes en los sínodos reunidos con posterioridad a su ejecución no se han conservado en su gran mayoría o, al menos, no han llegado a ver todavía la luz”. Esta investigadora resalta la crueldad de algunos obispos al decretar castigos. Por ejemplo “el arzobispo de Toledo don Gil de Albornoz, en un sínodo de 1342, ordenaría a los sacristanes llevar a cabo la pena infamante de arrancar las ropas a aquellas barraganas conocidas que osaran entrar en las iglesias” (Celibato eclesiástico, barraganas y contestación social en la Castilla bajomedieval. Historia medieval, ISSN 0214-9745, Nº 21, 2008, págs. 13-39).
Siguiendo la investigación de esta historiadora, por los temas tratados en los concilios y sínodos de los siglos XIV-XVI, podemos tener una información bastante real de la situación del clero respecto al celibato antes del concilio de Trento (año 1545-1563).
En todas las reuniones aparece la existencia de clérigos amancebados: “clérigos que seguían haciendo caso omiso de las reiteradas prohibiciones canónicas sobre el concubinato eclesiástico. Por ello, ya al final del período analizado, el obispo burgalés don Pascual de Ampudia en el sínodo de 1498 se vería obligado a seguir insistiendo en que «ningún clérigo pueda tener consigo en su casa ni de compañía mujer suelta ni casada, de ninguna edad que sea, con quien antes haya tenido participación carnal» (Synodicon Hispanum, (= S.H.), A. García García (dir.), vol. I: Galicia (Madrid, 1981), II: Portugal (1982), III: Astorga, León y Oviedo (1984), IV: Ciudad Rodrigo, Salamanca y Zamora (1987), V: Extremadura: Badajoz, Coria-Cáceres y Plasencia (1990), VI: Ávila y Segovia (1993), VII: Burgos y Palencia. La cita corresponde al vol. V, págs. 250-251).
A esta misma conclusión llega Raúl Bajo Bravo, en su trabajo fin del Máster en Historia medieval de Castilla y León: “en el siglo XIV, la mayoría de los presbíteros o clérigos de orden sacra tenían barragana o vivían amancebados. Aún los sínodos pre-tridentinos del siglo XVI muestran este problema de inadecuación entre la norma y la práctica. Pero ha habido un cambio: progresivamente, desde el siglo XV, la barraganía se va asumiendo, lentamente, como una seria falta en el clérigo que la practica” (La religiosidad del pueblo a través de los sínodos (ss. XIV-XV). Universidad de Salamanca. Septiembre de 2013).
Sobre los castigos, aparece una evolución: “mientras que hasta bien entrado el siglo XIII y sobre todo desde el XIV hubo un predominio de penas espirituales -suspensión y excomunión- a partir de entonces prevalecieron las de carácter económico, de acuerdo con un sistema de plazos que fue imponiéndose gracias a la conmutación permitida por la Santa Sede de las sanciones canónicas por multas. Lo normal, aunque aparecen algunas variantes según la diócesis y el momento, es que se llevaran a cabo tres amonestaciones, perdiendo el eclesiástico infractor tras cada una de ellas 1/3 de los frutos y rentas de su beneficio, de acuerdo a lo señalado, por ejemplo, en los sínodos de Salamanca de 1451 y de Ávila de 1481; y ya en fecha más tardía, en el sínodo de Plasencia de 1534, se imponía la pena de un marco de plata tras la primera denuncia efectuada y de dos y tres para las siguientes, y en el de Astorga de 1553 se les condenaba a pagar cuatro ducados de oro y diez días de cárcel para la primera vez, y diez ducados y veinte días de prisión para la segunda (S.H. IV, pág. 307; VI, pág. 94 y III, pág. 85)”.
La culpa del amancebamiento la tiene el diablo. Es un aspecto curioso de concilios y sínodos hispanos al concretar la causa del concubinato. El diablo induce a los clérigos una y otra vez a entregarse a estas mujeres. Junto a la culpa diabólica, reconocen que también los obispos son culpables por no vigilar y castigar adecuadamente. Así se hace constar “en el sínodo salmantino de 1451 y en el de Plasencia de 1534: «...porque la negligencia de los perlados a dexado cresçer la soltura de los clérigos, de manera que este pecado no solo no se a castigado, pero ha venido a tanta costumbre y disoluçion que los malos se favoresçen y los ygnorantes piensan ya que no es pecado...» (S.H. V, págs. 466-467)”. La “negligencia” episcopal ha aumentado la “soltura” clerical. Si los hubieran tenido bien “atados”, no se habrían “desatado” del griguete-esposas”. Al “no castigar”, los “malos” se “crecen” y los “ignorantes” piensan que no es “pecado-delito”.
Otro aspecto destacado en sínodos y concilios es la denuncia de que una costumbre social, tolerada durante siglos, produce convicciones favorables a su bondad. “La práctica continuada de la barraganía por parte de algunos miembros del clero había llevado a no pocos fieles a pensar que no era pecado, incluso, a alentarla en la persona de su párroco, considerando que podía ser un remedio para evitar posibles aventuras amorosas de los clérigos con las mujeres de la comunidad, sin duda, uno de los mayores temores de los laicos”. El pueblo sencillo, incluso nobles y monarcas, ayudaba al clero a sobrevivir y a amparar a su hijos y mujeres. La doctora A. Arranz Guzmán afirma: “La Iglesia había logrado por fin durante el Medievo imponer el celibato a sus ministros, pero no pudo acabar con el concubinato practicado por una parte del clero. Así, tanto las barraganas públicas, como las mujeres que mantenían «participaciones carnales secretas e momentáneas» con clérigos siguieron formando parte del paisaje de nuestras villas y ciudades incluso después de la celebración del concilio de Trento (1545-1563)” (o.c.).
Concilios y sínodos no discuten la ley. Aceptan su imposición basados en los prejuicios morales sobre la sexualidad, provenientes de la tradición patrística. Su argumento fuerte es la ejemplaridad por la obediencia a la ley eclesiástica. El que los clérigos obedezca a la jerarquía era condición imprescindible para que los fieles fueran igualmente obedientes a los dictados y autoridad de los obispos. Así se percibe claramente en este texto del sínodo de Ávila de 1481 sobre los clérigos que mantienen concubinas públicamente:
«...Y porque, según el apóstol sant Pablo, es muy grave pecado tomar los miembros de Christo y fazerles miembros del diablo ayuntandose carnalmente con malas mugeres no legitimas... y porque muchos clérigos y ministros de la Yglesia olvidando lo suso dicho, en grande detrimento y peligro de sus animas y en escándalo de los legos y oprobio de la clerezia, han tenido y tienen públicamente mancebas y mugeres sospechosas en su compañía y sociedad, y nos, deseando la salud de las animas de los tales y las honras de sus persona, mandamos...» (S.H. IV, pág. 94. Sobre el tema de «la buena fama» y el de los «silencios estratégicos» véase A. ARRANZ GUZMÁN, «El clero», en Orígenes de la monarquía hispánica: propaganda y legitimación (ca. 1400-1520), J. M. NIETO (dir.), Madrid, 1999, págs. 167-169).