Cómo conseguir milagros II - (Observaciones y experiencias)
La primera observación que corrobora mi tesis de la tercera vía es que convivimos inconscientemente con infinidad de milagros. Hay resultados llamados "naturales" (por ser habituales) que son en realidad verdaderos milagros.
Observa, por ejemplo, un grano de trigo. Es algo pequeño, inerte, duro, simple, que contiene una pizca de harina. Si lo plantas en tierra germinará y en su momento te devolverá una espiga con 30, 50 o más granos de trigo. ¿Acaso no es un milagro? Intenta reproducir cualquier semilla en un laboratorio (una pepita de melón o un hueso de ciruela, por ejemplo) con el "poder de germinar y desarrollarse". No lo conseguirás, no está a tu alcance.
Sería interminable la lista de "milagros de la naturaleza" que no nos llaman la atención porque se repiten constantemente. A todos esos fenómenos los llamamos "leyes de la naturaleza" que Dios nos ha regalado para alimentarnos, calentarnos, vestirnos, e incluso para alegrarnos, divertirnos o acompañarnos.
¿No existirán una "leyes naturales de humanidad" que contengan el poder de hacer milagros? ¿No habrá un "estadio de evolución personal" que conlleve hacer lo que de ordinario no sabemos hacer? Porque justamente a eso "extraordinario" lo llamamos milagro. Y es extraordinario porque no hemos aprendido a hacerlo de forma "ordinaria y constante", lo que nos induce a pensar que está fuera de las "leyes naturales", fuera de este mundo.
Por tanto, solo la "puntual intromisión" de la mano de Dios puede explicarlo, si el efecto es positivo. Y si el efecto fuera negativo (real o aparentemente) se lo atribuimos a un supuesto demonio. Si tal efecto negativo se produce a través de una persona humana, entonces decimos que tal persona está "endemoniada". Supongo que es evidente a la razón la "carga mítica" -propia del primitivismo humano- que contienen esas afirmaciones.
Ante esos fenómenos extraordinarios "los no intervencionistas", por contra, aseguran: Dios siempre respeta su obra autónoma y nunca contraviene las "leyes naturales". Ni puede hacerlo porque entonces la creación no sería autónoma y libre. Por tanto los milagros no existen, ni pueden existir.
Es lógico su argumento. Los absurdos no existen, son imposibles. No puede existir una creación libre y a la vez intervenida, como no puede existir un cuadrado que sea un triangulo, ni una tortuga que sea a la vez elefante.
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Pero ese argumento tiene un agujero enorme que es la presunción (orgullo) de que conocemos todas las "leyes de la naturaleza". ¿Cuándo -me pregunto- entraron a formar parte de esas "leyes naturales" el fuego, el hierro, la electricidad, la penicilina o la energía atómica?
Mi convicción es que desconocemos todas las "leyes de la naturaleza". No podemos afirmar con rotundidad si esto o aquello queda fuera de esas leyes. Lo que hoy nos parece extraordinario puede que mañana sea ordinario. Adonde no puede llegar un hombre bajito, puede que llegue uno más alto. Eso mismo ocurre en el plano espiritual.
Un ejemplo: Si en tiempos de Moisés hubieran aparecido en el desierto unos aviones arrojando fardos de alimentos, hubieran gritado: ¡milagro, milagro, milagro! Los teólogos "intervencionistas" hubieran dicho: "Es la mano de Dios que ha hecho el milagro de alimentarnos desde el cielo".
Los "no intervencionistas" hubieran asegurado: "Eso ha sido producto de la imaginación o algún fenómeno extraño de la naturaleza, porque Dios nunca interviene en este mundo directamente". Pero la realidad es: "La inteligencia del hombre llegará a desafiar la ley de la gravedad con otras leyes naturales que permitirán que una máquina vuele".
La historia de la humanidad está llena de descubrimientos: minerales, simientes, animales, invenciones, combinaciones, construcciones... ¿Son milagros que Dios haya hecho metiendo el cucharón en nuestra olla? De ninguna manera. Todo estaba ya en el mundo, todo estaba al alcance de nuestra mano. Solo necesitábamos evolucionar y utilizar nuestra inteligencia para ir encontrando esos "milagros" incluidos ya en la creación y descubrir esas "leyes naturales" que nos permiten superar otras leyes naturales.
Y me estoy refiriendo solamente a los avances materiales conseguidos por el hombre a lo largo de su historia. Pero cabe ir más lejos y preguntarse: ¿Qué puede conseguir el hombre al desarrollar su parte espiritual, la "imagen y semejanza", el "reino" que adormece en su interior?
Solo sabemos que ha habido personas (tal vez las haya) con el "poder de hacer milagros" y que eran (son) personas evolucionadas espiritualmente. Y, por supuesto, descarto de antemano todas las leyendas de "milagros apócrifos" tan frecuentes en las historias de los santos.
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La verdad es que no sabemos casi nada de las potencialidades espirituales del hombre. "Solo sé que no sé nada", decía ya Sócrates. Una básica humildad nos llevará a afirmar que no conocemos todo lo que el mundo contiene para nosotros, ni podemos enumerar todas las "leyes naturales" y sus posibles combinaciones. Mucho menos el "poder" que yace en el interior de las personas. Hoy llamamos "milagros" a lo que no encontramos explicación, es infrecuente y no sabemos repetirlo.
Pero nuestra pobreza, pequeñez e ignorancia, no nos llevará a negar sino a aceptar la evidencia de esos fenómenos extraordinarios. La actitud sensata es reconocer sencillamente que "no sabemos" cómo se consiguen los milagros. Si se dan, habrá que concluir que ya estaban incluidos en la creación original y en sus desconocidas leyes, puesto que no puede existir intervención divina desde fuera.
¿Si ni siquiera sabemos todo lo que contienen los océanos o las entrañas de la tierra, cómo podremos presumir de conocer todo lo que Dios ha puesto en su creación y en nosotros mismos para que lo vayamos descubriendo y desarrollando? Esa humildad básica nos permitirá intuir que la "evolución material y espiritual" del ser humano nos irá descubriendo todos los dones que el Creador nos ha otorgado.
Por eso yo me sonrío -perdónenme- cuando algunos teólogos ultramodernos niegan los milagros del Señor o los minimizan. Para mí son todos reales, tal cual los cuentan los evangelios. Y se quedan cortos, como afirma san Juan al final del suyo.
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Pero no porque el Padre estuviera metiendo la mano permanentemente en la vida terrena del Hijo. Tampoco posiblemente porque éste hiciera alarde de su poderosa divinidad. Sino porque "el perfecto Hombre" había llegado a la máxima evolución espiritual de la criatura humana. Y la vida del hombre, que conquista realmente su humanidad (su parecido con el Padre, su filiación), está llena de "poderes" cuyos límites desconocemos.
¿No es eso lo que dice el Evangelio?"El Padre, que permanece en mí, hace sus obras... Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores" (Jn 14,10). Y más concreto: "Si tuvierais fe como un granito de mostaza diríais a este monte: vete de aquí para allá y se trasladaría; nada os sería imposible" (Mt 17,20). Incontables son las veces que se repite: "Tu fe te ha curado" (Mc 10,52 y muchas más).
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La Sicología es una ciencia con muy pocos años de vida. No tenemos ni idea de adónde nos llevará el conocimiento y cultivo de la parte espiritual del ser humano. Pero hay verdades que ya podemos constatar, como la que recoge esta frase de André Rochais (1): "Dormimos sobre tesoros, sobre pozos de energía, sobre un volcán de creatividad, sobre unas reservas inimaginables de amor verdadero".
Por eso estoy convencido que la Religión debe ir de la mano de la Sicología porque cuanto mejor conozcamos y dominemos el mapa de la interioridad, más y mejor entraremos en relación con esa Transcendencia que nos habita. Espiritualidad y Sicología deberían ser las materias básicas para la formación de clérigos y fieles que quieran vivir seriamente su religión.
Tan convencido estoy de lo que digo que llevo tiempo intentando hacer mis propios milagros. Hace años, cuando me preparaba para ser padre y colaborar con la madre en el parto, descubrí la "haptonomía" (literalmente "tacto afectivo") utilizada como técnica de preparación al parto. Aquello fue un descubrimiento maravilloso.
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Me di cuenta de lo poco desarrollado que tenemos el "sentido del tacto". Y generalmente lo utilizamos de forma egoísta para recibir placer más que para dar amor. Esa es la clave: dar amor, transmitir al otro la connivencia o la compasión con lo que vive, sea doloroso o alegre, junto con nuestro verdadero interés por su persona.
Años después operaron a una de mis hermanas. La operación era muy delicada y salió de reanimación con un fuerte dolor de cabeza. Le puse mis manos en la frente durante un rato. El comentario de ella todavía me sorprende: "Tienes unas manos sanadoras", me dijo. Recordé la cantidad de veces que el Evangelio repite: "le tocó" (Mt 8,3 y más).
Así que me he convertido en un "tocón". No hay una pena, un dolor, una duda, una oscuridad o una soledad que no atraiga poderosamente mis manos y todo lo que pueda poner tras ellas. Y por supuesto abrazos a diestro y siniestro. Claro, siempre con la clave interior bien puesta: el amor y el deseo de transmitirlo.
Cuando descubrí "El arte de bendecir" (2) se me abrió otro horizonte. Fui atreviéndome a bendecir a la gente con la que tropiezo o convivo, bien en silencio, bien en voz alta o por escrito. Me encanta poner las manos sobre la cabeza o los hombros de una persona y bendecirla con todo el amor y la fuerza que pueda sentir. También me han comentado con frecuencia: "Es que me trasmites mucha paz y mucha fuerza".
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En una ocasión me llegó una consulta de lejos y por escrito. Era de una mujer aplastada por la culpabilidad y el temor que le había infundido algún cura ultra. Y lo paradójico era que me llegaba por recomendación de otro cura. Le contesté a aquella sufriente mujer. Lo hice con todo el amor, paz y lucidez que en aquel momento pude reunir.
Cuando me respondió diciendo que había encontrado la libertad y la paz, que se había confesado y que había vuelto a vivir con gozo su relación con Dios, me fue imposible reprimir las lágrimas. No pude por menos que recordar el milagro de "la mujer encorvada" del Evangelio (Lc 13,11).
No os cansaré con más "milagritos" de un pecador en proceso de conversión. Pero sí quiero confesaros que he llegado a la conclusión de que los milagros se consiguen. El "hechizo milagroso" es el amor verdadero, la aspiración a hacer o recibir el bien. Dios no actúa directamente, ni suspende las "leyes de la naturaleza", sino que nos envía a nosotros -a ti y a mí- como envió antaño a sus discípulos.
Él está en nuestros abrazos, en nuestras manos abiertas, en nuestras bendiciones, en nuestras caricias... No se entromete desde el cielo en esta tierra, sino que se entrega desde donde nos habita a través de nuestra libre voluntad. Nuestras manos son sus manos.
También he aprendido que no sabemos dónde está el límite de esas "leyes naturales". Ni somos capaces de medir el bien que podemos hacer con un abrazo, una palabra, una compañía, un apoyo, un beso, una sonrisa o una limosna.
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Estoy convencido que podemos y debemos hacer milagros, pequeños o grandes, los que surjan de nuestra determinación de hacer el bien y de la evolución espiritual conseguida.
Esta evolución necesita de unos medios adecuados (la connivencia con el Señor en la oración personal, lo primero). No tenemos metros ni calibres que puedan medir esa evolución interior y el desarrollo de nuestras potencialidades. Solo los frutos nos dirán cuál es el árbol: "Por los frutos les conoceréis" (Mt 7,20).
Los humanos que salieron de este mundo, por muy santos que fuesen, ya no pueden ofrecernos más que su ejemplo, su camino y su brillante humanidad. Ya no pueden intervenir en el partido que se juega en este mundo autónomo.
¿Si Dios respeta nuestra libertad y la autonomía de la creación, cómo la van a quebrar los santos? Es su memoria, su motivación, los sentimientos que nos dejaron, su vida que impregna nuestra vida, lo que puede influir en nosotros. Pero los milagros son cosa nuestra. Por eso no me canso de repetir: a los santos no hay que pedirles, sino imitarles y dejarnos impregnar. Esa es la real Comunión de los Santos.
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Estoy convencido que nuestra básica misión humana es hacer el bien y "vencer el mal con abundancia de bien" (Rom 12,21). Ignoramos la mayor parte de las consecuencias de la entrega de nuestros dones: "Nada son ni el que planta ni el que riega, sino Dios, que hace crecer" (1Cor 3,7) desde dentro de la propia planta, casi siempre de forma imperceptible.
Esa "ley del triunfo del bien" está metida en nuestro mundo desde siempre (aún en el mundo material). Por eso los milagros nacen de abajo y no de arriba, de dentro y no de fuera.
Nuestra libre adhesión al Dios que nos habita y nos apodera es el camino para que nuestros dones florezcan y podamos entregarlos. Ese es el camino que lleva a los milagros.
Os deseo de todo corazón que sigáis haciendo muchos milagros. Porque nosotros somos las manos delegadas por Dios para sembrar el bien en este mundo y hacer el milagro de que florezca y se multiplique.
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(1) André Rochais (1921-1990): Sacerdote y Sicopedagogo francés. Fundador de PRH (Escuela de Formación de la Personalidad y Relaciones Humanas), extendida hoy por todo el mundo.
(2) El arte de bendecir (Para vivir espiritualmente la vida cotidiana) de Pierre Pradervand en Sal Terrae.
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A los que quieran leer más sobre las bendiciones y su verdadero sentido les invito a recordar mi meditación "La bendición del ángel" en: http://blogs.periodistadigital.com/jairodelagua.php/2011/12/06/p303624#more303624
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