Una persona es santa cuando es el Espíritu del Señor Jesús Resucitado quien la conduce y anima. Ya no es ella quien vive, sino el Espíritu del Señor en ella y su único y mayor deseo es hacer su voluntad. “
La vida cristiana responde a una estructura antropológica del hombre, con matices diferentes en cada época, generación y cultura, pero es sobre todo fruto de los dones que Dios otorga a cada alma y de los carismas con la cualifica para el servicio de la Iglesia” (O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL,
Cristianismo y mística, Editorial Trotta, Madrid 2015, 158). La identificación plena con Cristo es la esencial continuidad de la experiencia cristiana, lo que podríamos llamar mística, no obstante la vida cristiana tiene muchos polos de concentración y acción y no llegar al grado máximo de unión no quiere decir fracaso en la vida cristiana. Por tanto se puede decir que “
los místicos son los santos sin más: hombres y mujeres que la Iglesia ha reconocido la verdad de su fe, su esperanza y su caridad, acreditadas en la vida, atestiguadas por quienes los conocieron o convivieron con ellos y propuestas como ejemplo para los demás creyentes” (o. c., 159).
¿Podríamos por tanto hablar de lo que caracteriza a la
experiencia mística? Si. Se trata de un conocimiento experiencial de Dios, “
de una percepción fruitiva en el ser humano, de una vida centrada en Dios y determinada en su inteligencia, voluntad y corazón por esa presencia divina, con la capacidad para identificarla, describirla y luego comunicarla inteligiblemente a los demás” (o. c. 161). Esta experiencia mística es fruto del don que es Dios mismo y de los dones de su santo Espíritu al alma. Los
místicos son la
expresión de la suprema posibilidad humana: llegar hasta las últimas alturas y honduras del propio ser.