"Tengamos la valentía de ser samaritanos" Visitemos al preso, acojamos al forastero
"Debemos tener un corazón grande, ese que se agranda cuando vivimos con todas las consecuencias el mandato de Jesús: 'Amaos los unos a los otros como yo os he amado'"
Hace unos días honramos a la Virgen de la Merced, patrona de instituciones penitenciarias, y este domingo celebramos la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado. Pensemos un momento en estas dos realidades por las que el Señor tiene una especial predilección: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme», «fui forastero y me hospedasteis» (cfr. Mt 25, 31-46). Son obras de misericordia que hay momentos y circunstancias en la vida que olvidamos.
Debemos tener un corazón grande, ese que se agranda cuando vivimos con todas las consecuencias el mandato de Jesús: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Tengamos la valentía de ser samaritanos: hombres y mujeres que no vivimos para nosotros mismos, sino que miramos de frente las situaciones que hacen sufrir a las personas, a quienes las padecen directamente y a sus seres queridos más cercanos.
He tenido la gracia y la oportunidad de vivir un año más la fiesta de la Virgen de la Merced en la cárcel y encontrarme con los internos y con el personal que los atiende. Ese día pensaba en la visita de la Virgen María a Isabel, pues yo también visitaba a mis hermanos. Esta visita de María a su prima tiene una mística que debe estar presente en nuestra vida cuando escuchamos en el Evangelio: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme». María va a ver a su prima Isabel, ya anciana. Ella no puede moverse. Va recorriendo una región montañosa, que quiere decir que no era fácil de atravesar. Y va para llevarle la noticia de que Dios la ha amado mucho y de que para Él nada hay imposible. Isabel va a tener un hijo y percibe ese amor de Dios en el mismo saludo que le hace María, y su hijo salta de gozo en el vientre, pues también siente la cercanía del Señor.
Hay que llevar la presencia de Dios a toda realidad humana. «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme». Llevemos a los internos la humanidad de Cristo, su sabiduría, su amor, su entrega y su cercanía. Saltará de gozo su corazón porque encontrarán la libertad en el amor que el Señor les da. El hombre está creado para amar y para vivir en la libertad de los hijos de Dios; para amar al prójimo sea quien sea, tal como nos enseña Jesucristo. Él es el Buen Samaritano que, como el de la parábola, ve a uno tirado medio muerto y se para a atenderlo; no mira quién es, simplemente es un hermano. Y nos invita a nosotros a ser samaritanos. Hay personas privadas de libertad por algo que hicieron. La respuesta de los amigos del Señor ha de ser regalarles gratuitamente lo que más necesitan en estos momentos: el amor y la consideración que Dios mismo tiene de ellos y que desea que les llegue a través de nosotros. Quiere que seamos Jesús para ellos, pues esto los rehabilita. Estamos invitados a vivir la experiencia de un amor incondicional a todos, pero estos días os invito a dárselo de forma especial a quienes, por los motivos que fueren, perdieron la libertad y se sienten señalados en lo oscuro que hicieron. Necesitan ser señalados por el amor mismo del Señor que se canaliza también a través de nosotros.
Nunca olvidemos a nuestros hermanos que están en la cárcel. Superemos como María las dificultades que encontremos e, igual que Ella, llevemos a Jesús y hagámoslo presente. Ella nos ayuda a vivir con la confianza absoluta de quien rehabilita, cura, impulsa la vida, regala un corazón limpio y con capacidad de ayudar a todos siempre: Jesucristo. Nuestra visita a la cárcel es curativa para nosotros y para quienes visitamos; ninguno es más que otro, somos iguales y con una necesidad inmensa de amar a los demás.
Por otra parte, también tenemos la gracia de celebrar este 29 de septiembre la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado, una invitación a vivir y recuperar una dimensión de nuestra existencia cristiana que tiene el riesgo de adormecerse: «Estaba sin casa, sin tierra, y me hospedasteis, me acogisteis y me dejasteis entrar en vuestra tierra». Somos hermanos-prójimos y no extranjeros, lo cual incluye en nuestra vida la imitación al Señor en el amor al prójimo. Qué fuerza y belleza tiene pensar algo así: «Me diste la oportunidad de compartir conmigo lo que tú tenías y a mí me faltaba».
¿Cómo no conmovernos a la manera que lo hacía Jesús cuando veía las necesidades que tenían los que encontraba por la vida? Hemos de aprender a rezar bien el padrenuestro, que supone sabernos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Rezarlo como lo hacían nuestros abuelos, que lo ponían en práctica cuando llamaba a la puerta de casa un pobre o un extranjero, haciéndolos partícipes de lo que ellos tenían. Nunca nos cerremos a las necesidades de los demás. Nunca nos cerremos a la fraternidad. El auténtico desarrollo es aquel que pasa por incluir a todos los hombres y mujeres del mundo, promoviendo su crecimiento integral y preocupándose por las generaciones futuras. Recuperemos la centralidad de la persona y busquemos el desarrollo de todas las dimensiones de la misma, incluyendo la espiritual.
Visitar al que está en la cárcel y acoger al que ha dejado su tierra, tener presentes a aquellos cuyos derechos se ven cuestionados (migrantes, refugiados, víctimas de trata…), supone tener la mente de Cristo, cuidar nuestra fe y no convertirla en una idea más. Vivamos como discípulos de Cristo la experiencia eclesial de los primeros cristianos. Salieron del solar de Palestina al mundo conocido de entonces, retirando muros y construyendo puentes, haciendo un nosotros fraternal y universal con el amor mismo de Cristo, dando la vida por quienes se encontraban.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Cardenal Osoro, arzobispo de Madrid