Triple muerte en Haití

En Haití se muere tres veces. Antes, en y después del seísmo. Quienes murieron en el terremoto eran ya muertos en vida antes. Quienes sobrevivieron siguuen muriendo en vida.

Al día siguiente del terremoto de Haití pregunté, en Japón, a varias personas al azar. O no les suena el nombre del país o preguntan dónde está. Pero pruebo a cambiar la pregunta y empezar mencionando el Caribe. Les suena y saben donde está. En los escaparates de las agencias de viajes destacan las ofertas de turismo con rebajas para el próximo puente de fiesta nacional que alargue a cuatro días el fin de semana. Me viene a la memoria aquella foto del turista europeo contemplando desde el hotel de la colina el desastre del tsunami en el Índico. También en la urbanización más favorecida de Petionville, contaba el reportero del Washington Post, miembros de la clase rica sobrevivían a la tragedia con despensas provistas y guardias de seguridad, a la espera de ser los primeros en recibir ayuda para “reconstruir sus negocios”.
Una semana antes del terremoto había recomendado en la clase de ética para postgraduados el libro de Paul Farmer sobre las situaciones inhumanas de las víctimas, a escala mundial, de sistemas sanitarios, económicos y financieros inhumanos y deshumanizadores (Pathologies of Power, University of California, 2005). El prólogo a la edición de 2005 comienza con el ejemplo de la “violencia estructural” en Haití. El autor no es un ensayista. Médico, antropólogo y comprometido con la causa de los derechos humanos, ha ayudado en primera línea a la clase pobre enferma en Haití, Perú y Rusia. Son conocidas sus obras sobre el SIDA (Haití y la geografía de la vergüenza y Infecciones contagiosas y desigualdades sociales). ¿Fue casualidad o coincidencia providencial? ¿Se trataba de un “en“ o “relación misteriosa”, como dicen los budistas? El caso es que, dos días después de reflexionar, de la mano de este profesional, experto y comprometido, sobre la situación de muerte en vida de la mayoría de habitantes del país, nos aterrorizaba la noticia de la tragedia sísmica. Ciertamente, quienes murieron por el terremoto, ya eran antes muertos en vida. Y la mayoría que sobrevive se enfrenta a la perspectiva de una muerte en vida prolongada.
Ante la angustia de la desgracia inevitable, las páginas de opinión han dado espacio abundante a dos juicios enfrentados: quienes se precipitaban a hacer “mala teología” diciendo que hay males mayores causados por los humanos y, por otro lado, las voces de la “anti-teología” que cuestionaba la fe ante el escándolo del mal. Ambas voces tendrían que callar y dejar que la pregunta se vuelva contra uno mismo: dónde estábamos antes del desastre y dónde vamos a estar después.
Dirán que esto son divagaciones abstractas, pero me las sugirió el episodio concreto de una persona enajenada mentalmente. Es uno de los “sin techo”, que duerme en las escalinatas del metro en el céntrico barrio de Shinjuku, en Tokyo. Si transbordamos antes de las siete, todavía ocupan los rellanos los sin techo que buscaron amparo del frío por la noche. Media hora después, los equipos de seguridad se encargan de hacerlos desaparecer. Pero nuestro hombre escabulló su vigilancia y se paseaba por la “Sub-Promenade” a la hora en que abren los grandes almacenes. Vestido estrafalario, mezcla harapos con bisutería barata. A la espalda, en la mochila, un cassette con el altavoz a todo volumen: la música de Star Wars. Era en plena temporada de ventas de Año Nuevo cuando recorría este hombre las avenidas de las galerías comerciales subterráneas gritando a los transeúntes, hasta que llegaron los de seguridad y lo redujeron al silencio. ¿Y qué dirían que gritaba? Pues repetía sin cesar: “Ha de venir un terremoto, ha de venir un terremoto”. No es agradable escuchar esa cantinela cuando uno pasea por un subterráneo en un lugar como Tokyo, donde los temblores son tan frecuentes. “Ha de venir un terremoto”, seguía diciendo nuestro hombre, y añadía, con aire sermoneador: “Estáis dormidos, estáis anestesiados, hace falta un terremoto para espabilaros”. Alguien había llamado por el móvil a los de seguridad que llegaron rápidamente. Como seguía gritando mientras lo apresaban, lo amordazaron.... A mi lado, dos personas asustadas comentan: “Debe de estar loco. Menos mal que se lo han llevado”. Una de ellas, buscando mi asentimiento, añade: “’¡Pobrecito!”. Pero no me atrevo a asentir y me quedo perplejo. Me dan ganas de decirle: “Quizás los locos y pobrecitos seamos nosotros. O habrá que esperar a que vengan los otros locos a decirnos las verdades”. No sé si se lo llevarían a algún centro de acogida o se habrá escapado de nuevo y dormirá a la intemperie. Me venía su recuerdo una y otra vez mientras escuchaba las últimas noticias sobre las consecuencias del terremoto de Haití.
Al profeta de Nazaret, rostro de Dios y luz del mundo, lo tomaron por loco sus propios familiares, porque repetía: “Yo he venido a abrir un proceso contra el orden este; así los que no ven, verán, y los que ven, quedarán ciegos” (Juan 9, 39).

(Puyblicaqdo en La Verdad de Murcia el 6 de febrero, 2010)=
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