Una historia para celebrar la fiesta del Espíritu Teolinda, linda como Dios, como la Iglesia en pentecostés
Al terminar los cincuenta días de pascua, me estoy acordando de una señora que visité hace poco y a la que escuché muy a fondo; creo que lo que sucedió en su casa fue pentecostés. La voy a llamar Teolinda, que significa linda como Dios, y omito su verdadero nombre para guardar su intimidad.
Teolinda, como otro Cristo, me daba el Espíritu; cuando me compartió su dolor me entregó con él la presencia del infinito que la habita y que la hace vivir en medio de tanta muerte,
Las memorias de los que sufren son epíclesis y escucharlas nos inundan del don de Dios.
Las memorias de los que sufren son epíclesis y escucharlas nos inundan del don de Dios.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Al terminar los cincuenta días de pascua, me estoy acordando de una señora que visité hace poco y a la que escuché muy a fondo; creo que lo que sucedió en su casa fue pentecostés. La voy a llamar Teolinda, que significa linda como Dios, y omito su verdadero nombre para guardar su intimidad.
La conocí en un grupo de mujeres víctimas del conflicto armado y que periódicamente se reúnen para darse apoyo, hacer memoria, trabajar juntas, buscar a sus seres queridos desaparecidos, remendar lo social. Ella estaba con las compañeras y casi no podía hablar, su dolor la apretaba por dentro y no le salían palabras, le brotaban lágrimas como ríos. Ese día, a pesar de que la voz se le quebraba, logró pedirme que la visitara, que fuera a su barrio, arriba en las comunas de Medellín, que fuera por allá y que bendijera su hogar y que quería que escuchara su historia.
Ya en su casa, ella comenzó a contarme su vida, o mejor, a llorarla, entre sollozos juntaba palabras y hilaba relatos; la forma en que murió su mamá, siendo ella apenas una niña y sin entender la muerte, y, así, a los siete años, quedarse huérfana y abusada. Los maltratos de los hombres a los que había amado y con los que tuvo sus hijos. Las circunstancias de la desaparición de su hijo en manos de “los que manejan” su barrio; las amenazas a sus otros hijos y el desplazamiento a otras ciudades y la miseria e inseguridad en la que todos dispersos sobreviven. La soledad de todos los días y el infierno de ver pasar días sin noticia del hijo desaparecido. Pasaron una, dos, tres horas, y Teolinda seguía hablando y yo seguía escuchando; no la quería interrumpir, solo le hacía preguntas para darle respiro y que pudiera seguir su relato; a veces, puntualizaba yo algún detalle de sus historias para no dejarlo ir sin más; ponía mi mano en su hombro o apretaba la suya y le daba golpecitos de empatía.
Cuando llegó con sus palabras a lo más duro de su dolor y tocó con sus recuerdos la herida que le sangraba por dentro, Teolinda se paró instintivamente del mueble en que estábamos sentados los dos y se escondió detrás de una puerta y desde allá, sin que yo la viera, como resguardando su angustia, como protegiendo su piel y su rostro triste, como abrazando a Dios en su memoria, entre suspiros que a veces se volvían gritos, me dejó entrar en su vacío más hondo.
De pronto, no dijo más, hubo sólo silencio entre nosotros; tanto que me parecía escuchar su pulso y su corazón; entonces, salió de detrás de la puerta y, respirando profundo, exhaló todo el aire que tenía en su pecho, y muy tranquila me dijo: - “ay, gracias, padrecito, mi Dios le pagué por escucharme, me siento descansada”; de pronto el gozo, aparecido no sé de dónde, enjugó sus lágrimas y empezó a recordar cosas bonitas de su pasado, recuerdos de su mamá y de sus hijos, que la hacían sonreír y me contagiaban de risa. Y yo sentía su paz, era también mi paz; y la fuerza se fue apoderando de ella y se me metía también a mí; sus pupilas se le llenaron de luz e iluminaron las mías, entonces todo era más claro, como si se hubiera encendido una llama; como si un bálsamo sanador perfumara el aire que respirábamos los dos y como si un huésped invisible se uniera a esa visita y nos hiciera compañía.
Cuando Teolinda salió de detrás de la puerta y exhaló, y el espacio y el tiempo que vivíamos se trasformó en resurrección, me acordé de Jesús en la cruz que entregó su Espíritu, y supe con certeza que también Teolinda, como otro Cristo, me daba el Espíritu; cuando me compartió su dolor me entregó con él la presencia del infinito que la habita y que la hace vivir en medio de tanta muerte. Las memorias de los que sufren son epíclesis y escucharlas nos inundan del don de Dios. Teolinda, linda como Dios, así como ella es la Iglesia en pentecostés.
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