Alegría y esperanza ante el anuncio del Sínodo Amazónico
Siempre hay alguien un poco más avispado o ilustrado: “Es una reunión muy importante de obispos con el Papa para tratar asuntos delicados, actuales y que requieren cambios y decisiones”. Cuando les pregunto cómo se sienten, qué les parece, responden: “Muy bien”, “vacán”, “interesante”, “chévere”. Lo que viene de este Papa dirigido a cualquiera tiene el efecto de activar al concernido, prender su ilusión, lanzarlo hacia adelante. Más que lo que dicen, sus rostros expresan satisfacción y asombro, el Papa se ocupa de nosotros, quiere ayudarnos.
“¿Y qué habría que anotar para que traten en el Sínodo?”. Esta cuestión desata una catarata de opiniones, pedidos y denuncias: “La flora y el agua es lo más valioso que tenemos, y se la están llevando las empresas”. “Hay muchos problemas con la titulación de las tierras, el gobierno friega porque quiere lotizarlas individualmente para que se puedan cargar, vender o conceder”. “En mi comunidad se ve cómo tumban los árboles y avanza la deforestación”. “No vemos que hagan un estudio de impacto ambiental para esa carretera que están proyectando”. Alguno dice que podemos decirle al Papa estas cosas en Puerto Maldonado, porque ya hemos programado antes que dos de nosotros van a ir al encuentro con Francisco allí el 19 de enero. “Vamos a hablar bonito con él”, yo me encargo.
La señora Maneca, una de las personas con más experiencia y cualidades, sentencia: “Nos van a quitar el Amazonas sin que nos demos cuenta”. Y hay un silencio que es a la vez pesar y reconocimiento de lo irremediable. El problema ambiental es algo que estas pobres gentes sufren día a día, en el pálpito de sus ríos, el ir y venir de desechos, comerciantes sin escrúpulos, el pescado que huye, la vida que está en manos de la impunidad de los grandes capitales, y los intereses implacables de los políticos y empresarios de turno.
“¿Y los indígenas?”. Los adjetivos que surcan la capilla donde trabajamos son igualmente despiadados: estamos olvidados por las autoridades, abandonados, desprotegidos, no interesamos a nadie. El día anterior, haciendo un análisis de las necesidades de las poblaciones de la misión, comentaron que casi nadie tiene agua, ni desagüe, ni electricidad. Y eso que casi todos tienen un motor proporcionado por el municipio, pero “un motor bamba, motores chinos malos, comprados ya así, baratos, para decir que nos los han dado”; todos están malogrados y ninguna comunidad tiene luz. Los misioneros damos fe.
Hay varios ticunas y yawas, y cuentan que su cultura se está perdiendo, sobre todo en el caso de los segundos, que ya casi no hablan su idioma. A pesar de los esfuerzos, y de que hay poblaciones con la escuela primaria bilingüe, lo cierto es que el acervo cultural indígena se vuelve cada vez más invisible, una rareza, confinado al silencio del pueblito o acaso expuesto como una atracción turística cerca de Iquitos. Necesitan que alguien les ayude a poner en valor su historia, sus costumbres, sus conocimientos, su carácter; reivindicar sus derechos culturales, territoriales, lingüísticos. Poner en pie su dignidad.
Así discurre esta reacción ante un anuncio que a mi equipo de Islandia ha agarrado en plena chamba, una sorpresa tan enorme como agradable. Como amazónicos y como misioneros, felices de sabernos en el corazón de las preocupaciones del Papa Francisco. Porque la Amazonía le duele y le moviliza, y para nosotros es un placer estar a su lado, escucharle y caminar por donde, juntos, él, el pueblo y nosotros, veamos que sea más comprometido con la vida y más pegado al Evangelio. Navegar más que caminar.
César L. Caro