Patriotismo

No es la primera vez que celebro el 28 de julio, Fiesta Nacional, pero este año ha sido una experiencia distinta, como más desde dentro, sintiéndolo como algo más propio, pero siempre con la curiosidad etnográfica en estado de alerta, de lo contrario no sería yo mismo.

El Perú se encuentra realmente en una situación límite. Que haya corrupción generalizada pues vale, se conoce, se comenta y se soporta, también por aquello de “el que esté libre de pecado…”. Que el Congreso sea escenario de escándalos de todo pelaje, a cada cual más estupefaciente y bochornoso hasta la opereta, ya pues, estamos medio acostumbrados. Pero lo del poder judicial es propio de películas de mafiosos de serie B, qué bárbaro, resulta que los jueces supremos son los socios del crimen organizado, las redes de narcos operan sabiendo que no serán condenados, qué terrorífica impunidad.

Recién salida la noticia, recuerdo que uno de los jueces corruptos aceptó ir a un canal de televisión a dar explicaciones de unos audios terribles en los que se le influenciaba y coimeaba para que manipulase la sentencia a un violador de una niña de 12 años. Se le oía perfectamente preguntar: “¿Qué quieren? ¿Reducción de condena o absolución?”. A pesar de que, con semejante evidencia en la mano, la periodista lo despellejaba, el tío se empleaba a fondo en justificar sus palabras, que reconocía como propias. Vaya cara. Lo que más me fastidió es que encima es mi tocayo el conchudo.

Claro está que si los responsables de cuidar a los ratones son los gatos, cuando el poder judicial está podrido hasta esos extremos, las bases de la convivencia democrática se tambalean. Se sucedieron renuncias, ceses y órdenes de presión preventiva, pero si a la gente le quedaba una chispa de confianza en los fiscales y jueces, se perdió por completo. Y eso es una herida mortal en la estabilidad institucional. La fecha conmemorativa de la independencia se aproximaba en un clima más de desánimo y tristeza que de indignación. Hubo marchas ciudadanas, se llegó a hablar de “estado fallido” y a decir que iban a suspender incluso los desfiles, y todo envuelto en un sentimiento de fatalidad y depresión colectiva primo hermano de la indiferencia.

Pero sí hubo desfile. El presidente, este pobre al que el cargo se le cayó en la cabeza como una maceta hace cuatro meses, caminó más de veinte cuadras por la avenida Brasil, un paseo bien largo que habitualmente yo hago cuando estoy en Lima. No me esperaba semejante muestra de apoyo popular, la gente estaba encantada con este tipo tan normal, de la mano de su esposa, que es maestra, y al que no se asocia con ningún lobby político limeño ni grupo empresarial, esa es su fortaleza. Cada vez que algún periodista arrimaba el micrófono a alguien, se escuchaba como un mantra: “Que no haya más corrupción”.

El presidente conecta porque representa a tantos ciudadanos anónimos que repiten: “A pesar de todo, podemos”. El país está medio hundido, pero el Día de Fiestas Patrias había miles de banderas nacionales (hay que colocarlas en las ventanas de las casas bajo pena de multa), la marina de guerra desfiló gritando “¡Viva el Perú!”, los carros eran rojiblancos, toditos llevábamos la escarapela en la solapa… estamos hechos mazamorra, pero la gente ama a su país por penosas que sean las circunstancias. Ya hay suficientes disparos al pie, basta de divisiones y nostalgias, ahora se trata de apretarse los machos desde abajo y sacar esto adelante.

No es una emoción meramente cosmética, a pesar de que a los europeos nos pueda parecer folclore o exageración tanto montaje paramilitar. Es un patriotismo forjado a través de muchas derrotas sufridas y remontadas desde hace 500 años. Y es sincero. En cierto modo lo envidio sanamente. Porque a pesar de que necios e intolerantes los hay en los cinco continentes, acá nadie se atreverá jamás a quemar una bandera del Perú o a silbarle al himno nacional en un estadio de fútbol.

César L. Caro
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