Una mujer indígena kichwa muere en Iquitos de cáncer y ayudamos a trasladar el cuerpo A solas con Rita

Domi y Reuter con Rita
Domi y Reuter con Rita César Caro

La he conocido ya difunta, hoy ha sido la primera vez que la he visto. Nunca he hablado con ella, no sé cómo es el tono su voz, ni su gesto, ni la forma de su sonrisa. Pero acá estamos los dos. Noto que hay una presencia en el cuerpo muerto, un potente vestigio de la identidad de la persona que fue; puesto que lo físico nos constituye de raíz cada día de nuestra existencia, el cuerpo es como una bitácora que registra nuestras edades y avatares. Tenemos pues un vínculo Rita y yo, hemos compartido algo de nosotros, algo espiritual. No puedo dejarla sola.

- “¿Podrías celebrar una misa exequial?” – Domi ha llamado a la puerta de la casa en un vacío atardecer de domingo en Punchana. Mi cara de estupor la anima a explicarme: - “Tenemos una muerta de Angoteros. La han trasladado esta mañana de emergencia en avioneta, pero ha fallecido por el camino. Está su esposo con ella, pero no tienen a nadie en Iquitos y la hemos traído acá”.

“¿Cómo se llama?” – pregunto. Y recuerdo que habíamos comentado, durante mi visita allá, que una mujer joven tenía un tumor en el tiroides y se lo estaban tratando. Hace falta plata para el transporte del ataúd hasta Angoteros; la municipalidad pone el ponguero desde Mazan, pero hay que colaborar para llevarla de Iquitos a Indiana.

- “Rita”- ya está Domi entrando en la capilla, se ve la caja de madera barata abierta y colocada sobre una mesa al fondo, en el pasillo. Sentado en una banca a su costado, Reuter, su marido, un hombre en sus cuarenta, tal vez un par de años mayor que ella, un puro kichwa descalzo en la ciudad.

Me cuenta cómo ha sido. Llevaba Rita un tiempo con el bulto en el cuello. Había ido a la posta en su pueblo, pero se puso peor (“era como si estuviera tragando paja”) y buscó un brujo que la aliviase. Mejoró un poco, hasta que empezó a sufrir dificultades para respirar. Entonces la desplazaron al hospital de Santa Clotilde, donde ha estado 10 u 11 días hasta que su estado se volvió crítico y ya fue tarde.

Observo el cadáver de Rita. Pequeña y de piel oscura, como corresponde a la raza amazónica, su cuerpo desgastado por sus ocho partos (deja seis hijos vivos) desmiente la juventud que muestra su rostro ovalado; los ojos cerrados, como las manos nudosas sobre el pecho, manos que guardan las secuelas del trabajo de la casa y la chacra, pero que también han acariciado y hecho masato. El cáncer, que tiene el tamaño de un huevo, asoma a la vez triunfante y vencido.

Cantamos en la Eucaristía, como no puede ser de otra manera con este pueblo, aunque solo somos tres: Domi, Reuter y yo. Hablamos de la esperanza y tratamos de dar ánimos al hombre, pero está realmente desolado. Espero que lo que no decimos, pero hacemos -acoger, ayudar, acompañar, consolar- tenga para él más fuerza que las meras palabras, que siempre parecen estorbar en momentos así.

Son las 8 de la noche. “Ve con Reuter a cenar. Yo les espero acá”. Y así me quedo solo con Rita un largo rato. La he conocido ya difunta, hoy ha sido la primera vez que la he visto. Nunca he hablado con ella, no sé cómo es el tono su voz, ni su gesto, ni la forma de su sonrisa. Seguramente se mostraría ante mí modesta y vergonzosita, como genuina warmi napuruna. No comprenderé sus inquietudes, sus cotidianas batallas, las alegrías y dolores que entramaban el tejido de su vida.

Pero acá estamos los dos. Noto que hay una presencia en el cuerpo muerto, un potente vestigio de la identidad de la persona que fue; puesto que lo físico nos constituye de raíz cada día de nuestra existencia, el cuerpo es como una bitácora que registra nuestras edades y avatares. Tenemos pues un vínculo Rita y yo, hemos compartido algo de nosotros, algo espiritual.

No puedo dejarla sola. Recuerdo siempre aquella anécdota, cuando en uno de mis pueblos extremeños los familiares dejaron el féretro en la iglesia y se fueron a almorzar un día de nevada. Medito que, cuanto más débiles somos, a medida que nos acercamos al final, más necesitamos compañía. Y el cadáver es el retrato de nuestra absoluta indefensión como criaturas: tal como llegamos al mundo, nos marchamos. Por eso permanezco junto a Rita.

Llevar de madrugada el ataúd al puerto, bajarlo a mano por las gradas, pasar por tablas de madera y embarcarlo fue una aventura que necesitaría otra entrada. Increíble pero a la vez natural, como todo en mi selva. De pronto, conversando con alguien, te enteras de que tal persona, con quien estuviste no hace mucho, ha fallecido. Todo fluye en el ciclo de la vida, hasta arribar al pasado original, a la Tierra sin Mal, donde estará ya Rita con sus manos abiertas. Allí conoceré su sonrisa.

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