La violencia serena e inexorable del río

En la mañana del día de la fiesta del aniversario del distrito, un rumor recorre Islandia: “Se ha desbarrancado por donde acaba el cemento en la calle Las Flores”. Al salir de la misa nos escaqueamos de la sesión solemne de las autoridades y nos vamos a ver qué ha ocurrido. El panorama no puede ser más desolador. El río, a pesar de que estamos en la época de vaciante, ha hecho bajar la tierra de la orilla y varias casas han caído.

Bueno, alguna queda en pie, pero por poco tiempo. Entramos en la panadería y encontramos a la gente en medio de una actividad frenética sacando cosas de la casa, horno, estantes, algún mueble. “No pasen más adentro” - nos dicen, está a punto de venirse abajo. Asu. Un poco más allacito, Dignora y su hijo, que se han refugiado en casa de unos familiares, nos cuentan el suceso: “Mi esposo se levantó de madrugada para ir a trabajar y se dio cuenta de lo que estaba pasando. Gritó a los de la balsa, que salieron con lo puesto justo a tiempo de salvarse.

El Yavarí va serpenteando, generando sus vueltas en la sucesión anual de crecidas y bajadas del nivel del agua. Y es especialmente retorcido y caprichoso, comparado con el Amazonas: acá va depositando arena y se forma una playa, y allá golpea y va horadando la tierra del barranco, tumbando árboles que con sus raíces la estabilizan, hasta que hace derrumbarse completamente la orilla. La gente lo llama “desbarrancar”. Es un proceso sosegado pero implacable, disimulado durante buena parte del año, cuando hay mucha agua y no se ve el piso bajo las columnas de madera que sostienen las casas. Las que están más cercanas a la orilla recuerdan el peligro que se cierne sobre ellas, como en cámara lenta, cuando la vaciante desnuda los palos y la tierra precaria y vacilante.

El desastre de palos, calaminas, restos de enseres, ropa, plásticos, basura, es dolorosamente mudo, apenas permanece una sombra o rumor del estruendo de las casas al desplomarse, la balsa hundiéndose, los alaridos de pánico y los llantos en la noche. Todo planea en el aire como un resto sólido que se mezcla con la suciedad del barro y la provisionalidad de la vida de esta gente, la pobreza que da la cara en episodios como el de hoy, que por otro lado son tan paulatinos como recurrentes.

Si preguntas por qué ha ocurrido, te dicen que “la boa se ha movido dando un latigazo, ha hundido la margen del río y derribado las casas”. Un etnorrelato para explicar esta catástrofe, que por otro lado forma parte del discurrir cotidiano de las cosas del hombre amazónico. No conviene tomarlo a broma, porque la boa, esa inmensa serpiente mítica tan enorme que ocupa prácticamente todo el cauce, es el espíritu del río, la vida del río. El río, que permite la existencia humana, es un ser vivo, poderoso, imprevisible, la fuerza de la naturaleza ante la que el ser humano se rinde.

Aunque podría, ya que es una desgracia periódica y predecible, construir unas buenas defensas ribereñas, como hay en Leticia, por ejemplo. De momento el ser humano político municipal peruano ha prometido realojar a las familias afectadas en otros lugares de la población, posiblemente posponiendo soluciones más definitivas hasta después de la siguiente hecatombe. Mientras tanto, aunque ya no existe el puente por donde yo solía mirar, la salida del sol sigue siendo, como siempre, serenamente espectacular. Porque en medio de la ruina y la fatalidad siempre nos queda, como salvación, la belleza.

César L. Caro
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