A falta de textos explícitos de la Iglesia sobre cómo se formó el canon, hay indicios implícitos. El detonante principal de la formación de la lista cristiana de Escrituras Sagradas fue el canon del hereje Marción.
(12-01-2022) (1026)
Escribe Antonio Piñero
Sigo comentando (y creo que por bastante tiempo) el libro de Santiago Guijarro sobre “Los cuatro evangelios” (Sígueme, Salamanca; 4ª edición, 2021).
Opino que tiene razón Guijarro cuando sostiene que el detonante que movió a la iglesia de Roma a iniciar el movimiento que –en menos de 50 años: 150-200– llevará a tener casi completo una lista de libros sagrados propiamente cristianos fue la iniciativa del heresiarca Marción cuando fundó su propia iglesia en Roma hacia el 145 y la dotó de un “evangelio”, el de Lucas. Denominar “evangelio” al libro de “Lucas” era consagrar ese término para que poco más tarde fuera utilizado generalmente “evangelio” como designación de los libros “biográficos” sobre Jesús. Con esto “Lucas” / Marción se unen explícitamente a la línea de Pablo que califica como “evangelio” su proclama sobre Jesús (Gálatas 1,7; 2,2.7).
La investigación inglesa (L. M. Mc Donald) ha querido restar importancia al “detonante Marción” argumentando que de hecho Marción mismo y sus continuadores no formaron un canon cerrado de Escrituras. Los marcionitas –se argumenta– añadieron más textos a la primera colección de su maestro y finalmente aceptaron como sagrada la armonía evangélica de Taciano sirio (el Diatessáron, un evangelio formado a base de fundir armónicamente los cuatro evangelios canónicos).
Entre otros factores que aceleraron el proceso que iba a llevar a la formación del canon, fue especial la pujanza de los herejes montanistas, surgidos hacia el 170 en Asia Menor, movimiento que hacía mucho hincapié en el gobierno de la Iglesia por medio del Espíritu santo (= profetas) y no por obispos designados. Como estos profetas generaban muchas profecías, la Iglesia buscó algún modo de distinguir entre las profecías circunstanciales y aquellas contenidas en libros inspirados que ayudaran a la mayoría de los fieles, no a pequeños grupos.
Los que matizan la tesis de Marción como “detonante” añaden que la proliferación de otras sectas gnósticas cristianas (si es que se puede considerar a Marción como un gnóstico estricto), que se jactaban de basar sus conocimientos religiosos especiales en ciertos escritos «inspirados» o en presuntas revelaciones también especiales de Jesús), hizo necesario que se formaran listas de libros seguros que expresaran la fe común de las iglesias. Guijarro no tiene apenas en cuenta estas sugerencias e insiste, en mi opinión con buenos razonamientos, que el principal detonante del canon fue la postura de Marción.
Otra idea interesante es la indagación sobre cómo los inicios / títulos de los manuscritos más antiguos (solo medio centenar de “testigos” /manuscritos) sobre los Evangelios presentan ya una opción por copiar solo los cuatro y rechazar el resto de los evangelios. Una curiosidad notable es que de entre los evangelios considerados apócrifos más tarde (unos diez), más o menos la mitad, utilizaron el sistema antiguo del “rollo” para copiarlos, mientras que los manuscritos que se decantan por copiar solo los que luego fueron los cuatro canónicos no se escribieron en rollos sino en “códices”, es decir, en formato libro como los de hoy. Al parecer, la elección del uso del formato “códice” sobre el formato “rollo” fue una peculiaridad cristiana, que indica también qué evangelios eran considerados sagrados y cuáles no para los que sufragaban los gastos de copiar los textos.
También interesante es la observación de S. Guijarro sobre el uso abreviado de los denominados “nombres sagrados” (Jesús, Dios, Espíritu) en los manuscritos que copian evangelios apócrifos y los que copian solo los canónicos. El uso de abreviaturas es común en ambas clases de evangelios, pero las de los canónicos el número de abreviaturas es mayor y siguen siempre un patrón uniforme; el de los apócrifos es al revés: menor número de abreviaturas y cada escriba sigue el patrón que mejor le parece.
Y un último factor distintivo, además del uso del códice y de las abreviaturas de nombres sagrados, es la caligrafía de los manuscritos. Los códices con caligrafía cuidada y selecta (por tanto más caros porque los escribas cobraban más) corresponden a los cuatro canónicos. Los de caligrafía descuidada, más baratos, copian apócrifos.
Estos indicios en textos (papiro) que se remontan al año 200 o un poco más indican a las claras que los copistas y quienes les pagaban tenían ya una idea clara de que había evangelios canónicos, aceptados, y otros que no lo eran.
Interesantísimo es también observar cómo los manuscritos que contienen más de un evangelio solo copian alguno de los cuatro (por ejemplo, Papiro 44 (Mt y Jn); P. 45 (Mt; Mc, Lc y Jn: el primer papiro que copia cuatro evangelios: inicio o mediados del siglo III: el orden es Mt-Jn-Lc-Mc; Ireneo de Lyón presenta otro orden: Mt-Mc-Lc-Jn que se hará tradicional hasta el siglo XIX); P. 75 (Lc y Jn); P. 84 (Mc y Jn), etc. Y otros papiros que copian un solo evangelio, siempre se trata de uno de los cuatro canónicos (lista del Novum Testamentum graece de Nestle-Aland, edición 28, pp.792-799 que recoge 127 papiros).
A base de estos indicios y a falta de textos explícitos de autores eclesiásticos que hablen de la formación del canon neotestamentario se puede rastrear cómo desde tiempos de Justino Mártir (150) hasta Ireneo de Lyón (175) hay un movimiento rápido en las iglesias que puede interpretarse como reacción a la postura innovadora y útil de Marción: tener una lista de libros sagrados en los que poder basarse con seguridad para hacer teología cristiana.
Saludos cordiales de Antonio Piñero