La cigüeña sobre el campanario

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La blanca cigüeña,
como un garabato,
tranquila y deforme, ¡tan disparatada!
sobre el campanario.
Antonio Machado

¡Yo creo en la esperanza...!
El credo que ha dado sentido a mi vida


8. Desmitologización y recuperación de la esperanza

LA VIDA Y LA MUERTE

En octubre de 1971, cuando estaba para cumplir los 60 años (nací en Gijón, el 22 de octubre de 1911), se presentaron síntomas de paralización de la pierna derecha y también ligeras anomalías en el brazo derecho. Después de un estudio clínico prolongado y perspicaz, el profesor Alemá, primario de neurología del Hospital de San Camilo, de Roma, diagnosticó con certeza una mieolpatía por espondilosis cervical, que podía ser remediada con un tratamiento quirúrgico

Se trataba de una artrosis en cuatro vértebras cervicales, que producían una compresión osea sobre la médula, causando una lesión. Fui intervenido quirúrgicamente por el Doctor Bravo, jefe de la sección de neurocirugía de la Clínica de Puerta de Hierro, de Madrid, quien con gran competencia me practicó, el 16 de diciembre, una artrodesis intersomática en las vértebras 5 y 6, y doce días después una laminoctomía cervical amplia descompresiva de las vértebras 4 a 7. Con esto me libró de la parálisis y me devolvió la capacidad necesaria para mi trabajo habitual. Quiero, desde aquí, expresar mi gratitud a ambos médicos.

Desde que los síntomas hacían ver que se trataba de una lesión seria de la médula, hasta que el diagnóstico hizo ver que la enfermedad tenía remedio, pasó aproximadamente un mes, durante el cual se presentaban ante mí dos posibilidades, probables ambas. Una, que luego resultó la real, era que hubiera remedio para mi enfermedad. La otra, igualmente probable hasta que se llegó al diagnóstico, era que se tratase de un proceso degenerativo endógeno de la médula, para el que la medicina no hubiera tenido, hoy por hoy, remedio. Esto significaba la paralización total de los brazos y piernas y la muerte a corto plazo.

De esto fui yo perfectamente consciente. Y la incertidumbre duró aproximadamente un mes.

Esto me hizo afrontar el problema de mi muerte con realismo y una inmediatez, que nunca anteriormente había tenido ocasión de experimentár.

Esta posibilidad real, concreta e inmediata de mi muerte, en un primer momento me produjo un ligero estremecimiento de miedo.

Desde la infancia, a los niños católicos, nos han metido de tal manera en la conciencia y la subconsciencia el miedo del juicio y del infierno, que es difícil que, ante la perspectiva real y concreta de la muerte, no aflore de algún modo esta ansiedad.

Sin embargo, esa primera reacción la superé con facilidad y, por decirlo así, de un golpe. Quiera Dios que esta liberación perdure sólidamente cuando de hecho me venga la muerte.

Me libré de ese estremecimiento de miedo, simplemente porque está muy radicada en mí, desde hace muchos años, la convicción de que el miedo al infierno no es cristiano.

No desprecio la doctrina del infierno ni el temor del infierno, con tal de que se los depure en serio de los residuos de fantasmas surrealistas de capitel románico, capitel románico medieval.

Pero tengo la impresión de que el complejo de "miedo" del infierno ha sido mucho más un instrumento de "poder" del clero,que un medio de promoción religiosa y moral de los fieles. Lo cual no significa que el clero no haya usado muchas veces ese instrumento de buena fe, y no haya quedado él mismo prisionero de las mallas de aquellos terrores.

La idea de que el Dios de los oprimidos hará justicia y que sus posibilidades sobrepasan el horizonte fenoménico de la historia, es una idea muy seria. El hombre de fe la vive. Es la idea de que los partícipes de la iniquidad tendrán que afrontar el triunfo de la justicia, que es su derrota.

De modo que equivocamos el camino de la verdad,
la luz de la justicia no nos alumbró,
no salió el sol para nosotros.
Nos hartamos de andar por sendas de iniquidad
y perdición,
atravesamos desiertos intransitables,
pero el camino del Señor no lo conocimos.
(Sabiduría 5, 6-7).

Es la idea de que Jesús es el Señor, de que las "apetencias" serán vencidas, y de que el Señor tiene la última palabra.
Pero el cómo de todo esto se nos escapa completamente.
No una actitud de miedo al infierno, sino una actitud de de profunda humildad, como la del publicano del Evangelio de Lucas (18, 9-14), y de esperanza y hambre de justicia. Eso es lo que corresponde a quien con un mínimo de sinceridad ha creído en Jesús.
Superado el estremecimiento de miedo al infierno, pude afrentar con sinceridad la situación en que me ponía la posibilidad muy concreta de una muerte próxima.
Y no fue el primer paso de esta reflexión existencial suprimir, por decirlo así, la realidad de la muerte, reemplazándola, sin más, con la idea de la "otra" vida.
Quizá por influjo de la situación espiritual de los cristianos en nuestro tiempo, con su justificada prevención hacia un uso infantil y banal del "mas allá" que haría cerrar los ojos ante la seriedad y el peso del "acá", me sentí abocado, espontáneamente, a afrontar la muerte "desde acá".
Ni por un momento negué la trascendencia(el misterio de esperanza), que es para mí vital hasta la médula de los huesos, y de siempre. Pero no me planté sin más "al otro lado", sino que me quedé frente a la muerte. Claro que no estaba sin esperanza trascendente. Pero creo que también era sincero mi no insistir en ella, mi quedar plantado con los pies en esta tierra, y así enfrentarme con la muerte. Porque la esperanza trascendente es "luz oscura" (misterio)y la muerte estaba delante como una realidad tangible. Yo procuré no cerrar los ojos. Afrontarla positivamente.

Ver: José Mª Díez-Alegría, ¡Yo Creo en la Esperanza!
Desclée de Brouwer 1972
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