Teresa de Avila "NO ES NUESTRO PECADO EL QUE NOS DEFINE"
lA MISERICORDIA DE dIOS
| Viqui Molins
Me pasé todas las Cuaresmas de mi infancia, adolescencia y juventud cantando con un sentido de contrición casi enfermizo: “perdona a tu pueblo, Señor... no estés eternamente enojado, perdónale, Señor.”
Claro que la cosa venía de más lejos, porque en el parvulario entrábamos a la capilla en fila y cantando: “Vamos, niños, al Sagrario, que Jesús llorando está, pero en viendo tantos niños, muy contento se pondrá”.
Esa vulnerabilidad de Dios ante nuestro terrible pecado nos desconsolaba y a mí, por lo menos, –siempre muy sensible al amor y a la frustración en las relaciones humanas- me traía por la calle de la amargura. Siempre que me sentía culpable por lo que había hecho –y era diestra en travesuras y en rabietas momentáneas- lo pasaba fatal y empeoraba mi situación vulnerable al sentir que estaba “hiriendo” al mismo Dios a quien desde pequeña yo amaba en la persona de Jesús con un fervor, infantil primero y adolescente y joven más tarde, que a mí me parecía central en mi vida
Y con este hándicap llegué a mi juventud en aquellos años en los que la predicación de los sacerdotes iba siempre unida más a la reprobación de nuestras faltas y debilidades que a la misericordia y amor de Dios. De ahí que mi conciencia de pecado y de culpa se fue acumulando y acrecentando al mismo tiempo que iba creciendo, por otra parte, mi deseo de amar y agradar a Dios en la Persona de Jesús de la que, por otra parte, me sentía cada vez más enamorada.
Desvelo esta situación personal porque estoy segura que es la de no pocas personas –mujeres sobre todo- de mi edad que han vivido este sentido moral como el núcleo de su vida espiritual centrado más en el “yo” pecador, que en el “Padre” de la misericordia.
A propósito de la Cuaresma y de su sentido en este camino hacia la Pascua, me gusta haberme topado con un libro de la Pastora protestante Nadia Bolz-Weber titulado “Santos accidentales”, con un subtítulo que lo aclara ya todo: “Encontrando a Dios en las personas equivocadas”.
Confieso que no ha sido una novedad para mí sino una confirmación de lo que he ido aprendiendo a través de los años y de la amistad con Jesús alimentada en la oración diaria. Y, sobre todo –he de confesarlo- en las experiencias maravillosas que he vivido cerca de muchas de esas “personas equivocadas”. En especial aquellas con las que conviví y acompañé hasta su muerte en aquellos años terribles del Sida como consecuencia de la droga dura inyectada sin precauciones.
Sólo quiero acabar estas líneas animándonos mutuamente a llegar a la Pascua con este sentimiento de gratitud que da el saber que no es nuestro pecado y nuestra debilidad la que centra esta época cuaresmal, sino la misericordia de Dios que excede en mucho a cualquiera de nuestras debilidades. Una de esas lecciones que acabo de recibir al conocer el pasado de alguien que sólo me había mostrado la parte de luz que Dios le regaló en sus últimos días y que, aunque más corta en el tiempo, superaba en mucho la larga etapa para mí desconocida de una vida de “persona equivocada”.