José Vicente Rodríguez OCD (1926-2022), quinta-esencia de Dios (con M. Ofilada)
Había escrito un libro titulado Cuadrilogía (Cuatro nombres/esencias de Dios). Me pidió un prólogo, que adjunto al final de esta reseña. Dialogamos mucho sobre las cuatro notas/esencias de Dios, según Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Yo le decía "tú eres, con Jesús", la quinta-esencia.
Acaba de morir, esta madrugada (23.11.22) en Burgos. Ha sido casi todo en el Carmelo, ha sido mucho en la Iglesia, conocedor y amigo fuerte de Dios.
Sólo se puede hablar de él con admiración y agradecimiento, con inmenso cariño. Gracias José Vicente, por haber vivido, por haber sido quien eres, "místico en Dios", caminante comprometido con la vida más honda de los hombres y mujeres de la tierra. Ayúdanos en la marcha. Te queremos y necesitamos.
Sólo se puede hablar de él con admiración y agradecimiento, con inmenso cariño. Gracias José Vicente, por haber vivido, por haber sido quien eres, "místico en Dios", caminante comprometido con la vida más honda de los hombres y mujeres de la tierra. Ayúdanos en la marcha. Te queremos y necesitamos.
| X.Pikaza
De una carta del Carmelo Seglar de Salamanca
Fray José Vicente de la Eucaristía carmelita descalzo, nació en Monleras (Salamanca) el 2 de enero de 1926 y nos ha dejado hoy 23 de noviembre de 2022, esta madrugada en Burgos.
Profesó el 14 de agosto de 1942, se ordenó el 23 de abril de 1950. Toda nuestra gratitud a Dios por la vida y la vocación de José, que con tanta sabiduría ha servido a sus hermanos, la Orden Carmelita Descalzo y a la Iglesia.
Mi oración a mi hermano Fray José Vicente Rodríguez por sus enseñanzas, por la divulgación de la vida y doctrina de nuestros Santos Padres Teresa de Jesús y Juan de la Cruz y tantos hermanos del Carmelo.
Hoy ha cantado con alegría, el canto de nuestro Padre Juan de la Cruz:"Gocémonos, Amado,y vámonos a ver en tu hermosura /al monte o al collado /do mana el agua pura; /entremos más adentro en la espesura”.
De una carta de Tong Tong (Macario) Ofilada, amigo común, de José Vicente, corresponsal de RD en Filipinas:
En su
plena madurez, el P. José Vicente Rodríguez, bien cumplidos ya los noventa años, ha tenido el detalle de ofrecernos esta espléndida cuatrilogía con los cuatro nombres de Dios que yo me atrevo a presentar como sus cuatro puntos cardinales, o, quizá mejor, como los Cuatro Caminos que suben a su Monte Carmelo.
Tú sabes bien que allá arriba no hay más caminos ni montes distintos, pues todo es Amor Entrañable, pero también sabes que esta mundo es siempre camino, y así nos animas a subir (a que Dios mismos nos suba) por las cuatro caras de su monte, por los cuatro lados de su misterio.
Y así lo has querido hacer en este libro. presentándolo ahora de un modo agradecido y admirado en este Adviento del año 2015, abierta ya por el Papa Francisco la puerta del jubileo de la Misericordia de Dios (8.12.2015). Los caminos de Dios, tus caminos, son por una parte duros, hay que escalar la Montaña que es Dios. Pero, al mismo tiempo, son lo más fácil que existe, pues Dios con-desciende y baja para así subirnos, como madre de ternura que nos toma en sus brazos, para introducirnos en su trascendencia infinita, haciéndose presencia de Vida en nuestra vida.
Éstos son tus cuatros nombres (condescendencia, ternura, trascendencia, inmanencia), las cuatro laderas y caminos de la Montaña de Dios, en cuyas cavernas de luz has querido introducirnos para descubrir así el Misterio y descubrirnos a nosotros mismos en la Luz. Padre José Vicente, tu atrevimiento ha sido grande, tu libro muy profundo y muy hermoso: ¿Quién puede atreverse a definir de alguna forma a Dios?
Pero, al mismo tiempo, tu libro ha querido ser un relato gozoso y sencillo, de bendita esperanza, como la voz de un niño que dice en la noche, antes de cerrar los ojos “cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos guardan mi alma”. De esos cuatro “angelitos”, que son los nombres de Dios que es condescendencia y ternura, trascendencia y presencia, has querido hablarnos, para que hagamos también nosotros el camino y no desmayemos ante la Montaña que en un momento puede parecernos imposible, insalvable.
Gracias, José Vicente, por haber escrito este libro, como cartilla de oración para niños y por enseñarnos a rezar de nuevo, pues ante Dios seguimos siendo ese niño que se adentra confiado en su noche de luz, ante la cama caliente que su madre ha preparado para él… siendo al mismo tiempo escaladores de la más alta Montaña.
- Padre José Vicente y su obra
Quiero comenzar recordando. Soy algo más joven que el P. José Vicente, pero le conozco desde hace muchos años. Nació, a principios del año 1926, en Monleras, entre Ledesma y las Arribes del Duero, en la ribera del Tormes (Salamanca), tierra de la que viene también P. Manuel Iglesias SJ, inmenso filólogo y traductor de la Biblia. Profesó en el Carmen Descalzo donde ha recorrido muchos caminos en torno a la Montaña del Carmelo, y ha sido (es todavía), por gracia de Dios, un hombre para todas las “estaciones” y trabajos.
Me gusta recordarle a un “todoterreno”, al servicio de la Orden y la Iglesia, para bien de los amigos y de todos cristianos, un animador de Vida, un guía experto de ascenso a la gran Montaña del encuentro con Dios, por las cuatro vías o laderas de la experiencia mística, que es la más “rara” y preciosa de todas, siendo la más común, porque, como bien sabes, la mística es lo primero de todo, antes que la ascética, antes que la moral de costumbres, antes que todos los rituales, porque es, simplemente, ser en Dios, viviendo así en verdad.
No puedo contar aquí los rasgos externos su vida, pues ellos aparecen sobriamente en las solapas de algunos de sus libros y en los buscadores de la red (de internet) donde podrán encontrarse anunciadas y detalladas sus obras. Sólo quiero recordar que estudió Teología y Espiritualidad en la Pontificia de Salamanca y en el Teresianum de Roma, especializándose en Sagrada Escritura en el Instituto Bíblico, donde tuvo como profesor al P. Bea, futuro cardenal y hombre clave del Vaticano II.
De aquellos tiempos de preparación del Concilio viene el P. José Vicente, trayendo y conservando desde entonces la frescura del evangelio, la libertad cristiana, el gozo de Dios, con esa sonrisa inteligente e ingenua con que mira y se deja mirar por todos, como diciendo: ¿Subimos a la Montaña de Dios? Pero, siendo hombre de la Altura de Dios, José Vicente ha sido hombre hombre de todos los trabajos en la Orden del Carmelo Descalzo: Profesor del Teresianum de Roma, Secretario del P. A. Ballestrero, General del Carmelo (luego Cardenal de la Santa Iglesia), Provincial de Castilla y superior de diversas comunidades (Alba de Tormes, Segovia…).
Pues bien, por encima de eso el P. José Vicente ha sido siempre y sobre todo, hermano y amigo, no sólo de los religiosos y religiosas del Carmelo, sino de todos aquellos que le hemos conocidos, hombres y mujeres del ancho mundo, de dentro y de fuera de la iglesia. Entre ellos me cuento, y aunque no haya sido muy extensa mi relación con él ha sido y es profunda y cercana, desde la distancia.
He dicho que soy algo más joven que él, pero le recuerdo desde los años ochenta del siglo pasado cuando él era Provincial y yo empleaba su edición crítica de las Obras de San Juan de la Cruz (preparada con el querido Federico Ruiz y publicada en EDE), pues estaba escribiendo, a partir de ella, un libro sobre el Cántico Espiritual. Después compartido con él algunas tardes de estudio y trabajo en la Universidad Pontificia de Salamanca y en diversos encuentros de teología y espiritualidad.
Recuerdo sobre todo su buen hacer en los comienzos del CITES (Centro Internacional Teresiano Sanjunista) de Ávila, convertido ahora en Universidad de la Mística, con el P. Maximiliano Herráiz García, que fue su primer director (1986-1990), al que sustituyó después (1990-1996), acompañado más tarde por su amigo (¡nuestro amigo!) el P. Salvador Ros García, que le sucedió que le sucedió en el cargo (1997-1999).
Me invitó varias veces a dar cursos en aquel centro, cuando estaba en la casa de la Santa, junto a la puerta de la Muralla, y a impartir en especial una lección inaugural sobre la Belleza en la Poesía de San Juan de la Cruz, que se convirtió luego en curso monográfico en la Universidad Pontificia de Salamanca, para terminar siendo un libro titulado Amor de Hombre, Dios Enamorado. El Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, que no pude publicar en la Editorial Monte Carmelo, de Burgos, con gran pena de su director, el querido P. Fernando Domingo, por ciertas diferencias administrativas, totalmente ajenas a la Editorial y a la Orden (la obra fue publicada después el Desclée de Brouwer, Bilbao 2005, donde sigue haciendo camino).
Pero vuelvo al tema. Cuando dejó la dirección del CITES, maduro en años, trabajos y virtudes, con más de setenta año, una edad en la que casi todos piensan sólo en la jubilación, para vivir de rentas y pensiones monacales y sociales, el P. José Vicente, que ya no tenía que “guardar ganado” comenzó su nueva juventud, sabiendo bien que “solo en amor es mi ejercicio”, escribiendo y publicando cada vez mejores libros, a un ritmo envidiable, no sólo en su editorial (EDE), sino, y sobre todo, en San Pablo (Madrid) y en Monte Carmelo (Burgos).
Citaré después algunas de esas obras, pero ahora quiero centrarme sólo en dos de tipo más biográfico: Miguel de Unamuno. Proa al Infinito (BAC, Madrid 2005) y San Juan de la Cruz. La Biografía (San Pablo, Madrid 2012, con prólogo de T. Egido). Son dos obras (¡palabras!) mayores, de gran formato y tamaño, y el P. José Vicente ha vinculado en ellos la precisión histórica con la profundidad filosófica, teológica y religiosa, en la búsqueda y experiencia de Dios.
Una trataDO de Unamuno (1864-1936), quien, como muestra José Vicente, ha sido y sigue siendo, desde Salamanca, un buscador de Dios, un barco que navega hacia el infinito o, quizá mejor, un despertador de conciencias dormidas, una obra que, a su juicio, era la décimo quinta obra de misericordia, después de las siete corporales y las siete espirituales. Esto es lo que importa en la vida: Despertar el alma, para que escuche a Dios y se levante y camine a la luz de su Día, hasta la Montaña. Ése quiso ser el lema gran vasco-salmantino que fue Unamuno, y en esa línea le ha seguido y comentado José Vicente, de la misma tierra del Tormes, para presentarle como ejemplo de apertura a Dios en un tiempo en que muchos renuncian a buscarle.
La segunda obra trata de Juan de la Cruz que ha sido también “despertador” de Dios, pero, sobre todo, un hombre “despertado” en Dios, un iluminado viviente que pasó también por Salamanca, pero no para quedarse y enseñar en su Universidad (como podría haber hecho, sin duda), sino para abrir caminos de reforma interior, con la Madre Teresa, por los anchos camino de Castilla-Andalucía y de la Cristiandad. José Vicente le ha conocido por dentro, como casi nadie y ha escrito varios libros sobre él, sobre todo éste al que ahora me refiero, presentándole como un hombre de carne y hueso, una especie de nueva encarnación del misterio de Dios hecho silencio suma y suprema palabra de vida. En un momento dado, José Vicente ya no escribe “sobre” Juan de la Cruz, sino “como” Juan de la Cruz, retomando y recreando en esta nueva circunstancia, entre el XX y XXI su camino y su palabra.
De las otras obras de José Vicente, y en especial de las “menores” (por tamaño, no por contenido) no quiero hacer larga mención en este prólogo, pues nos llevarían demasiado espacio. Me limito a citar algunas quizá más significaivas: San Juan de la Cruz. Obras Completas, EDE, Madrid 62009; Las Moradas de Santa Teresa, EDE, Madrid 102007; Míos son los cielos. Comentario a San Juan de la Cruz, EDE Madrid 2002; 100 fichas sobre san Juan de la Cruz, Monte Carmelo, Burgos 2008; Juan de la Cruz, chico y grande, S. Pablo, Madrid 2007; 365 días con Juan de la Cruz, San Pablo, Madrid 2011; La sonrisa interminable de Dios, EDE Madrid 2005…
De un modo especial quiero citarLas “cuatro cosas” de Fray Juan (Monte Carmelo, Burgos 2007), porque se adentra en la vida de Dios y pone de relieve cuatro de los rasgos o momentos (atributos) de su vida, en línea de experiencia interior y de gozo iluminado, con Juan de la Cruz. Ésta ha sido y sigue siendo para mí la mejor de la cualidades de la vida y obra de José Vicente: Su capacidad de ponernos ante Dios, la Montaña Infinita, como si fuera (y es) lo más cercano y fácil, su humanidad profunda, su gran gozo, que es un reflejo y presencia del gozo de Dios, en línea de experiencia personal y de amor comunitario, eclesial, humano.
Por medio mundo ha dado el P. José Vicente conferencias y cursos sobre el Dios de Juan de la Cruz, de aquella Piedra de Agua Viva, que es Cristo (como dice Pablo en 1 Cor 10, 4). En muchos lugares le siguen, leyendo sus escrito, y admiran su sabiduría. Pero, por encima de charlas, escritos y ciencias, por todas partes ha dejado y sigue dejando el testimonio de su humanidad inmersa en Dios.
2. Una experiencia de cuaternidad, la plenitud de Dios
Es muy posible que él no lo recuerde. Fue en los años ochenta. El P. José Vicente había impartido una lección magistral sobre algún tema de presencia y experiencia de Dios, ya no recuerdo dónde. Asistimos, muy atentos, el Prof. Antonio Vázquez, Catedrático de Psicología de la Universidad Pontificia de Salamanca (máxima especialista en Freud y Jung) y un servidor.
Hubo una larga tanda de preguntas, en las que algunos quisieron acorralar al P. José Vicente, sobre la posibilidad de intervenciones extraordinarias de Dios, por encima del orden de la naturaleza, a las que él respondió siempre con amabilidad, inteligencia y sonrisa. Horas después, en una larguísima “sobrecena”, el Profesor A. Vázquez comentó y condensó el tema con su agudeza, diciéndome que había dos tipos de pensamiento, que no se excluyen entre sí, sino que se completan.
‒ Hay un pensamiento triangular o, mejor dicho, tríadico y dramático, más propio del psicólogo judío S. Freud, que pone de relieve las contradicciones de la vida, con su fuerte dramatismo, en una línea que los teólogos “vinculáis” (me dijo) con la Trinidad. En ese plano, las cosas quedan siempre abiertas, de manera que no pueden responderse; es como en la vida de los hombres en el mundo se escondiera siempre una tragedia.
‒ Y hay un pensamiento más abarcador y oceánico, en la línea de K. Jung, también gran psicólogo, que acentúa más las armonías de la vida, con su propensión a la “cuaternidad”, es decir, a la vinculación profunda de los opuestos. El Prof. A. Vázquez terminó diciendo que el P. José Vicente iba más en esa línea de unificación profunda, con la implicación de los opuestos, como pensaba el Cardenal Cusano en otro tiempo, como K. Jung en el siglo XX, que son hombres de armonía y de diálogo.
Ciertamente, la Iglesia Cristiana ha optado, dogmáticamente, por un esquema ternario-trinitario, para incluir a Jesús y el Espíritu Santo en el misterio de la esencia de Dios Padre, como ha puesto de relieve el Credo de la Iglesia, en un equilibrio que no puede nunca resolverse en este mundo, aunque queda abierto a la unidad más honda de Dios, en su silencio y palabra trascendente. Pero, junto a esa línea oficial, que debe mantenerse en la perspectiva del dogma de fe, pues el Dios de Cristo es Trinidad, puede y debe ponerse también de relieve, en una perspectiva de búsqueda humana, un esquema de cuaternidad que nos obliga a vincular y unir los opuestos de Dios (las cuatro laderas del Monte, los cuatro puntos cardinales de la tierra), pues se trata de un modelo más humano, más cercano a nuestra experiencia.
Los dos esquemas son necesario, decía el Prof. Vázquez, no puede buscarse en este mundo una única solución. Ciertamente, como sabía y ponía de relieve San Juan de la Cruz, la palabra más honda es la Trinidad, que no puede decirse ni entenderse (¡es lo mayor y más grande de todos los santos!). Pero, al mismo tiempo, como caminantes que somos, es bueno que haya personas como el P. José Vicente que buscan y cultivan la armonía de los cuatro punto cardinales de Dios, de un modo inteligente, ayudándonos a penetrar en su misterio impenetrable, que siempre nos desborda.
Así lo había visto, en un plano quizá un poco superficial, el mismo K. Jung, cuando decía que, de hecho, psicológicamente, en un plano de experiencia concreta (no de fundamentación dogmática de la fe), la Iglesia utiliza un esquema de cuaternidad, como lo demostró introduciendo a la Virgen María (y con ella a la humanidad) en el espacio de la gran “cuaternidad” divina (como habría hecho el Papa Pío XII al proclamar el Dogma de la Asunción, año 1950). Sea como fuere, dejando a un lado esos problemas de conocimiento psicológico, que tanto interesaban al Prof. Vázquez, es claro que José Vicente (¡sin negar la Trinidad en modo alguno, sino para ponerla más de relieve!) ha utilizado esquemas de cuaternidad, como había mostrado ya en su libro de Las cuatro cosas de Fray Juan. Cuatro que en resumen las cosas que pueden verse y decirse desde este mundo, como las cuatro laderas y caminos de ascenso a la Montaña.
3. Como una cesta (círculo) de flores dividida en cuatro apartados
Cuatro son, por tanto, las cosas que nos permiten organizar y “decir” un poco, en este mundo, el misterio de Dios que, siendo indecible (porque él es lo que él se quiere), como sabía bien Juan de la Cruz, puede ser sin embargo conocido de un modo misterioso y asombrado por los hombres. Ciertamente, en un sentido, sería mejor guardar silencio. Pero en otro, por no callar y para situarnos de un modo menos opaco ante la misteriosa geografía de la Montaña de Dios, no tenemos más remedio que hacer esquemas y buscar modelos de organización y pensamiento, como sabía bien Teresa de Jesús con sus siete moradas (¿por qué siete? ¿no se cruzan y entrecruzan unas en las otras?), y sobre todo Juan de la Cruz, el mejor maestro de divisiones y esquemas teológicos que yo conozco.
Como mujer de ciudad, Teresa escogió la imagen de la gran ciudad-castillo, con sus siete muros… Como hombre más de campo y de naturaleza, Juan de la Cruz escogió la imagen de la subida a la Montaña, que empieza por el Monte Sinaí de la Biblia (con el Monte Sión) y culmina en el Carmelo. No quiero comentar aquí más esa imagen de Juan de la Cruz, pues de eso sabe José Vicente todo lo que puede saberse y nada puedo enseñarle, pero me atrevo a recordar algo que está en la base de toda la experiencia mística cristiana, tal como la formulaban ya los Padres de la Iglesia, cuando hablaban de los cuatro momentos del camino del encuentro del hombre con Dios.
Estos cuatro momentos, vinculados a la montaña de Dios, nos permitirán plantear mejor el tema de la “cuatri-logia”, es decir, de las cuatro palabras que el P. José Vicente a vislumbrado en la subida del Monte. Estos cuatro momentos forman parte del despliegue de la psicología espiritual, siendo, al mismo tiempo, de algún modo, momentos del misterio divino, conforme a la ley de encarnación. Son cuatro, digo, y no siete como las moradas de Santa Teresa, cuatro aspectos contemporáneos, no sucesivos, del Camino del hombre en/con Dios y de la revelación de lo divino:
‒ Elevación. Toda oración implica un movimiento ascensional: el hombre puede alzarse sobre sí, superando los niveles anteriores de su vida, para situarse ‒interrogante, gozoso, esperanzado‒ ante un misterio de gracia y vida (Dios) que puede responderle. Así decía Teresa “levantar el corazón a Dios”, dejar que el mismo Dios nos lo levante, no para pedirle sin más mercedes, sino para gozar de su Merced. Así, la altura del Monte inalcanzable al que debemos ascender (¡Monte Carmelo o Sinaí!), eso es Dios para los creyentes.
‒ Pasividad. Ciertamente, el hombre es el que hace (¡homo faber, hacedor de cosas!); pero, al mismo tiempo, él es también aquel que se deja hacer, el que aprende a escuchar, ejercitándose en el más hondo silencio, poniéndose en gesto de quietud, aguardando así el paso y llamada de Dios, en la gran noche pasiva del sentido y del entendimiento. De esa forma se define el hombre, cuando ya no quiere nada, cuando simplemente acoge, como “oyente de la Palabra”, aquel que puede escuchar a Dios cuando le habla. El orante es un hombre que se deja amar, de manera que su pasividad aparece como acción más honda, que consiste en permitir que Dios le vaya transformando, enriqueciendo con su gracia, el Dios de la Pasividad suprema, que está en la Cruz, que es Cruz.
‒ Comunión. Orar es dialogar con Dios en clave no sólo de confianza, sino de mutua responsabilidad: «Tratar de amor con aquel que sabemos nos ama», decía Teresa de Jesús. El trato se vuelve así costumbre y la costumbre intimidad y la intimidad un tipo de necesidad más honda que no puede formularse con palabras, la comunión más alta, el Matrimonio divino, que puede llamarse comunión de amor. Dios mismo “necesita” de nosotros, como necesitó de Jesús para redimir a los hombres, y como necesitó a María para encarnarse. Por eso, Dios mismo es comunión, en su intimidad divina (Trinidad) y en su diálogo de amor con los hombres. En esa línea, la oración es un ejercicio de comunión: Dios vive en el hombre, el hombre vive y se realiza en lo divino, como al modelo supremo del “matrimonio divino”.
‒ Acción más alta. En un momento pudiera parecer (y ha de decirse) que la oración es olvidarse: “Dejéme y olvidéme…”, dejar todas las penas y cuidados de la tierra y quedar así traspuestos, reclinados en los brazos del Amado. Pues bien, ese mismo olvido se convierte en recuerdo más profundo, en exigencia más honda de hacer, de dar la propia vida y transformar (enriquecer) la vida de los hombres, empezando por los pobres y enfermos, como supo Jesús al dar la vida por el Reino. En ese sentido, el orante es un hombre despierto, el más despierto y activo del mundo, aquel que se pone en pie, asumiendo las tareas de la vida, descubriendo y gozando sus valores, siempre al servicio de los otros.
Siendo elementos de la vida humana, estos cuatro momentos de oración (Elevación→ Pasividad→ Comunión→ Acción más alta), que trazan el camino del hombre en el misterio, son elementos del mismo Dios, que pueden leerse en esa dirección o en la opuesta (Elevación ↔ Pasividad ↔ Comunión ↔Acción más alta), pues cada uno se implica en los otros, trazando un camino que va del hombre a Dios, de Dios al hombre, y de unos hombres a los otros… Normalmente suelen ponerse uno detrás del otro, como momentos sucesivos de un único ascenso-descenso. Pero el P. José Vicente los ha visto más bien como momentos simultáneos (uno al lado del otro, no uno después del otro), como seguiré indicando.
Con estos cuatro momentos podría haber organizado el P. José Vicente la cuatri-logía, el “logotipo” y contenido de su “cestilla”, llenándola con “flores” de Teresa de Jesús y sobre todo de Juan de la Cruz, con la ayuda de la Biblia que ofrece abundante material para cada uno de los temas. También podría haber apelado a otros autores, incluso no cristianos (como hace al introducir en su discurso la experiencia mística de Teilhard de Chardin y el modelo del Budismo Zen), pues el camino de la oración y presencia de Dios es un despliegue humano del que saben algo los teólogos profesionales (¡como los antiguos Salmanticenses del Carmen Descalzo!), pero también (en otra línea) los poetas y espirituales.
Incluso un filósofo “profano” como M. Heidegger hablaba, en lo más alto de su pensamiento, de una cuaternidad (Geviert), formada por cielo (trascendencia) y tierra (inmanencia), lo divino (eternidad) y lo humano (tiempo), en una línea que parece más pagana que cristiana, y que pretende abarcar todo lo que existe, aunque con el riesgo de cerrarse y cerrarlo todo en el destino, sin presencia personal, sin verdadera realidad de Dios. Sea como fuere, como vesJosé Vicente, estás en buena compañía, aunque es mejor que vuelvas y te apoyes en los místicos antiguos, más que en algunos pensadores modernos como Heidegger (Unamuno es harina de otro costal), que nos terminan dejando al fin en la oscuridad más grande con su cuadratura impersonal y fría de una realidad sin alma verdadera.
Tú, en cambio sabes, que siendo la más plena oscuridad, Dios es la luz más clara. Por eso no empleas tu esquema de cuatro (cuatri-logía: las cuatro palabras) para confundir o mezclar planos, sino para delimitar un poco los espacios o moradas del misterio, de la que habló Jn 14, 2, desde los cuatro ángulos de la realidad, que son los cuatro caminos de ascenso por las laderas del misterio, dejando los arrabales, de una vida perdida en un mundo que corre el riesgo de perderse, si Dios no condesciende y lo adentra en su regazo de ternura, para introducirlo así en su trascendencia, haciéndose de esa manera presente en nuestra vida.
Tu cesta de flores divinas me recuerda a la de Jer 24, la cesta buena de los buenos higos de Dios, no para definir y pontificar de un modo amenazante, sino para ayudar mejor en el camino, diciéndonos a otros lo que has visto, como testigo de misterio (y para que así podamos dejar la cesta de higos malos, que otros pregonan con engaño, como sigue diciendo el mismo Jeremías).
Perdona una referencia personal. No me cuesta imaginarte, hace ochenta años, caminando por las cortinas y prados de Monleras, y bajando al río, cuando aún no se había construido el gran embalse de Almendra. Algunos de mis mejores amigos han sido de aquella tierra, casi vecinos suyos, de Sardón y el Jejo de los Reyes. Ellos me enseñaron a entender los prados, las cortinas y cortinos, las riberas del río donde estaban (¡ahora anegados!) los molinos.
Muchas cosas han pasado en estos ochenta largos, pero en ti ha seguido creciendo la misma experiencia del misterio, que presentas ahora con toda nitidez en las cuatro partes de este libro, con títulos muy hondos de Dios, para este Año Jubilar de la Misericordia 2016, año bueno para insistir en la Montaña de Dios y en los caminos que nos llevan por su laderas al gran Misterio.
4. Un libro de Jubileo. Los cuatro nombres de la Misericordia
Sabes bien que ése es un Libro de Jubileo, como dices en la Introducción, citando la Bula del Papa Francisco (MV: El rostro de la misericordia, 2015), un libro para despertar a los dormidos y orientar a los perdidos, en la línea de Unamuno, pero desde el Mar de Dios que ha sido y sigue siendo Juan de la Cruz…
Perdona que aduzca aquí otra referencia personal. Allá por el año 1980, el Prof. Vázquez perdió su coche y se perdió, tras una jornada de pesca, entre Sardón y Monleras, pues había dejado su Seiscientos y una zona escondida de la Ribera, en un tiempo en que el pantano estaba bajo de aguas. Fue al pueblo y me llamó y fui a buscarle con otro coche, y recorrimos con la luna de guía, las tierras onduladas de la ribera del pantano, bajo el gran manto de la misericordia de Dios… hasta que encontramos el coche. Yo pensé en un momento: Por aquí debía guiarnos el P. José Vicente.
Supe entonces que es fácil perderse en este mundo, pero no en la Misericordia de Dios, en sus cuatro nombres y caminos de amor. Este pensamiento ha vuelto a mi cabeza, una y otra vez, mientras iba leyendo tu libro, con la certeza de que tú, tras más de ochenta años de experiencia profunda de Dios, seguías enraizado en el misterio insondable de su belleza, después de haber camino de niño por lo que hoy son las riberas (¡por esos montes y riberas…!) del Almendra, que no es Dios, pro es muy grande.
Por aquellos caminos y por un largo estudio de los clásicos del Carmelo y de la vida cristiana, partiendo de la Biblia, has podido llenar con las flores de Dios y de la vida creyente los cuatro recuadros o puntos cardinales de este canastilla de admiración y gozo emocionado que es nuestra existencia de creyentes, un soplo y camino de cielo en la misma tierra.
Volveré muy pronto a tus cuatro nombres de Dios, pero antes quiero citar (¡persona mi deformación profesional!) los cuatro que aparecen en Ex 34, 6-7, casi en el principio del camino de Dios en la Biblia, como sabes muy bien. Ese pasaje del Éxodo ha sido y sigue siendo la Carta Magna de la misericordia de Dios, que se eleva sobre el pecado de los hombres, a quienes el mismo Dios ofrece perdón desde la Montaña de su misterio de amor, para que ellos (pecadores perdonados) puedan así superar el estallido anterior de la idolatría (adoración del Becerro de Oro).
Esas cuatro palabras del Éxodo, que comentaré de inmediato, me sirven o, quizá mejor, nos sirven para trazar cuatro camino de humanidad reconciliada, como un templo de cuatro naves paralelas, todas misteriosas, no para volver simplemente a las cosas que habían sido antes (no podemos retornar a Egipto, como querían algunos hebreos, ni siquiera a la vida en Monleras, en los años treinta del siglo pasado, cuando tú eras niño, pues ya aquellas riberas tuyas del río sin pantano no existen), sino para crear rutas nuevas, desde el mismo Dios eterno que quiere seguir fecundando de amor nuestro tiempo, porque también el siglo XXI es Día de Dios.
Recodemos la escena. Dios había dado a Moisés su ley (cf. Ex 19-21), pero los judíos ha habían rechazado, para adorar (¡como nosotros solemos hacer!) al becerro de oro, que es el dinero, la fuerza y la pura pasión. Como mediador fracasado de la alianza, bajó aquel patriarca del monte con las tablas de piedra de la ley, y descubriendo el pecado del pueblo, rompió las tablas con furia, pues le parecía que todo había terminado (Ex 32, 15-20). Pero Dios aguardaba con paciencia, y le pidió que volviera, que empezara de nuevo, con nuevos fundamentos de amor y de misericordia
Conforme a la ley de este mundo, Dios tenía que haber rechazado para siempre al pueblo, pero su misericordia es mayor que la ley, y Dios quiso perdonar (¡él es perdón!), pidiéndole a Moisés que subiera de nuevo a la montaña (cf. Ex 34, 1-4)… Moisés subió y Dios bajó a su encuentro como misericordia infinita, y ambos dialogaron, sin rayos ni truenos (cf. Ex 19):
Moisés… subió al amanecer al Monte Sinaí... Yahvé bajó en la nube y se quedó con él conversando, y proclamó el nombre de Yahvé (¡su nombre!) y pasó ante él diciendo: ¡Yahvé, Yahvé, Dios entrañable (rehem) y de gracia (hannun), lento a la ira y rico en lealtad (hesed) y verdad (‘emunah), leal hasta la milésima generación; que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación! (Ex 34, 4-7).
Este “bautismo” de Moisés (tan parecido al de San Elías, tu patrono, en la misma montaña, con los mismos motivos de fondo: cf. 1 Rey 19) forma parte de nuestra iniciación mística, en la gran Montaña de Dios, a cuyas rocas seguimos “agrapados” en la noche de la vida.
Perdona, José Vicente, pero vuelvo otra vez a la evocación personal. Así te pienso a ti, como otro Moisés, como Elías, tu santo (¡tú dirás que más pequeño, eso lo sabe Dios!), subiendo otra vez a la Montaña de Dios (a tu Carmelo, Horeb o Sinaí, el Monte de la Segunda Alianza, que es Perdón), para descubrir así, con más fuerza que nunca, al Dios de la Misericordia, con los cuatro nombres de la “canastilla sagrado”, que voy a comentar ahora, con los cuatro caminos de su Roca, las cuatro naves de su Templo, utilizando para ello las palabras hebreas, que tú recuerdas bien, de tu tiempo del Bíblico de Roma.
Éstos son los nombres que el Papa Juan Pablo II citó y estudió en la famosa nota 52 de su Encíclica Dives in Misericordia (Rico en Misericordia, 1980), acudiendo al texto hebreo, porque es importante captar bien los matices de cada uno de ellos. Dios revela su verdad en aquel Monte Sinai, con cuatro nombres tan parecidos a los que tú has escuchado con Juan de la Cruz en el Carmelo. Esos nombres nos dicen que en el principio de la vida no están las “obras malas” de los hombres (el oro, la fuerza bruta, la pasión del gran “becerro”, que sigue pastando en las dehesas de toros bravos de tu tierra); en el principio, sobre el río, las cortinas pequeñas, los prados, la gran dehesa de encinares, está la misericordia más alta de Dios que pasa ante la roca donde Moisés se ha guarnecido para proclamar cuatro palabras de su nombres: Amor entrañable (rahum), lleno de Gracia (hannun), rico en Fidelidad (hesed)y en Verdad(´emet, ‘emunah).
Éstos cuatro nombres (que llenan los cuatro espacios de su canastilla bendita, y forman las laderas de la montaña antigua) describen el misterio de Dios, abriendo un camino de vida a los hombres, a los que él perdona, para que así ellos puedan (podamos) perdonarnos unos a los otros. Son los nombres de Dios, siendo, al mismo tiempo, los hombres del hombre que ha de ser amor entrañable y gratuidad, fidelidad y verdad.
Moisés tenía algo más de ochenta años cuando subió a la montaña (como se dice al comienzo del Éxodo; cf. Ex 7,7). Tú, José Vicente, eres un poco mayor, has tenido más tiempo para Dios, es decir, para llenar tu canastilla. Déjame que recuerde aquí y que exponga brevemente (no para ti, que ya los sabes, sino para tus lectores) el sentido estos cuatro nombres, que he comentado en otro lugar (Entrañable Dios. Las obras de misericordia, Verbo Divino, Estella 2016). Ellos, que nos llegan del mismo corazón de la Biblia, me ayudarán a situar algo mejor los cuatro que tú has escogido, desde el corazón de Juan de la Cruz y Teresa, para iluminar con ellos la vía de Dios en nuestro tiempo:
1. Dios es Rahum (rehem), Amor entrañable. Esa palabra, vinculada al vientre materno, expresa el cuidado de una madre por aquellos que brotan de su entraña y necesitan su ayuda, evocando así la más honda experiencia de Dios en la Biblia. El principio de Dios no es la acción de unas manos que forman las cosas, ni un tipo de pasión superior, ni un deseo de amontonar cosas, sino el amor del útero materno, expresado en el cuidado de la madre por los hijos. También un padre puede tener rehem, pero su modelo originario es la madre.
Ciertamente, rehem significa también apiadarse de los desgraciados externos, pero ese amor Dios no nace sólo porque hay desgraciados externos, sino porque Dios mismo es amor entrañable o, mejor dicho, entraña de amor. Así lo has indicado tú, José Vicente, al explicar de un modo tan hondo el tema de su condescendencia y su ternura. Dios se apiada de un modo radical de cada uno hombres necesitados (descendiendo a ellos: con-descendiendo, como dices tú) no sólo porque ellos lo (le) necesitan, sino ante todo porque el mismo es Amor entrañable, porque él ama como madre, en un desbordamiento de ternura y cuidado
2. Dios es Hannun (hen), Gratuidad amorosa. Esta palabra viene de la raíz hebrea hanan, que significa Gracia, como en Hanna/Ana, la madre de Samuel (2 Sam 2), o la abuela de Jesús (Protoevangelio de Santiago). Ese nombre (Ana) significa en hebreo Agraciada (lo mismo que el nombre que el Ángel de Dios puso a María (en el evangelio de Lucas: 26-38), aunque en idioma griego: Kejaritomene: Agraciada o llena de Gracia
Dios aparece así como la Gracia, como aquel que acoge y ayuda a los hombres de un modo generoso, sin necesidad de imponerse con violencia, para enriquecerles, dialogando y colaborando con ellos no para dominarles, sino con ternura maternal, como has destacado tú en la segunda parte de tu libro. Sólo Dios es plenamente gracia y maternidad entrañable, Hannun, gratuidad suprema de la que nace toda misericordia, aunque los hombres pueden responder y actuar también gratuitamente, si acogen y cumplen su palabra Dios.
Este amor-hen de Dios, que es fuente de toda gratuidad, y Ternura de todas las ternuras, precede a las obras de misericordia de los hombres, las sostiene y fundamenta. En esta línea se manifiesta su experiencia, Entraña de las entrañas de Dios que agracia a los hombres, se agrada en ellos y les mira no sólo con simpatía, sino con felicidad, a pesar de su pecado. En esta línea se entiende, José Vicente, tu segundo camino, el nombre segundo de tu cuatri-logía.
3. Dios es Hesed, Fidelidad, una palabra que incluye también los marices de cercanía y ayuda entrañable y gratuita, como en los casos anteriores, pero añade un matiz importante de lealtad o fidelidad a la alianza, es decir, a la palabra dada, como aparece bien en esta escena del Monte Sinaí, que estamos comentando, en la que Dios aparece en su trascendencia suprema, como desbordamiento de Amor que supera a todo amos.
El Dios Yahvé (¡soy el que soy!) había estipulado con los hebreos un pacto en el montaña, y ellos, su pueblo, se habían comprometido a cumplirlo (Ex 19-31), pero después ellos lo rompieron, adorando al Becerro (Ex 32). Lógicamente, Dios debía responder rompiendo su pacto y abandonando al pueblo en manos de su propia destrucción. Pero Dios es trascendente, y habita más allá de esa lógica de ley (de talión), de forma que él ha mantenido su palabra de amor y ha perdonado.
En esa línea, hesed significa no sólo lealtad sino también trascendencia de amor y “perdón”, por encima de la misma ley (no en contra de ella), superando el plano de los mandamientos y ofreciendo a los hombres la gracia incondicionada y eterna de su vida. En esa línea se sitúa lo que tú, José Vicente, dices de la Trascendencia. En esta línea se entiende algo que San Juan de la Cruz conocía mejor que nadie: El misterio más hondo de la fe no consiste en que nosotros creamos en Dios, sino en que Dios crea en nosotros, siendo fiel a su palabra y promesa de amor.
4. Dios es ‘Emet/’Emunah, el Verdadero, es decir, la Verdad. El último rasgo nos lleva a la Verdad, que no significa simple veracidad, ni descubrimiento de algún misterio particular oculto, sino firmeza, esto es, cumplimiento de la palabra dada, presencia de amor, Vida de Dios en nuestra misma vida. Nuestra verdad humana consiste, por tanto, en mantener a la fidelidad trascendente de Dios, siendo fiables, respondiendo así a su llamada de Dios, que es en hebreo ‘emunah, presencia y firmeza eterna.
Aunque los hombres pueden haber sido in-fieles, es decir, falsos, Dios es fiel, y creyentes pueden confiar en él, respondiendo “amén” (así es, así sea), aceptando de esa forma su presencia, como ha puesto de relieve la cuarta palabra de tu cuatrilogía. Por eso la Verdad no pertenece a un nivel de conocimiento externo, sino a la vida, y de un modo más profundo a la experiencia radical de la persona. Sólo los hombres pueden ser verdaderos en el mundo, y pueden serlo porque Dios se hace presente en ellos Verdad (como dice Jesús, en nombre de Dios: Yo soy la Verdad).
Esta firmeza y seguridad de Dios define y fundamenta la vida de los hombres que pueden y deben ser fieles entre sí, relacionándose con entrañas de amor, con obras de misericordia (es decir, de verdad y firmeza, de fiabilidad, de auténtica justicia). La fidelidad de Dios aparece así, por tanto, como principio y fundamento de fidelidad entre los hombres y mujeres, que han de mantener el compromiso que ellos han contraído con Dios y con los restantes hombres.
Y con esto puedo ya pasar a tu libro, querido José Vicente, trasponiendo de algún modo los cuatro nombre de Ex 34, 6-7 a los cuatro nombres teresianos, sanjuanistas, de tu libro. Tras haberlo leído había preparado un resumen y comentario de cada una de sus partes. Pero he pensado después que eso ya no me pertenece, sino que ha de ser propio de los mismos lectores del libro. Yo me quedo simplemente en el atrio o, si prefieres, en el pórtico de tu Iglesia, entreteniendo un poco a los lectores, para que ellos mismo pasen y vean, es decir, pasen y lean por sí mismos.
Que ellos mismos entren en el “templo” de tu libro y caminen por sus cuatro naves, una al lado de la otra, como en algunas basílicas antiguas (y en algunas mezquitas, pues el nombre del Dios misericordioso, bien pronunciado, nos vincula a todos). Nosotros, cristianos del siglo XXI, estamos más acostumbrados a las iglesias de una nave o, si se quiere, de tres o cinco naves, y la del centro, más amplia, más alta, con un ábside más grande y con un único altar central; las dos (o cuatro) naves laterales son más bajas, más estrechas, como si hubiera sólo un único camino para llegar a la cumbre de la Montaña de Dios.
Pues bien, situándote en un plano diferente (sin negar en modo alguno lo anterior), tú José Vicente, has llenado de flores los cuatro cuadrantes de la canastilla, los cuatro iguales, cada uno un capítulo del libro, sin que uno sea más amplio que los otros (aunque van en un orden, es decir, con un sentido). Escribes así el libro desde las cuatro vertientes de la Montaña de Dios. Sin duda, las cuatro se unen allí arriba, pero de lo que está allá, en la cumbre de la cumbre no podemos decir, sino sólo contemplar en silencio.
Utilizado la imagen del templo, podemos decir que tú has hecho un santuario de cuatro naves, todas de la misma altura, con la misma dignidad, sino que haya una nave central, porque todas son centro, y están llenas del mismo Dios que lo llena todo, con los cuatro nombre de su cuatri-logia, que se parecen mucho a los de Dios de la Biblia en Ex 34, 6-7.
Un libro para lectores que quieran engolfarse en el mar infinito de Dios
Querido José Vicente, con la sabiduría que te han dado los años y experiencia, con la madurez del que no tiene que guardar ganado alguno, sino sólo amar y ser amado, desde el observatorio de Toledo, donde has querido seguir aprendiendo y trabajando sin descanso, has recogido y ordenado las flores de Dios y de la vida humana en la canasta de este libro. Perdona otra vez la comparación: Tú eres como un vino añejo, de esos que se vuelven mejores con el paso de los años (como dice Lc 5, 33-39), en la línea de Jesús, del que dijo el maestresala de Caná de Galilea: La gente normal pone primero el vino bueno, y cuando han bebido mucho y no distinguen bien saca el malo; tú en cambio… (cf. Jn 2).
Sabes bien que hay vinos que no aguantan, se estropean con el paso de los años. Pero hay otros que no sólo aguantan, sino que mejoran. No sé lo que pasaría en las viñas de Monleras, o río abajo, en las Arribes del Duero, pero el fruto de tu viña ha mejorado con el tiempo, pues sólo con mucha experiencia, con la gracia acumulada en una vida al servicio del Reino de Dios se puede escribir una obra como ésta o, mejor dicho, un Canastillo de Navidad, con las flores de Dios, como tú mismo dicen aludiendo a las mimbres o de esta tierra donde vivo, junto a Villoria y Villoruela, también junto al Tormes, Tormes, tierra famosa de mimbres:
Con todas estas mimbres (las de Juan de la Cruz y Teresa, las de la Biblia y los poetas…) fabricaremos entre todos el canastillo, en que iremos depositando los frutos de nuestra investigación, que ofrecemos gustosos a nuestros lectores. Tenemos que vérnosla con la paradoja de un Dios tan condescendiente y tan maternal, y que sigue también al mismo tiempo siendo tan trascendente y tan presente, y, cuanto más trascendente, se torna también más maternal y condescendiente (Apertura).
En esta cita presentas los cuatro nombres de Dios, que se parecen, como he dicho ya, a las de mi primer esquema (elevación ↔ pasividad ↔ comunión ↔ recuperación), o las del segundo, expuesto por la misma Biblia (amor entrañable ↔gratuidad ↔ fidelidad ↔ verdad). Es evidente que también tú piensas y sientes en esquemas de cuatro elementos que se oponen y vinculan, como he dicho.
Ese esquema cuatri-lógico te ha permitido escribir un libro muy lleno de de la Vida de Dios, testificada sobre todo por Juan de la Cruz. Pero la novedad y valor de tu libro no está en los cuatro nombre, que quizá podrían haberse cambiado, con un poco de curiosidad o suerte, sino en la forma en que has escogido los materiales de la cantera de la Biblia y, de un modo especial, del gran depósito y volcán de experiencia y escritos de San Juan de la Cruz (con otros santos como Teresa y muchos místicos y pensadores).
Tu sabiduría no se muestra sólo en escoger los materiales, sino también n colocarlos discretamente, cada uno al lado del otro, como en un jardín japonés, donde parece que todo es casual y, sin embargo, todo se encuentra organizado con un orden más alto. De ese modo, con gran arte, han organizado su experiencia los autores de la Biblia, que tú conoces tan bien, dividiendo y uniendo materiales que a primera vista podrían parecer opuestos, pero que se iluminan y completan entre sí.
He dicho que tu libro es como un templo basilical con cuatro naves, todas de la misma altura, y con la misma longitud, sin que haya un lugar central para la presidencia, pues todo es condescendencia y ternura, trascendencia y presencia de Dios. Como he dicho, basílicas cristianas suelen ser de tres o cinco naves, casi siempre en número impar. Pero también las hay de cuatro naves o pórticos, como tu libro.
De todas maneras, ese modelo de basílica de cuatro naves importa quizá menos para entrar en este libro y descubrir sus maravillas, de forma que podemos acudir mejor a la imagen de los evangelios: Cuatro libros, que cuentan en forma paralela, desde perspectivas distintas, la misma historia de Jesús. No hay uno, sino cuatro, y todos igual de importantes, diciendo lo mismo, desde perspectivas distintas.
No hay uno mejor o preferente y otros inferiores, todos tienen con la misma dignidad. Lo mismo pasa en este libro que has escrito colocando las flores de Dios en los cuatro estantes o anaqueles (o cuadrantes) de la canastilla de Dios. Sabes bien que antaño no había libros de páginas amontonadas como ahora, sino rollos de papiro o pergamino, que se enrollaban y guardaban veces en cestillas. Pues bien, tú, José Vicente, has escrito tu obra en cuatro “rollos” o unidades, es decir, en cuatro partes, que van en paralelo, como los evangelio de la Buena Nueva de Jesús.
Tú has escrito este evangelio cuadriforme de la buena nueva de las maravillas de Dios, con palabras que has tomado de Juan de la Cruz y de otros “padres y madres” de la experiencia cristiana. Está bien leer las cuatro parte en el orden que tú mismo propones, pero también podría cambiarse el orden, empezando por la trascendencia y terminando por la condescendencia de Dios.
Éste no es por tanto un libro hecho y terminado, sino una guía de cuatro caminos de experiencia, que el mismo lector debe completar y organizar, desde su propia perspectiva, un libro/camino, de tipo “interactivo”, si me permites emplear esta palabra. Es un libro mosaico, en el que introduces aportaciones de diverso origen, y las vas colocando en cuatro líneas, dándoles un sentido, pero dejando, al mismo tiempo, que sean los lectores los que las vayan descubriendo su unidad profunda, que nos lleva siempre a la Montaña, donde ya no hay ley, ni libro, ni camino, sino sólo Amor de Dios.
Éste es, por tanto, un libro de los últimos caminos, pues si alguien ha llegado al final ya no necesita libro alguno, como dice San Ignacio de Antioquía, cuando le critican por no citar muchos libros, diciendo que su libro y archivo es el mismo Jesucristo (Carta a los Filadelfios 8, 2). Éste es, sin duda, un libro tuyo, pues tú lo has pensado, lo has organizado, lo has escrito. Pero, al mismo tiempo, es un libro de muchos, pues introduces la experiencia y palabra de otros, empezando por Juan de la Cruz, y por otra parte dejan que los mismos lectores lo vayan recorriendo y completando.
Tu libro es como una plaza porticada, con cuatro pórticos (como la de Salamanca), como una basílica de cuatro naves… y sólo se puede conocer su contenido si se van recorriendo los pórticos y naves, con tiempo y deseo de gozar, sin apresuramientos ni ideas preconcebidas. Este libro es como un tapiz donde se van descubriendo las figuras y se van escuchando las palabras de muchos testigos que han hablado de Dios.
En un momento dado, te permites introducir de un modo más directo pequeños capítulos de otros autores, con historias, por ejemplo, sobre Teilhard de Chardin (1881-1950) o Robert Benson (1871-1914), para que el lector pueda escuchar también otras voces, y escuchar las suyas, haciendo de este libro su libro (como en algunos buenos libros infantiles donde el mismo niño tiene que interpretar las figuras y poner los colores).
Así has empezado a componer el canastillo de los cuatro nombres de Dios, las cuatro naves de la basílica o casa real del misterio, en la línea de Juan de la Cruz, los cuatro evangelio de la buena nueva de Dios. No has ocupado todo el espacio, sino que has dejado espacios abiertos, a fin que otros podamos seguir completando las figuras, con nuevos colores y experiencias. Éstas son las cuatro naves del templo de tu cuatrilogía, estos son cuatro evangelio del nombres sagrados de tu Buena Nueva de Dios.
‒ Evangelio del Dios Condescendiente. Ésta es tu primera revelación, José Vicente, el primer descubrimiento que has querido publicar en voz alta y con bien clara a todos los que quieran empezar leyendo tu libro: Que Dios es condescendiente, no porque todo le dé lo mismo y nada en el fondo le interese, como un padre ocupado en otras cosas, que se despreocupa de su hijo y le deja hacer todo lo que quiere. Es precisamente lo contrario: Dios es condescendiente porque ama a los hombres y quiere caminar con ellos, a paso de hombre, haciéndose uno de ellos.
Dios baja-con (con-desciende) para vivir a la altura de los hombres, para caminar y sentir (ser) de esa manera, con ellos, “a paso de humanidad”, no sólo caminando con, sino en ellos, no por sacrificio, sino por amor, como aprendió Moisés después de haberlo dicho “si tú no vienes con nosotros no vamos” (cf. Ex 34, 14). Y Dios fue (es decir, vino), y sigue caminando con ellos (es decir, con nosotros), adaptándose a nosotros, con amor de encarnación.
En este contexto has querido analizar una de las palabras más importantes de la tradición patrística, especialmente representada por san Juan Crisóstomo, en gran testigo de la syn-katabasis (condescendencia) de Dios, que ha querido acostumbrarse a la vida de los hombres, para que ellos se acostumbren a la suya. La condescendencia marca así camino el camino de Dios que debe “acostumbrarse” también a los hombres, si quiere que ellos le acojan y sigan. Sólo este Dios con-descendiente puede ser co-ascedente el que sube a/con los hombres, les lleva consigo, les eleva, como en alas de águila (cf. Dt 32, 11; Is 40, 31).
‒ La segunda nave de tu templo o de tu libro es el evangelio del Dios de la Ternura, que suele aparecer con rasgos de madre. Ésta es la segunda nave, el segundo libro de tu evangelio cristiano, la Buena Nueva del Dios que, siendo Padre y Amigo (Esposo) es también Madre, como habían sabido los profetas de Israel, especialmente Isaías (los llamados Segundo y Tercer Isaías). No se trata sólo de ser condescendiente con nosotros, sino de darnos vida, para que seamos, de tal forma que él (ella: la divinidad) pueda así vivir en nosotros.
Éste no es un Dios que se limita a darnos cuerda (como un relojero), dejando que seamos y caminemos sin él, como afirmaban los grandes filósofos del siglo XVIII, sino el Dios que, dándonos cuerda (dejándonos ser en libertad) nos lleva en su seno materno, no en una línea de omnipotencia física o política propia de alguien que está por encima de nosotros, dominándonos con su fuerza, sino en la de un vientre que da vida, con amor de rehem¸ porque es Vida desbordante, y quiere que otros sean.
Éste es el Dios de amor entrañable que nos hace sentir la dulzura de su presencia, en un plano personal y social, afectivo y religioso, por encima de los gestos broncos y los movimientos de violencia que demasiadas veces se han utilizado en la educación y convivencia humana, incluso dentro de la Iglesia, donde se ha ejercido a veces un poder de imposición. Dios es madre verdadera que se da a sí misma dando así vida (para que seamos), pero dejándonos vivir, de tal forma que podamos ser en su ternura, vinculados totalmente a ella, siendo de esa forma independientes. Entendida así la “madre divina” nos “suelta” en la vida, pero sin soltarnos, nos hace autónomos, pero sin abandonarnos, nos da todo lo que somos, pero sin adueñarse de nosotros.
‒ La tercera nave de este evangelio de Dios está dedicada a su Trascendencia, como ha destacado de un modo especial San Juan de la Cruz. Cuanto más cercano y maternal es Dios (cuando más parece abajarse y se ha abajado, haciéndose así en nosotros el más pequeño) más grande es Él, más transcendente aparece, él mismo, por encima de todo lo que sabemos e ignoramos. Son muchos los que en estos últimos años han acudido al testimonio de Juan de la Cruz para hablar de nuevo del Dios que está siempre más allá de lo que somos y podemos, como he puesto de relieve en Teodicea y en Trinidad (Sígueme, Salamanca 2013 y 2015).
Quizá nos habíamos acostumbrado a un Dios que muy “domesticado”, como si él formara parte de nuestro esquema de vida sin más, como el vecino de la puerta de al lado, olvidando que para encontrarle debemos salir, dejar, ascender, transcender… De esa manera descubrimos que si Dios es trascendente lo somos también nosotros, capaces de ir más allá de lo que somos y podemos. En este gozo de ser distintos, de perdernos para encontrarnos, de salir para entrar de verdad en nosotros se encuentra el sentido y tarea de nuestra transcendencia (que es nuestra y divina).
Nadie quizá ha dicho cosas más fuertes de Dios en esa línea que Juan de la Cruz, cuando ha puesto de relieve, frente a todas las posibles “filosofías” de los sabios, que él no es esto ni esotro, que no se va a su misterio ni por aquí no por allí… a pesar de haber descrito como nadie los caminos del ascenso activo y pasivo a la montaña. Éste es el Dios que está en la Vida de la Muerte, que se expresa allí donde amamos hasta el fin a los hermanos.
‒ La cuarta nave de este templo de Dios es la Presencia, no como algo que se pueda distinguir de las otra naves, sino como esencia-en, pre- y prae-esencia. La misma esencia de Dios es estar y ser en nosotros, no por necesidad, sino porque él lo quiere (se quiere queriéndonos).
Nadie que yo sepa ha contado las cosas más hondas de la presencia de Dios en la vida de los hombres que Juan de la Cruz en el comentario a las últimas estrofas del Cántico B y en la Llama de amor viva, como he puesto de relieve en mi Trinidad (Salamanca 2015). Dios mismo “respira” (esto es, vive) en nosotros, de forma que nosotros vivimos en (formamos parte de) su misma respiración y vida divina, siendo como somos (y por ser) unos mortales.
La última nota de esta “cuaternidad” o cuatrilogía de José Vicente es la Presencia o, mejor dicho, el Dios-Presencia, que no es simplemente esencia (como en la escolástica medieval), sino prae-esencia, ser ante y con, en compañía. Así se cumple y culmina el sentido de la con-descendencia de Dios, que está en nosotros bajando, abajándose para que de esa forma seamos. Este Dios presente no nos sustituye, ni ocupa nuestro puesto, ni nos expulsa de aquello que somos y hacemos, sino que nos hace ser siendo a nuestro lado, con y por nosotros, en ternura infinito.
De esta forma culminan la cuatro notas de Dios que son las notas más honda de la vida del hombre en Dios, explicadas y comentadas con textos de Juan de la Cruz (y de Teresa de Jesús), de la Biblia y de los grandes pensadores cristianos. De esta forma las has presentado, amigo José Vicente, en ese libro magistral en el que culmina, por ahora, un largo magisterio que has realizado de palabra y por escrito pero, sobre todo, por presencia, sonriente, cercana, profunda.
Tú. José Vicente has escrito buenos libros, como éste, muy buenos. Pero, sobre todo, ha escrito el libro de su vida con el que nos ha enriquecido a muchos, como ese niño grande que eres, y que vienes a saludarnos, como si estuvieras sorprendido de ser, de estar con nosotros, de escucharnos, como rostro visible del Dios invisible, por gracia de Cristo, en comunión con María, la Madre del Monte Carmelo…
Has escrito, después de tantos otros, este libro, el último, el mejor, por ahora (que no quiero que sea el último). No puedo entrar ya más en su contenido, porque lo mío ha sido sólo un prólogo y saludo, dejando a todos tus lectores a la puerta, como un pequeño guía de ocasión que dice: ¡Y ahora entrad vosotros mismos en el libro!
Les digo a tus lectores que entren en el libro, que lo recorran y vean, que lo lean, que lo sientan, que lo reescriban ellos mismos. Es un libro tuyo, pero una vez publicado será de todos los lectores, como ha sido mío en estas últimas horas y días en que vivido engolfado contigo en las aguas profundas de ese Dios Río de las cuatro estaciones del año, de los cuatro puntos cardinales del espacio, de los cuatro tiempos del Tiempo infinito de Dios.
Ooooooooooo
Nada más, José Vicente. Gracias por haberme permitido leer este libro antes que los demás lectores. Gracias por haber querido que te lo presentara. Ha sido un gusto, un honor. Así me despido de ti, con Mabel. Si podemos, queremos ir a verte a Toledo, en primavera. Si pasas en enero por Salamanca nos avisas, y si podemos vamos a darte un abrazo.
Ya sabes dónde tienes tu casa, a la margen derecha del Tormes, tu río, un poco antes de pasar por Salamanca y desembocar en el pantano de Almendra, a cuya ribera estuvo y sigue estando tu pueblo de origen, aunque has sido después y eres ahora un hombre, un religioso de todas las tierras del Carmelo o Jardín de Dios, que es esta tierra.
14 diciembre 2015, día de San Juan de la Cruz
Xabier Pikaza, San Morales