Magnificat y/6. Guerra de Dios y política mariana

El tema es algo largo. Por eso empiezo por las conclusiones, es decir, por la política que implica y exige el Canto de María. Quien piense que el tema merece la pena siga leyendo el texto, tomado de un libro antiguo dedicado a la Madre de Jesús (Sígueme, Salamana 1990).
La imagen que precede deja abierto el tema, aunque en parte va en contra del argumento que sigue. Aprovecho la ocasión para dar gracias a los miles que han seguido estas seis postales dedicada al Canto de María.
Texto central del Canto:
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón:
derribó del trono a los poderosos
y exaltó a los oprimidos,
a los hambrientos los colmó de bienes
y a los ricos los despidió vacíos
(Lc 1, 51-53.
Política mariana, conclusiones:
1. La política eclesial (mariana) ha de ser ante todo cristiana: Ha de fundarse en el mensaje y pascua de Jesús, el Cristo. Por eso ha de entenderse como signo mesiánico en favor de los pobres (hambrientos, pecadores, enfermos).
2. Será una política supra-nacionalista, pues desborda el nivel sacral del pueblo en que venía a situarnos la primera parte del Benedictus. El canto de María ha destacado la línea universal del Cristo que ha venido para unir en comunión a todos los hijos dispersos (cf. Jn 11,52). Quiere el bien de toda la humanidad, no de un pueblo aislado (o de un Estado, como España).
3. Ha de ser una política popular, o, quizá mejor, nacional, en el sentido más hondo del término: Arraigada en las tradiciones de cada pueblo, que en Israel se expresan a través de las promesas de Abraham y de sus descendientes. Se sitúa, pues, en la línea de un universalismo concreto, de respeto a cada pueblo, no de nivelación estatal o supra-estatal de todos ellos.
4. Será una política parcial, a favor de los de hambrientos y oprimidos, que son portadores de la promesa Dios y llevan, en su mismo sufrimiento ( ¡parcial!), el germen y promesa de la vida. Por eso,ha de hacerse partiendo de los pobres, para que ellos sean mediadores de la salvación universal que se abre desde ellos a todos.
5. Es una política contraria a los poderes (potentados) de la tierra. No se puede entender como un despotismo ilustrado que pretende iluminar a los pequeños desde arriba, en gesto de paternalismo inteligente o bondadoso..., ni como protectorado de los poderes que ayudan desde arriba a los oprimidos. El canto de María sólo reconoce los tronos que se abandonan y destruyen, porque el camino de la nueva humanidad ha de trazarse y construirse desde abajo, es decir, desde los pobres y hambrientos de la tierra.
5. Esa política se opone al poder del capital interpretado como enriquecimiento de algunos (capitalistas, funcionarios del sistema estatal, beneficiarios de las multinacionales...) a costa de los otros. El auténtico camino de María es el camino de los pobres que se sacian de bienes, trazando ellos mismos un espacio de vida compartida, liberada, en el que pueden entrar todos (siempre que no opriman a los otros).
6. Esta política no es revanchista, como se ha dicho muchas veces, ni resentida (como han pensado algunos, en la línea de Nietzsche). No es expresión de la venganza de los pobres que se elevan en contra de los ricos; ni es tampoco una aventura resentida de los impotentes. La política mariana brota del descubrimiento de la gracia universal de Dios que actúa de forma salvadora, para todos, desde los más pequeños.
7. La política mariana no pretende el dominio de una clase. Sin embargo, ella supone y despliega una especie de clasismo invertido: Dios escoge a los pequeños de la tierra, a los pobres e impotentes, para recorrer con ellos el camino de salvación. Sólo así puede superar todo clasismo: los pequeños liberados ya no quieren (ni pueden) imponer su dictadura; su revolución abre un espacio de vida para todos los hombres de la tierra.
8. Esa política no es espiritualista en un sentido evasivo. Sin duda, lo espiritual es muy importante. Los creyentes que cantan con María saben que Dios los ha llamado y se sienten liberados de raíz, en medio de este mundo roto y dividido. Así comparten la experiencia de las grandes religiones del oriente y occidente. Pero el Magníficat pide que traduzcamos esa experiencia espiritual de una forma económico-social, reflejando así la redención de Cristo dentro de las mismas coordenadas de la historia, en nivel de encarnación continuada (es decir, de materialismo mariano).
9. Si vale la palabra, esta política mariana debe ser revolucionaria. Sólo una revolución inspirada en el Dios del canto de María puede cambiar nuestra situación, en línea política (invirtiendo las relaciones de poder y de propiedad») y humana. No se tratará de una pequeña reforma, es decir, de un correctivo superficial. Será transformación, recreación, de aquello que los hombres han hecho hasta el momento.
10. Esta puede y debe ser una política de Iglesia, en el sentido profundo del término, no una política de partido (ni de grupo especial, para bien de algunos), sino de comunidad humana, abierta a todos los hombres. La Iglesia canta cada día, en su liturgia de la tarde, el canto de María, como himno de la nueva libertad, programa de política mariana. Muchos pensamos que, de hecho, la Iglesia oficial (al menos en España) canta el Magnificat, pero se opone nerviosamente a sus principios de transformación social. Yo diría que muchos cristianos tenemos miedo al Canto de María.
Explicación. Los tres planos de "guerra" de Dios
He presentado las diez notas básicas de la política mariana, y es muy posible que muchos lectores prefieran hacer un alto, o quedarse aquí. Para los que quieran seguirme, en la linea de las postales anteriores, seguiré ofreciendo una explicación del contenido de estos versos del canto de María (no del canto entero, que expondré en otra ocasión). En un primer acercamiento, presento esos motivos de Lc 1,51-53 a la luz de la "guerra de Dios", tal como ha venido exponiéndose en el AT:
- hay un nivel de lucha ideológico-religiosa entre los fieles del Señor (cf. Lc 1,50) y los soberbios;
-- una lucha político-social entre potentados y oprimidos;
-- y finalmente, una lucha político-económica de ricos con hambrientos.
Esta división resulta ilustrativa, pues reasume algunos elementos valiosos del análisis social que se está haciendo en los últimos decenios. Tres son los niveles primordiales de la realidad, tres los espacios de la lucha-inversión que ha presentado el canto de María (plano ideológico, social y económico):
‒ Hay un tema general: es la batalla escatológica de Dios con los soberbios de la tierra (cf. Lc 1,51). Soberbios son los que pretenden realizarse de manera falsa (son hyper-ephanous): interpretan la vida como objeto de rapiña que uno asume para sí, imponiéndose a la fuerza por encima de los otros.
‒ Hay dos concreciones de ese tema: a) En plano de poder, soberbios son aquellos que actúan de manera prepotente, oprimiendo a los demás en el nivel que ahora llamamos de política. b) En plano de economía, soberbios son los que definen la vida por medio del dinero, enriqueciéndose a costa de los otros (Lc 1,52-53).
Por eso, esta batalla contra Dios viene a expresarse en forma de batalla interhumana: combaten contra Dios los que rechazan la gracia de la vida, los que intentan dominarla por la fuerza, oprimiendo, manejando y marginando para ello a los que viven a su lado. Según eso, la soberbia es el pecado primigenio. La batalla contra Dios se concretiza como lucha contra el prójimo, en plano social y económico. Eso significa que no existe una soberbia en sí, un pecado que se exprese simplemente como falta contra Dios, en forma sólo religiosa, si es que vale esa palabra: la lucha contra Dios se ha explicitado como lucha contra el prójimo, lo mismo que el amor a Dios se expresa en el amor a los hermanos.
Es significativo el uso de los términos. Los soberbios se exaltan a sí mismos por el pensamiento de sus corazones (dianonia kardias autón). Más que elevarse de verdad lo intentan. Más que construir fingen hacerlo, engañándose a sí mismos. La prepotencia y la riqueza que ellos forjan es un mundo imaginario que roe como polilla y consume como gusano, en afán engañoso que acaba por la muerte (cf. Lc 12,16-20.33-34). Dios, en cambio, actúa con la fuerza de su brazo: no se engaña ni aparenta, no se eleva falsamente, no se exalta a costa de los otros.
Por eso, la victoria de Dios, el despliegue de su brazo, viene a ser su misma presencia salvadora en Cristo: no se impone de manera prepotente, con un tipo de violencia superior, sobre los grandes potentados de este mundo. Dios no vence con la misma riqueza material con la que quieren vencer y dominar los ricos de la tierra. Sobre el campo de batalla en que los hombres quieren realizarse, a costa de soberbia, y luchan por un pobre trono de poderes económicos, el Dios dé nuestro canto se presenta como pura y radical misericordia:
— Dios es amor que mira, acoge a María, la pequeña, transformando su existencia. Por eso, ella sabe que puede vivir y vivirá, pues el mismo Dios se expresa en su palabra y obra.
— Dios es el amor activo y eficaz que eleva a los hundidos de la tierra, haciéndoles capaces de vivir y realizarse en forma creadora, gratuita. Es el amor que enriquece en forma nueva a los hambrientos, abriéndoles la tierra de la vida en gesto de abundancia.
Guerra de Dios, liberación de los pobres
En medio de una historia pequeña y conflictiva, Dios se viene a desvelar como raíz, principio de existencia. En eso está el milagro. Los hombres han querido descubrir a Dios en los principios del poder. María nos lo muestra, sin embargo, en el lugar de los pequeños, allí donde los pobres pasan hambre. En ese espacio se desvela Dios como dador de vida.
Por ser misericordia, Dios se expresa en la misma pequeñez del mundo. Pero debemos añadir que es misericordia creadora, eficaz, transformadora. Está en la derrota y pequeñez, en la opresión y el hambre de los pobres, pero no para esconderse allí sino para cambiarla en lo contrario: Dios se introduce hasta el hambre para invertirla en hartura; se encarna en la opresión para elevar a los oprimidos. Por eso, su revelación ha de entenderse en clave de dialéctica, es decir, de transformación creadora. 70
Alguien puede preguntar: ¿cómo transforma Dios? En primer lugar, introduciéndose en el mundo, tomando partido por los pobres. Y en segundo lugar introduciendo en este mundo dividido y roto su dinámica de amor. Así le experimenta María, así le canta en gesto de anuncio y compromiso. Situándose del lado de Jesús, ella se vuelve servidora de la liberación universal. Por eso canta y cantando pone en marcha un movimiento de transformación de nuestra historia.
Esa acción escatológica de Dios tiene una clave de misterio: María ha descubierto la verdad de Dios, su modo de actuación, su fuerza que se pone al servicio de los pobres.
Por eso, en medio de la necesidad del mundo (¡todavía en tierra extraña!; cf. Sal 137,4), María ella eleva su fe y canta. Pero, al mismo tiempo, esa acción de Dios implica un gesto radical de compromiso: los que han visto y aceptado el misterio de Dios como María han de aceptar la voluntad de Dios y hacerse pobres (si eran ricos), convirtiendo su riqueza en servicio hacia los pobres (cf. Lc 16,9).
Este compromiso viene a presentarse como revelación de Dios, sentido de la Iglesia. El canto de María no conoce un tipo de comunidad sacral que se clausure entre los muros de sus ritos y servicios religiosos. Ella nos pone al servicio de los pobres, los hambrientos y oprimidos, suscitando así una especie de nueva comunión o sociedad mesiánica:
la Iglesia de aquellos que, sabiendo que Dios ha escogido a los pobres (creyentes o no creyentes) para salvación del mundo, se vuelven servidores de esos pobres, por la gracia misma de su fe en el Cristo. Precisamente en este servicio creador se manifiesta Dios, se hace visible su pascua sobre el mundo.
Contradicción del mundo. Inversión mariana
El canto de María ha interpretado la revelación pascual como nueva creación, renacimiento de la historia. Hasta ahora ha dominado sobre el mundo la soberbia, formulada como creatividad antidivina. Los hombres han querido realizarse en contra del amor fontal de Dios y han suscitado un tipo de historia o sociedad que se define en forma de batalla: es la lucha en que los fuertes (potentados-ricos) dominan y marginan a los pobres (humillados-hambrientos).
Frente a ese mundo de soberbia ha presentado María la antítesis de Dios como principio de inversión recreadora: derriba a los potentados para elevar a los humildes y a los pobres. Pues bien, esa inversión no ha de entenderse como un mero cambio de papeles. No es que, transcurrido un tiempo, alternen los roles mientras queda el conjunto inalterado. No se trata de poner los antiguos pobres en el sitio de los ricos, ni de elevar a los oprimidos sobre el trono de los potentados.
No se trata de cambiar los papeles sino de invertir el mismo sistema opresor. Los oprimidos que Jesús eleva en su evangelio no se sientan ya sobre el trono del poder; no instauran ni repiten el sistema de los tronos. Ellos vienen a elevarse hacia un nivel de encuentro fraternal, de igualdad liberadora. Los pobres, por su parte, no reciben bienes para hacerse ricos de manera impositiva; no amontonan ni atesoran a costa de los otros; al contrario, ellos instauran una forma nueva de creatividad económica y consumo gratuito al servicio del conjunto de los hombres.
Sólo así se puede interpretar el canto de María a la luz del evangelio. Para precisar su contenido intentaremos responder a dos preguntas. ¿Por qué se ha concentrado esta inversión recreadora de Jesús en el nivel social y el económico, dejando en el trasfondo otros aspectos como el cósmico y militar, el taumatúrgico y sacral? ¿Cómo se explicita la inversión en clave intramundana? De estos dos problemas trataremos brevemente en lo que sigue.
María no interpreta la inversión en un plano cósmico.
Este dato es importante porque desde tiempos muy antiguos los judíos han unido la visión de un Dios que actúa sobre el cosmos con el gesto de su influjo transformante dentro (o en la meta) de la historia 72. Así aparece, por citar sólo dos textos ya estudiados, en el canto de Ana (¡el Altísimo truena desde el cielo!; 1 Sam 2,10) igual que en la epopeya de Moisés (¡sopló tu aliento y los cubrió el mar!; Ex 15,20). Los salmos mesiánicos y de entronización vinculan igualmente el poderío cósmico de Dios y su acción transformadora en favor de los fieles (cf. Sal 33; 89; 96; 97; 99, etc.). En la misma línea se sitúan las palabras del Deuteroisaías (Is 40-55).
También el NT ha vinculado estos aspectos. Así aparece, de manera ejemplar, en las palabras sobre la venida-juicio del Hijo del Hombre: «el sol se nublará y la luna no dará su resplandor...» (Mc 13,24 par); «vendrá en las nubes del cielo» (Mc 14,62 par) 73. Lógicamente, la experiencia cristiana ha vinculado pronto pascua de Jesús y creación del mundo nuevo o plenitud del cosmos. Así lo indica Fip 2,6-11 cuando alude a la veneración universal que los vivientes tributan al Señor resucitado. Los himnos cristológicos despliegan de manera consecuente ese motivo al decir que todo ha sido creado-recreado por el Cristo (cf. Col 1,12-20; Jn 1,1-18; Heb 1,1-4).74
Pues bien, sobre ese fondo resulta significativo el silencio de María. La victoria de Dios (y señorío de su Cristo) no recibe caracteres cósmicos. Nada se dice aquí de sol y estrellas, no se alude al cambio en los espacios exteriores. Ciertamente, se supone que Dios es creador y también recreador del cosmos, pero su victoria en Cristo viene explicitada sólo en clave de transformación humana, esto es, político-económica.
((Sobre la relación entre creación y salvación en perspectiva de AT, cf. E. Jacob, Teología del AT, Madrid 1969, 132-134; L. Ladaria, Antropología teológica, Madrid 1983, 9-16. Sobre la venida cósmica del Hijo del hombre, cf. H. E. Tödt, Der Menschensohn in der synoptischen Überlieferung, Gütersloh 1963, 25-105; F. H. Borsch, The Son of Man in Myth and History, London 1967, 135-137; 353-365. Visión general del tema en A. Vögtle, Das NT und die Zukunft des Kosmos, Düsseldorf, 1970. Cf. también J. N. Aletti, Colossiens 1,15-20, Roma 1981, 87-93)).
El canto de María tampoco interpreta su inversión en forma militar
Muchos himnos primitivos del AT que nos hablan del castigo y la derrota de ejércitos contrarios, egipcios, filisteos, edomitas, cananeos (cf. Ex 15; 2 Sam 2). En esa línea de la guerra de Yahvé se ha presentado muchas veces la actuación de Dios: «lanza su trueno y se tambalea la tierra; pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos» (Sal 46,7.10). Es guerra que pretende acabar con toda guerra, como indica el libro de Emmanuel (Is 7-11); es batalla en la que Dios hará que las espadas se conviertan en arados y las lanzas en tijeras de podar sobre la tierra (cf. Is 2,4).75
En ese fondo resulta significativo el mismo silencio de María. Ciertamente, ella podría decir con el salmista: «no vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza; nada valen sus caballos para la victoria...» (Sal 33,16-17).
Pero el tema de su canto no es militar sino de tipo político-económico: lo que Dios ha de cambiar en el principio de su acción no son las lanzas sino el ansia de poder que eleva a los potentados sobre el trono, la avaricia que conduce a la riqueza injusta. Por eso, el tema militar resulta derivado: los soldados y las guerras han perdido su carácter primordial, ellos dependen del deseo de dinero y de poder que se explicita como unión de capital y trono. Por eso, la victoria de Dios y el surgimiento del hombre liberado se plantea en otro plano: ¡eleva a los humildes, sacia a los hambrientos! Cuando Dios cure a los hombres su pecado económico-social acabarán las guerras sobre el mundo.
En esta perspectiva debe interpretarse la victoria de Dios. No se asegura que los oprimidos vencerán por la violencia externa, ni los hambrientos por un nuevo tipo de riqueza intramundana, en clave de venganza. El viejo orden de lucha, como imposición dominadora, ha terminado para siempre. En el camino del Reino que María ha promulgado no hay soldados ni de Dios ni de los hombres, ni buenos ni perversos. Sólo existe amor que eleva a los que estaban oprimidos, hay riqueza para todos los hambrientos que la ofrecen, reciben y comparten en gesto de gozosa gratuidad.77
((Cf. H. W. Wolff, Frie-den ohne Ende. Eine Auslegung von Jes 8,1-7 und 9,1-6, Neukirchen 1962. Sobre la temática de la guerra santa, N. Lohfink, Il Dio della Bibbia e la violenta, Brescia 1985)).
Tampoco hay en el canto de María una inversión de tipo taumatúrgico.
Este aspecto de la curación de enfermos, en un pueblo que estaba desgarrado y roto, era propio de la tradición profética y se expresa con fuerza peculiar en los últimos estratos de Isaías. El mismo Dios se acerca para dar la vida al pueblo que agoniza, medio muerto, como hueso seco sobre el campo, dice ya Ez 37. Viene a abrir los ojos ciegos, los oídos sordos (cf. Is 52,7.16; 43,8). Hará saltar al cojo como ciervo; cantará la lengua muda (cf. Is 35,5-6).
La liberación se interpreta, según esto, como plenitud total del ser humano. El hombre no se encuentra sólo dominado por lo externo. Está oprimido dentro de sí mismo, manejado y maltratado por su propio ser de enfermo.
Situado en esa perspectiva, Jesús dice que ha venido «a abrir los ojos de los ciegos, a curar cojos, mancos, sordos e impedidos» (cf. Lc 4,18; Mt 11,2 par). Esta experiencia de liberación integral resulta clave para comprender el evangelio. Jesús viene a liberarnos del demonio interno, de esa fragilidad, esa impotencia y ese miedo que carcomen de manera implacable la existencia. Sea cual fuere la manera en que se entienda luego su actuación, es evidente que Jesús ha visto al Diablo en las dolencias de los hombres; por eso ha pasado por el mundo «haciendo el bien y curando a los enfermos» (Hch 10,38).78
Pues bien, María no ha citado a esos enfermos. Esto se debe quizá al hecho de que en este plano no se puede hablar ya de inversión. No se podría decir que Dios «cura a los enfermos y llena de enfermedades a los sanos», porque ello sería contrario al evangelio. Pero existe, a mi entender, otra razón más honda. Aunque ligada de modo misterioso al pecado social, la enfermedad del hombre ofrece también rasgos de carácter vital, cósmico, individual. Ciertamente, Jesús ha venido a curar a los enfermos, ofreciéndoles un signo de vida y esperanza en medio de su propia pequeñez y angustia humana. Pero, a pesar de las proclamas mesiánicas de Mt 11,2s par y Lc 4,18, no ha intentado destruir la enfermedad en cuanto tal sobre este mundo; quiere transformarla en ámbito de Reino. Así lo muestra en el misterio de su misma pequeñez y de su muerte, cargando él mismo con nuestras enfermedades (cf. Mt 8,17).
Desde este fondo ha de entenderse ya Mt 25,31-46: «estuve enfermo y me visitasteis». No se dice «me curasteis». El texto indica que al hambriento hay que darle de comer, convirtiendo así el dinero (la comida) en principio de comunicación y encuentro entre los hombres. Al exiliado (oprimido en general) hay que ofrecerle espacio dentro de la propia casa, compartiendo con él vida y tareas. Pues bien, al llegar a los enfermos y cautivos, Mt 25,31-46 indica que ahora debemos visitarles, mientras dura el camino de este mundo 79. Visitar significa ofrecer vida y solidaridad aun allí donde no pueda cambiarse externamente la estructura actual de servidumbre.
En este plano se sitúa, a mi entender, la omisión de María. Ella no habla de enfermos ni cautivos, pues condensa toda la miseria de la tierra en el aspecto económico y social. Es ahí donde empieza a realizarse ya el gran cambio, la inversión de nuestra tierra. Ciertamente no ha llegado todavía el paraíso y seguiremos encontrando enfermedades, cautiverios (muerte) que no pueden resolverse en nuestra historia. Pero debemos empezar a resolver lo resolvible, creando solidaridad en plano económico y social. Sólo partiendo de ese fundamento (¡cuando elevemos a los oprimidos y saciemos a los pobres!) podremos hablar de otros servicios que resultan, quizá, más importantes en el plano fontal de la existencia: visitar a los enfermos!, animar en el camino de la muerte y esperanza a los que están desanimados.
Cómo se expresa la inversión de María
María no explicita la inversión en clave cósmica, militar, taumatúrgica o social. Ella se ha centrado en el nivel socio-económico de opresores y oprimidos, de ricos y pobres. Sobre ese fondo venimos a replantear la pregunta siguiente: ¿cómo se explicita esta inversión en clave intramundana?
Por todo lo anterior resulta claro que ella es más que un simple dato casual de la historia. Ella proviene del amor de Dios que expresa su brazo poderoso (cf. Lc 1,15): es signo de actuación pascual de Jesucristo, el siervo ajusticiado a quien el Padre eleva por encima de todos los vivientes del cielo y de la tierra (cf. Flp 2,6-11). La inversión socio-económica del canto de María es, por lo tanto, un sacramento de presencia de Cristo en nuestra historia.
Así, la madre del Señor (cf. Lc 1,45) ha interpretado la fuerza del amor, que ella madura en sus entrañas como bendición (cf. Lc 1,42), a modo de principio transformante de la historia. Dios se muestra poderoso (ho dynatos) destronando por amor a potentados y enriquecidos. Por eso, la inversión de Dios, que tiene una raíz y meta trascendente, se ha expresado de forma intramundana como participación política y comunicación económica.
El poder, que en el camino viejo de la historia aparecía como objeto de dominio y división, viene a mostrarse como amor que eleva a los pequeños (cf. Lc 1,52). Antes, los potentados se subían sobre el trono, para aplastar desde allí a los oprimidos. Ahora ya no existen potentados ni tampoco tronos. Desaparece el poder interpretado como imposición social que necesita de tronos y opresiones. El auténtico poder viene a expresarse como autoridad para elevar a los pequeños y humillados de la tierra.
También la riqueza era instrumento de dominio y división sobre la historia (cf. Lc 1,53). Por eso había ricos que crecían y se enriquecían a costa de los pobres. Pues bien, el canto de María anuncia un tiempo diferente: los pobres cultivan otro tipo de riqueza y son capaces de saciarse en gesto de trabajo y solidaridad, haciendo así que acabe la riqueza injusta de los ricos. Y con esto pasamos al siguiente tema.
Universalidad, salvación desde los pobres
El Benedictus (cf.postal de ayeer)destacaba la función del pueblo israelita. Por eso, en su primera forma, hablaba de una plenitud de la nación, que se libera de sus enemigos y sirve a Dios en santidad y justicia, esto es, en culto santo, en ámbito del templo. Pues bien, el canto de María ha superado ese nivel. En lugar de la nación pone a los pobres y oprimidos. En vez de libertad respecto de los enemigos y de culto sacral habla de elevar y de saciar a los pequeños de la tierra.
Ciertamente, los oprimidos de 1,52 pueden ser y son, de alguna forma, los anawim del pueblo israelita. Ellos presentan elementos nacionales, de pertenencia al pueblo escogido, y rasgos religiosos de piedad y confianza interna. Pero esos rasgos resultan insuficientes: los tapeinoi del texto son personas que se encuentran socialmente marginadas, dominadas, bajo el trono de los potentados (los dynastai). Por eso, el aspecto religioso de la opresión queda incluido dentro de un esquema más extenso de opresión y lucha interhumana. Los pobres de María no son sencillamente israelitas sino pobres sin más.
El tema resulta aún más claro al tratar de los hambrientos, como opuestos a los ricos (1,53). Un rasgo muy significativo de la exégesis moderna ha consistido en el esfuerzo por espiritualizar el término y concepto de pobre (ptokhos, anawim). Ese esfuerzo me parece positivo. Está fundado en la misma dinámica de Mt 5,3 cuando nos habla de pobreza voluntaria.Sin embargo, eso no puede hacernos olvidar que en el principio del mensaje de Jesús no están los pobres en general sino los hambrientos (peinöntas; cf. Lc 1,53; 6,21; Mt 25,35).
Significativamente es poco lo que acerca de ellos sabe decir la exégesis moderna.La razón resulta clara. Podemos espiritualizar la pobreza, pero difícilmente espiritualizaremos el hambre, a no ser en textos muy especiales (como Lc 4,4; Mt 5,6).
Y
es que el hambre, tomada en su verdad concreta, no tiene religión ni Iglesia; no tiene raza ni frontera. Cuando se alude a los hambrientos no hay que darles apellido. No hace falta aclarar si son buenos o malos, judíos o gentiles, cristianos o ateos. Basta con decir que son hambrientos. Pues bien, precisamente aquí viene a ponernos el canto de María. Por eso, todo intento de convertir a esos hambrientos en judíos piadosos (o anawim, humildes) carece de sentido, resulta antievangélico.
Es aquí, en la concreción del hambre, donde adquiere su universalidad el canto de María.Sucede así lo mismo que en las bienaventuranzas de Jesús, que ofrecen el mensaje más próximo al Magníficat. Ambos textos presentan una misma visión de la pobreza, una manera de entender la inversión escatológica:
Bienaventurados los pobres... ¡ay de vosotros ricos!
Bienaventurados los hambrientos... ¡ay de vosotros saciados!
Bienaventurados los que lloran... ¡ay de vosotros que reís!
(Lc 6,20-21.24-25).
En su mismo mensaje a los judíos que le escuchan, Jesús ha superado radicalmente todo nacionalismo de tipo social o religioso. El principio fundante de su nuevo pueblo mesiánico no es la piedad religiosa ni la raza sino la necesidad humana, interpretada en plano material (hambre) o más anímico (llanto). En ese nivel de evangelio no se puede distinguir hambre judía y hambre pagana, llanto piadoso y llanto secular. En el fondo del mensaje y obra de Jesús se encuentra el hombre que está necesitado: el hombre roto y destruido que, en su misma destrucción, viene a ponerse ante el misterio de la gracia.
Sólo a partir de ese principio secular (no religioso ni piadoso) de los pobres-hambrientos-llorosos puede surgir, por exigencia de la misma, antítesis mariana, una piedad y religión mesiánica del Cristo. Los ricos de este mundo son malaventurados si se aferran a su propia riqueza, viviendo al servicio de su gozo-saciedad, mientras padecen los pobres a su lado. Pero pueden transformar su riqueza inicua en gesto de servicio consiguiendo amigos para el Reino (cf. Lc 16,9).
En esta línea surge el verdadero culto religioso, conforme a la carta de Santiago: «la religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: cuidar a los huérfanos y viudas que están necesitados y no dejarse contaminar por el mundo» (Sant 1,27). La contaminación del mundo es precisamente el ansia de riqueza, que destruye al hombre, convirtiéndole en esclavo del dinero y enemigo (opresor) de sus hermanos. La religión consiste en transformar esa riqueza en medio de servicio hacia los pobres, en la línea de Lc 16,1-13.89
Situado en esta línea, el canto de María no proclama la igualdad abstracta de los hombres, por encima de sus divisiones y problemas. Ella proclama el privilegio de los pobres, el misterio de un Dios que se hace parcial, pobre, por salvar a todos a partir de la pobreza. Sólo en esta línea puede hablarse de universalidad humana: por misterio inexpresable de gracia, los pobres se han venido a convertir en portadores de la salvación, representantes de Dios sobre la tierra. Unicamente a partir de ellos puede trazarse un camino de transformación solidaria en la que puedan tomar parte todos los hombres y mujeres de la historia. Esto significa que los pobres se salvan sencillamente como pobres, es decir, por ser necesitados. Los ricos en cambio se salvan si es que ellos se vuelven servidores de los pobres. De esa forma la malaventuranza de Lc 6,24-25 y el riesgo de venganza de María (Lc 1,51-53) puede convertirse en fuente radical de bendición: «venid, benditos de mi Padre, porque... me disteis de comer...».
Magnificat, Palabra de la Iglesia
Por eso, el Magníficat se debe presentar como palabra de la Iglesia que ofrece el testimonio de la pascua de Jesús cuando ella muestra que el profeta rechazado, el galileo asesinado, es Cristo de Dios y salvador de nuestra historia. La Iglesia es signo: muestra el misterio de Jesús a través de su existencia; así actualiza la palabra del Magnificar, como anuncio del Dios que eleva a los oprimidos y sacia a los hambrientos.
Según eso la Iglesia ha de traducir en forma pascual (y social) el mensaje del Magníficat. Significativamente, Lucas lo sitúa en el lugar donde se anuncia en sentido más visible el misterio de la encarnación, donde Cristo nace sobre el mundo para liberar a los hambrientos y oprimidos. Por eso, todo es secular en el mensaje de Maria: signo de Dios no es la piedad, ni la experiencia religiosa, ni es el templo o pueblo consagrado; signo es la pobreza, humillación, el hambre de los hombres. Pero, al mismo tiempo, todo es sacral en el Magnificat: Dios mismo se expresa allí donde los hombres, unidos como Iglesia, asumen este mensaje de liberación y lo extienden de una forma sacro-social entre los hombres.
En esta línea, debemos añadir que la Iglesia es sacramento del amor de Dios hacia los pobres. Por eso, ella no vive para sí. No acapara la presencia de Dios en su estructura, en sus instituciones o servicios: ha surgido y se mantiene para estar, como Jesús, al servicio de los pobres y hambrientos de este mundo, sean o no creyentes. Ellos, los necesitados, son el signo de Dios, el sacramento radical de su presencia, como indican las bienaventuranzas (Lc 6, 20-21), el canto de María (Lc 1,51-53) o la palabra de juicio (Mt 25,31-46). Por eso, toda la Iglesia y cada uno de sus fieles serán signo de Dios en la medida en que descubran la presencia de Cristo entre esos pobres y comiencen a servirles de un modo efectivo, comprometido.
La Iglesia tiene, por lo tanto, dos principios.
Ella nace en primer lugar de la Palabra: del misterio de Dios que está presente por Jesús entre los hombres. En la meta de Israel, representando a los creyentes, como primera cristiana de la historia, María, madre gestante de Jesús, ha pronunciado esa Palabra, cantando la alabanza de Dios y proclamando su presencia entre los pobres.
Pero la Iglesia nace, al mismo tiempo, de esos pobres: brota de su misma opresión, su pequeñez, el hambre, que ha venido a presentarse, por Jesús, como señal de la presencia de Dios sobre la tierra. En esta línea hay que asumir la palabra evangélica, de forma que allí donde se dice «no es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre» (Mc 2,27) podamos precisar «no es el pobre para la Iglesia sino la Iglesia para el pobre».
Esto significa que, estrictamente hablando, no se salvan los pobres por la Iglesia. Al contrario: existe Iglesia sobre el mundo porque Cristo ha ofrecido su mensaje salvador para los pobres. Sólo porque Dios está en los pobres surge ahora la Iglesia, como pueblo universal sobre la tierra, más allá del riesgo de clausura nacional, sacral, de los judíos.
La Iglesia nace, por lo tanto, de la Palabra y de los Pobres: de la grandeza de Dios y de la pequeñez humana. No surge, sin embargo, de dos fuentes o principios separados porque, como indica Flp 2,6-11 y todo el evangelio, el mismo Hijo de Dios se ha introducido (se ha encarnado) en el camino de esos pobres. Por eso, vinculando los motivos anteriores, debemos afirmar: la Iglesia o comunión mesiánica ha nacido de la muerte y pascua de Jesús, como extensión de su presencia entre los pobres.
La Iglesia surge y se manifiesta, por lo tanto, sobre un cruce de caminos. En esta perspectiva podemos recordar una disputa que es ya clásica.
--Algunos tienden a tomar la Iglesia como estructura asistencial: ella no es pobre, pero está al servicio de los pobres, como maestra que les va guiando, acompañando desde arriba en el camino.
-- Otros, que destacan más su fondo mesiánico, la entienden como fermento de transformación: ella es lugar donde los pobres, convocados por la misma Palabra de Jesús, saben unirse, toman conciencia de su identidad y empiezan a marchar por un camino de maduración y libertad que lleva hacia la pascua.
Si hubiera que optar por un modelo escogeríamos el segundo, en la línea del Magníficat: Dios «eleva a los humildes y sacia a los hambrientos» para que ellos puedan vincularse en comunión (Iglesia) solidaria. Eso significa que los mismos pobres pueden y deben liberarse, interpretando el evangelio desde el fondo de su vida y traduciéndolo en su mismo gesto activo de esperanza.
Firme eso, debemos añadir que hay en la Iglesia un lugar para los ricos, en la línea de aquel texto cristológico que dice: «siendo rico se hizo pobre por nosotros, a fin de que nosotros nos enriqueciéramos a través de su pobreza» (2 Cor 8,9). Jesús ha convertido su riqueza y su poder en valores de servicio: se ha hecho pobre y, compartiendo su camino con hambrientos-oprimidos, nos ofrece su riqueza. De esta forma, su gesto asistencial deja de ser un beneficio que se ofrece desde arriba, en actitud condescendiente y lejana. Cristo nos asiste haciéndose pequeño entre nosotros. De manera semejante, los ricos de este mundo pueden salvarse si se vuelven pobres, al servicio de los pobres, de manera que éstos le acojan en su Reino, como dice de forma impresionante Lc 16,9.
Ahora podemos condensar el tema. Hemos dicho que la Iglesia surge de un cruce de caminos, allí donde la gracia de Cristo se introduce hasta el lugar de la inversión que nos presenta el Magníficat:
-- surge donde los hambrientos-oprimidos se sacian y se elevan, conforme a la palabra de María, en gesto de fraternidad y esperanza;
-- surge, al mismo tiempo, donde los ricos-potentados vencen su actitud impositiva, se abajan a sí mismos y comparten la vida con los pobres, aprendiendo de ellos (= dejándose evangelizar) y trazando con ellos un camino compartido de existencia.
Esta unidad eclesial, en el cruce de caminos de que hablamos, no es el resultado de algún tipo de teoría sino signo de Jesús y plenitud de su mensaje que conduce al Reino. Dios nos «ha encerrado a todos en el pecado, a fin de salvarnos a todos» (cf. Gál 3,22): ha penetrado Cristo en el pecado, en la injusticia de la historia (cf. Rom 8,3), para liberarnos así, en gesto de muerte abierta hacia la pascua. Cristo se hace pobre por servir a los pobres. De manera semejante, una Iglesia que quiere presentarse como servidora de los pobres (en plano asistencial) ha de insertarse en el espacio de existencia de esos pobres, descubriendo con ellos la verdad del evangelio y caminando con ellos a la pascua. 92
Magnificat, Palabra social y política
La dogmática cristiana, presentando a Jesús como el hombre, ha superado para siempre un sistema de doble verdad que entendería el evangelio como mensaje interior (espiritualizante, privado) frente a la realidad exterior (objetivista, autosuficiente) de la economía y política del mundo. El evangelio es verdad del hombre entero, del hombre integral como actualmente se dice. Por eso, su mensaje tiene que expandirse hacia el nivel externo de economía y política, conforme ha señalado el Magníficat.
No se trata de elegir entre política sí o política no. El problema consiste en entender y realizar la nueva economía-política del canto de María. Pues bien, en la línea de todo lo indicado, podemos afirmar: la Iglesia debe anunciar-expandir un mensaje de solidaridad y esperanza que ella escucha de Jesús y que ella intenta explicitar en sus mismas instituciones sociales, sobre el mundo.
En otras palabras: no existe una doble verdad, una que es buena para la Iglesia y otra para el mundo; sólo existe la verdad de Jesucristo, salvador de todos, cristianos o no cristianos. La diferencia está en que los creyentes de la Iglesia saben ya y confiesan en liturgia ese misterio de presencia de Dios en los pobres de la tierra. Por eso, ellos, seguidores de Jesús, están llamados a expresar en forma social y a realizar de un modo público, ante todos los hombres de la tierra, la verdad del hombre nuevo que se funda en Cristo.
La Iglesia es, por lo tanto, portadora de un modelo económico-social de salvación que se funda en el misterio de Jesús y se explicita en las palabras ya indicadas: Lc 1,51-53; 6,21-25; Mt 25,31-46. Por eso, predica una Palabra de Dios que le desborda, como don de amor y gracia. Pero, al mismo tiempo, ofrece su propia comunión, su forma nueva de vida liberada, donde se elevan los pequeños y se sacian los hambrientos, como signo de esa gracia deDios sobre la tierra. Sólo así puede entenderse la palabra misionera de Mt 28,16-20: Jesús no manda predicar el evangelio en forma de verdad abstracta; no dice «enseñad» sino «haced discípulos» (mathéteusate), esto es, ampliad hacia los hombres vuestra propia comunión de amor, vuestra manera de ser discípulos que encarnan sobre el mundo la palabra del sermón de la montaña.
La Iglesia expande ese evangelio en la medida en que ella viene a presentarse como espacio de visibilidad del mensaje. Ella es testimonio del valor de la Palabra abierta hacia los Pobres. Pero, al mismo tiempo, es testimonio del misterio de los Pobres que han sido elevados a través de la Palabra. Por eso, ella transmite una vida que, fundada en Dios, se abre a todos los hombres de la tierra.