"No sé si eres consciente de la que has armado" Carta al cielo para Francisco

EL CIELO PODÍA ESPERAR
EL CIELO PODÍA ESPERAR

"No sé exactamente dónde estarás, y ni sé dónde enviártela exactamente, pero como creo en la Resurrección… no sé de qué forma, pero sé que te llegará"

"Quiero confesarte que tengo un sentimiento de orfandad. Me falta algo. Me vienen a la memoria las palabras que le dedicabas al Papa emérito, otro gran hombre, cuando decías: 'Es como tener al abuelito en casa'. Pues yo me he quedado sin mi yayo"

"Quisiera darte las gracias. Eres para mí un clarificador nato de la palabra de Dios. Me susurras al oído sus metáforas, sus recovecos, y lo haces siempre con un lenguaje accesible, sencillo, apuntando a esa religiosidad popular y cotidiana"

"Gracias a tu magisterio he podido comprender que la fe en Cristo sólo puede venir de ahí donde se sufre y se llora. Ojalá algún día, cuando inicie mi viaje hacia la eternidad, pueda agradecerte en persona lo que has hecho por mí y por toda la humanidad"

Estimado Francisco,

Cuando en el año 2009 andabas por las calles de Buenos Aires al encuentro de las gentes dolientes y sufrientes, se estrenó una película que estoy seguro que viste, Cartas a Dios. Su argumento versa sobre la amistad y el encuentro, palabra que tanto has destacado, entre un niño enfermo que va a morir de cáncer y una mujer que quiere vivir su vida siendo ella misma la prioridad, sin mirar por el retrovisor de la alteridad. En cambio, la enfermedad del pequeño le hace cambiar su perspectiva, se humaniza y la enfermedad la asume y decide acompañarlo hasta la muerte. En el proceso surgen las cuestiones sobre el sentido de la vida, en concreto, sobre la muerte y la existencia de Dios en relación con el mal en el mundo.

Para resolver todas estas cuestiones que siempre nos persiguen, incluso a los papas, la mujer le recomienda que le escriba cartas a Dios. Cada una de ellas las ata a un globo y las deja al aire para que lleguen al cielo. No sé exactamente dónde estarás, y ni sé dónde enviártela exactamente, pero como creo en la Resurrección, ya que, sin ella, como dijo Pablo, vana sería nuestra fe, y como estoy seguro que estás junto al Padre, no sé de qué forma, pero sé que te llegará.

No sé si eres consciente de la que has armado. Desde que tu corazón dejó de latir, después de saludar en la plaza de San Pedro, horas antes de tu muerte, personas de todo el mundo han destacado tu figura, tus ideas, tus aportaciones, tus gestos, aquello que se va a quedar en la retina de la cristiandad y de la historia universal. Personas alejadas de la Iglesia te han llorado, te han recordado, te han sentido como una parte de sus vidas. Quiero confesarte que tengo un sentimiento de orfandad. Me falta algo. Me vienen a la memoria las palabras que le dedicabas al Papa emérito, otro gran hombre, cuando decías: “Es como tener al abuelito en casa”. Y los abuelitos y las abuelitas son receptáculos de sabiduría; sus consejos están henchidos por las experiencias que se han ido labrando a partir del paso de los años. Ese tiempo que es superior al espacio como nos has enseñado.

Pues yo me he quedado sin mi yayo. Pero, como sabrás, y aunque te moleste, no eres un yayo normal, has sido el Vicario de Cristo en la tierra, y además te has creído, hasta la médula, lo que un joven carpintero de Galileo decía y hacía. Fue tan auténtico, tan radical, tan humano, tan revolucionario que hizo lo inimaginable: dar la vida por todos nosotros, sin excepción, más allá de lenguas, fronteras, colores de piel, procedencia social… y te lo creíste tanto que decidiste imitarlo de la mano de una de tus mayores enseñanzas: acudir a las periferias, para transformarlas, para morir con aquellos que las habitan porque son nuestros hermanos, la representación viva de Jesús, en los que lloran y sufren, nuestros cristos cotidianos. Esto es incómodo, escuece, abre en canal, interpela a nuestra eterna comodidad. De ahí que algunos hallan brindado con tu partida. También lo hicieron con el carpintero, pero ya se sabe el poder de la miseria humana, aunque el amor siempre sale victorioso de la batalla.

Quisiera darte las gracias por varias cosas. Aunque te has ido corporalmente, que sepas que todas las mañanas o por la noche, según el día, al leer el evangelio, siempre lo acompaño de tu meditación. Nos has insistido en que llevemos uno pequeño ahí donde vayamos. Desde hace años tus reflexiones al evangelio me acompañan a diario. Eres para mí un clarificador nato de la palabra de Dios. Me susurras al oído sus metáforas, sus recovecos, y lo haces siempre con un lenguaje accesible, sencillo, apuntando a esa religiosidad popular y cotidiana de los pueblos con la que las gentes se identifican porque traspasan sus corazones. Haces que caduquen todas las fes epidérmicas, puesto que con palabras intuitivas perforas lo que va acaeciendo en nuestra existencia.

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Sin ir más lejos, mientras veía tu entierro, leí el evangelio del día, en el que los discípulos de Jesús se muestran incrédulos ante el resucitado y cuando los convence que se ha cumplido lo que decía, los envía al mundo a proclamar la buena nueva, como tú has hecho, llevarla a aquellos que por diferentes razones eran excluidos de la salvación de forma incomprensible. En tu comentario, del 22 de marzo de 2023, apuntabas:

“El mundo necesita evangelizadores que hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente. No es transmitir una ideología o una doctrina sobre Dios, no. Es transmitir a Dios que se hace vida en mí: esto es dar testimonio; y además porque el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio”.

Mi vida de fe sería imposible sin ese testimonio que otros me han dado. Te tengo que confesar que yo renegué de la Iglesia, la insulté, llegué a quemar alguna cruz y, de pronto, gracias al testimonio de mi madre, a un maestro, Agustín Domingo y un sacerdote de prisiones, el padre Ximo Montes, volví a encontrarme con Dios de la mano de las personas presas. Desde el año 2005 tengo la gran suerte de pertenecer a la Pastoral penitenciaria de Valencia como voluntario de prisiones, visitando no sólo a los privados de libertad, sino acompañando también a sus familias que, no lo olvidemos, cumplen una doble condena. Ellas también viven su periferia cotidiana y diaria.

Gracias a tu magisterio he podido comprender que la fe en Cristo sólo puede venir de ahí donde se sufre y se llora. De ahí tu insistencia en visitar a los inmigrantes, a las personas ancianas, a los jóvenes que son descartados porque no entran en el sistema económico y social, a las mujeres esclavas por la prostitución o a los refugiados que huyen de la guerra y de las condiciones climáticas y, cómo no, a las personas presas. Jamás olvidaremos los Jueves Santo con tu presencia en las cárceles. Nos has enseñado que todos somos hermanos y hermanas y, como tal, un cristiano tiene que dar testimonio a través del cuidado y el servicio. Ese es tu legado, convertir nuestra vida en un hospital de campaña para atender y dignificar, hacer visible lo invisible, a lo que no cuenta y pasa desapercibido.

"Ojalá algún día, cuando inicie mi viaje hacia la eternidad, pueda agradecerte en persona lo que has hecho por mí y por toda la humanidad"

Ojalá algún día, cuando inicie mi viaje hacia la eternidad, pueda agradecerte en persona lo que has hecho por mí y por toda la humanidad. No dejes de rezar por todos nosotros, por el mudo y por una Iglesia que esté a la altura de los tiempos, de sus gentes y que aprendamos la única lección que tenemos que testimoniar: el amor es más fuerte que la muerte. Con admiración y estima, un hermano que siempre te recordará como un persona buena y fiel a Jesús de Nazareth que nos dejó una única misión: “Amaos lo unos a los otros como yo os he amado”. Contigo hemos aprendido cómo hacerlo y llevarlo a cabo. Que Dios te bendiga.

Papa Francisco
Papa Francisco

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