Fuera perros... ¿No caben, o han de ser expulsados de la Iglesia?

Caben casi todos, tanto en el cielo como en la iglesia, que ha de ser una Ciudad de Puertas Abiertas.

Pero… (y siempre hay un “pero”) han de quedar fuera “algunos perros” que toman Cielo y tierra (Iglesia) como un coto cerrado, no dejando entrar a nadie más que a ellos y sus amos...

(Casi seguro que esos perros no son como el de esta maleta a quien sus amos quieren mandar lejos en un tres sin retorno, o han dejado abandonado en una estación en la que no para ningún tren, para que no les impida tener vacaciones de verano en el Norte rico).

Para cierta Iglesia 20015 esos “perros” son los divorciados, los homosexuales, los ex-curas... y otros de quienes se habla por ahí, incluso en grupos de cardenales. No voy a interpretar las palabras de los purpurados, que exegetas vaticanistas hay en la iglesia y en la sociedad. Prefiero retomar el Apocalipsis, uno de mis libros de cabecera.

El tema es complejo, y lo he desarrollado algunas veces en este blog, diciendo que todo cielo (que ha de estar representado en la tierra por la iglesia) implica un “fuera” (que sería mejor que estuviera vacío), que podría formularse así:

-- fuera aquellos que destruyen y matan,
-- fuera los que impiden la fraternidad,
-- fuera aquellos que no dejan que haya cielo para niños y pobres,
para perdidos y humillados de la tierra
.

En ese contexto, Ap 21, 8 ofrece una lista de “excluidos del cielo” ratificada por Ap 22, 15. Que quien quiera lea e interprete los pasajes. Aquí me limito a presentar los textos, de un modo sencillo, según mi comentario al Apocalipsis (Verbo Divino, Estella 1999). Evidentemente, lo que digo ha de entenderse desde un fondo simbólico antiguo, romano y judío...


Texto: Ap 21, 8

Pero a los

cobardes,
infieles,
abominables,
asesinos,
prostitutos,
hechiceros,
idólatras
y a todos los mentirosos,

les tocará en suerte el lago ardiente de fuego y azufre,
que es la segunda muerte (Ap 21, 6-8).




De estos "expulsados" hablan los letreros del Cave Canem, cuidado con el perro, de algunas casas romanas... ¡Cuidado con los que destruyen la comunidad, con los que quieren impedir que la tierra sea cielo para todos!

El Apocalipsis formula así, de forma lapidaria y solemne esos siete (u ocho) pecados capitales (o mortales), que pueden compararse con otros que aparecen en los catálogos de vicios o pecados del Nuevo Testamento (cf. 1 Cor 6, 9-10; Gal 5, 19-20 o Ef 5, 5).

Estos son pecados muy "tradicionales", pero aquí se incluyen en un contexto apocalíptico, indicando así aquellos grupos de personas que no pueden formar parte de la comunidad, pues ellos mismos se excluyen de ella. No son pecados de la humanidad en general (cf. Rom 1, 18-32), representada por las Bestias y la Prostituta, sino pecados de la iglesia (en la línea Ap 2-3). Son pecados de aquellos que no dejan que los otros vivan, son pecados de aquellos que por egoísmo no dejan que haya “cielo” para los demás.



Los siete pecados capitales de la iglesia

1. Cobardes. No son los que sienten miedo, sino los que (con o sin miedo) niegan a Jesús al ser probados y traicionan de esa forma a los hermanos (les delatan, les acusan). No son los débiles sin más, sino los hombres y mujeres de doblez (cf. Sir 2, 12), que quieren aparecer al mismo tiempo como cristianos y adoradores de la bestia (como los nicolaítas y jezabelinos de Ap 2-3). Son los del doble juego, los que se aprovechan de la situación para medrar a cosa de los otros. Esta cobardía es mentira y doble juego. Quienes se dejan vencer por ella niegan el mensaje de Jesús y la comunión de la iglesia.



2. Infieles son aquellos de quienes la comunidad no puede fiarse, pues no tienen palabra (no guardan la fidelidad humana), no son hombres y mujeres de fe, son los hipócritas de profesión. Pablo definía la fe como fidelidad al Cristo que nos capacita para superar un tipo de ley que se impone por la fuerza, con violencia. Pues bien, según el Apocalipsis, los cristianos son por antonomasia los fieles (cf. Ap 2, 10.17; 17, 14), aquellos que mantienen la palabra y ofrecen seguridad a los hermanos en la iglesia. Son en cambio infieles los que niegan la palabra dada y el amor prometido, separándose de Cristo, fiel por excelencia; son los que traicionan a los hermanos (Ap 1, 5; 3, 14; 19, 11).

3. Abominables son los que se prostituyen con la Bestia, vinculada al culto del gran ídolo (abominación de la desolación) a la que aluden también otros pasajes del Nuevo Testamento (cf. Mc 13, 14 par; Rom 2, 22). Son los que rompen el amor de Jesús, que es siempre gracia, de manera que se compran y venden, como la infiel prostituta, bebiendo sangre inocente, viviendo de muerte, como hacía Roma/Babel (cf. Ap 17, 4-5) e incluso algunos cristianos (como suponía Ap 2-3). Son los que compran y venden a los pobres (o a los débiles), es decir, a los otros, utilizando así a los demás.

4. Asesinos son aquellos que viven de la muerte (es decir, matando a los demás), como el Dragón, que intentaba devorar al Hijo de la mujer (Ap 12, 1-5), y la Prostituta, que bebe sangre de los degollados de la tierra (cf. 18, 24). Comparten ese pecado no sólo quienes matan de modo directo, sino los que asienten, comiendo los bienes de prostitución (los idolocitos ya citados), es decir, los que viven de la muerte de otros (de los 40.000 hombres,mujeres y niños que mueren de hambre; por eso, los cristianos no pueden tomar parte en una sociedad asesina (cf. Ap 2-3).

5. Prostitutos (pornois) son los que mantienen el comercio de opresión y sangre de la prostituta. Ciertamente, sigue al fondo la imagen sexual, aplicada normalmente a las mujeres, pero Juan la ha situado en un plano político/económico, aplicando en principio esa palabra a los varones de la prostitución: prostitutos por antonomasia han sido los reyes de 17, 2 y 18, 3.9, que han comerciado con Babel para después matarla, cuando les conviene. Prostitutos son los dueños del poder y del dinero que se venden al mejor postor.

6. Hechiceros son los que se valen de la religión para lograr sus fines egoístas y en esa línea se vinculan con los asesinos, prostitutos y ladrones, como ha destacado Ap 9, 21. No son gente sin cultura, que ignoran la ciencia, sino, más bien, aquellos que manipulan un tipo de cultura y religión para engañar a los demás y enriquecerse o disfrutar de un modo no sólo enfermizo sino por maldad (como algunos pederastas malos). Así aparecen vinculados a los comerciantes perversos de la tierra (cf. Ap 18, 23), como impulsores y beneficiarios del asesinato sistemático de un imperio que vive de la sangre de los degollados.

7. Idólatras, en fin, son los que adoran a los dioses falsos (oro y plata, bronce y piedra...), que esclavizan a los hombres y les dejan en manos del asesinato, hechicería, prostitución y robo (cf. Ap 9, 20-21).La tradición cristiana identifica idolatría y avaricia, adoración de los dioses y culto del dinero (Col 3, 5; Ef 5, 5). También aquí la idolatría está vinculada al deseo de seguridad económica y social (idolocitos y porneia). Éste es el pecado de los que adoran su dinero destruyendo así la vida de los otros. De esa forma, la cobardía del principio termina siendo idolatría, culminando el proceso de autodestrucción humana.

Y todos los mentirosos... Fuera los perros:


Los siete pecadores anteriores se resumen y culminan ahora en la mentira, que es la doble vida. Frente al Dios que se desvela en Cristo como verdadero y/o fiel (cf. Ap 3, 7.14; 6, 10; 15, 3; 19, 11), se elevan los hombres mentirosos que se engañan a sí mismos, destruyendo a los demás. Todos los pecados se condensan de esa forma en ella, en la mentira (cf. Jn 8, 39-47), que así aparece como destrucción final del ser humano.

Estos son los “pecados de muerte”, es decir, los que destruyen a la iglesia, en una línea que el Papa Francisco está poniendo de relieve desde el principio de su pontificado al hablar de la fidelidad humana y la justicia.

El problema no está al fin de los tiempos (con lo que Dios podrá hacer en la ciudad futura). El problema está y ahora, es el problema de la destrucción de la Iglesia. Por eso, por compasión y verdad, hay que decir “fuera, como lo dice otro texto del Apocalipsis:

– Fuera
los perros,
los hechiceros
y los prostitutos,
los asesinos
y los idólatras
y todos los que aman y realizan la mentira (Ap 22, 15).


Aquí volvemos a encontrar los pecados ya señalados (hechiceros y prostitutos, asesinos e idólatras…). Pero ahora se les añade una clase muy significativa de personas: ¡fuera los perros! Esos, perros no son ya los no-judíos o no-cristianos (como podría parecer quizá en Mc 7, 27; Mt 15, 26), sino aquellos que no dejan entrar en la casa del Reino a los otros

Un fuera eclesial

Estos pasajes implican la existencia de un fuera eclesial, pues se excluyen de la iglesia los que destruyen por principio su principio: La misericordia, la fidelidad y la justicia, como sabe Mt 23, 23... los que se aprovechan de la Iglesia para elevarse a sí mismo, los que no dejan que otros puedan vivir en ella. Este ¡fuera! es muy duro, pero puede y debe aplicarse con estas condiciones.

(1) Es un fuera sin violencia militar ni cárceles, que se aplica sin medios coactivos (pues la iglesia no los tiene) y sin que ello signifique en modo alguno la condena política o social de los expulsados; una expulsión como aquella del tiempo de las inquisiciones (que suponía la liquidación incluso física de los expulsados) es radicalmente anticristiana.

(2) Ha de ser un "fuera medicinal", abierto a la curación de los expulsados y a la acogida de los pecadores, como dice Mt 18. La expulsión debe entenderse siempre como medio o posibilidad de una nueva inclusión o acogida de los expulsados.

(3) Ha de ser un “fuera” al servicio de la acogida de los expulsados sociales, como sabe el evangelio cuando presenta a Jesús como amigo de publicanos y prostitutas, como hogar donde se recibe a exilados, enfermos y encarcelados (Mt 25, 31-46). Es posible que el Apocalipsis no haya tenido del todo en cuenta este momento evangélico de la acogida eclesial, que es más importante que toda expulsión.

(4) Más problemático resulta el ¡fuera! en un plano social, es decir, la expulsión de los disidentes o de aquellos que resultan peligrosos para el conjunto social. A lo largo de la historia han existido diversas formas de expulsión: condena a muerte o deportación, esclavitud o castigo físico, confinamiento, cárcel... ¿Cómo pueden vivir los expulsados? ¿Qué se les ofrece en línea de humanidad...? ¿O sería mejor condenarlos sin más a la pena de muerte? En otros momentos he respondido a esta pregunta, dentro de este mismo blog.

Excurso para interesados. Un fuera teológico, el infierno

En el fondo de esa exclusión está la posible expulsión teológica, que interpretamos como infierno, esto es, como castigo final o aniquilación de los perversos. Aquí, como en el caso de la iglesia, se dividen las opiniones.

Unos dicen que Dios, al final, tiene que condenar al infierno a los culpables graves, o dejar que ellos mismos se condenen, como parece haber pensado San Agustín.

Otros, en cambio, opinan que hallará un espacio de vida en su gran Vida para todos los hombres y mujeres, de manera que su justicia se cumpla en forma de misericordia.

Entre los que dicen que el infierno está vacío se suelen citar nombres egregios como Orígenes y Tomás de Aquino, Juliana de Nowich y Teresa de Lisieux, Henri de Lubac y Joseph Ratzinger, Urs von Balthasar y K. Rahner . En esta segunda perspectiva queremos situarnos, suponiendo que, conforme al evangelio, no existe expulsión teológica definitiva, ni infierno entendido como creación positiva de Dios, sino sólo como posibilidad humana, pero siempre abierta a la gracia de Dios. En esa línea, la iglesia, que quiere ser signo de la acogida sanadora universal de Dios, tiene que ofrecer espacios de vida en libertad para todos los creyentes (en comunión interior), siendo capaz de acoger, al mismo tiempo, a los expulsados del sistema social.

Desde este fondo quisiéramos entender este motivo (¡fuera los perros!) como una llamada básicamente medicinal. Esto nos sitúa en el centro de la paradoja cristiana:

-- sólo si mantiene con vigor los principios de libertad y comunión, sin dejarse contaminar por la violencia del sistema, la iglesia podrá ser lugar de acogida para los expulsados de la sociedad y, en especial, para todos los llamados perros

-- De esa forma deben vincularse dos cosas: (a) la exigencia más honda de identidad (la savia de vida evangélica); b) y el compromiso más fuerte de apertura hacia los expulsados empezando por los propios.

En principio, dentro de la iglesia no debería haber más expulsados que aquellos que se expulsan o alejan a sí mismos, pues todos los creyentes deberían vivir en comunión fraterna. Pero ella, la iglesia, puede y debe ocuparse de un modo especial de aquellos cristianos que sufren persecución o rechazo social (de los que son perseguidos por cristianos), ocupándose, al mismo tiempo, de todos los expulsados de la sociedad, por cualquier causa que fuere.
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