Distribución de espacios en la celebración

Aún nos queda en el subconsciente el viejo estilo de las misas preconciliares, cuando el sacerdote resolvía toda la celebración en el altar, sin abandonarlo, girándose y moviéndose de un extremo a otro del mismo. En realidad se pasaba gran parte de la misa colocado en medio del altar, eso sí, de espaldas a la gente. Sólo en las misas solemnes, cantadas, el sacerdote hacía uso de los sillones colocados a un lado del presbiterio. En las misas rezadas jamás. Solo en las misas con ministros, las lecturas, que el sacerdote debía leer por su cuenta en privado, eran cantadas solemnemente por el diácono el evangelio y por el subdiácono la epístola, desde el atril. En las misas rezadas, que eran las habituales, no existía nada de esto.

Con la reforma litúrgica los sacerdotes han dejado de dar la espalda a la asamblea y el altar ha sido colocado de cara, a la vista de todos los fieles. Pero muchos sacerdotes siguen todavía con la vieja idea de que su sitio es el altar. Por eso, nada más llegar, lo besan y se instalan tras él como si se colocaran en una atalaya. Desde ese lugar estratégico, con todos sus libros y papeles a la vista, dirigen a la asamblea, dan órdenes y controlan el desarrollo de toda la ceremonia. Sólo se sientan para escuchar las lecturas; a no ser que decidan leerlas ellos mismos.

Ahora viene mi reflexión positiva. La estructura de la misa se apoya en dos grandes momentos, el de la palabra y el banquete. La liturgia de la palabra se desenvuelve en torno al ambón, desde el que es proclamado el mensaje, y en torno a la sede, desde la que el sacerdote preside, dirige las oraciones, modera la celebración, escucha la palabra y, en muchos casos, pronuncia su homilía. Desde la sede el sacerdote ejerce su misión de ser el guía y animador de la comunidad. Esa es su misión y ese es su servicio.

Las lecturas se proclaman desde el ambón. No es una simple lectura; es una proclamación. Por eso el ambón se percibe como un lugar destacado, abierto y proyectado sobre la asamblea. Las lecturas, en principio, no deben ser proclamadas por el sacerdote; lo adecuado es que esta misión sea asumida por otros servidores de la asamblea, los lectores. Son laicos, preparados y competentes, a los que se les confía este ministerio.

El segundo momento de la celebración es el banquete eucarístico y se desarrolla en torno a la mesa del altar. Es entonces, al presentar las ofrendas, cuando el sacerdote abandona la sede y se acerca al altar. A partir de ese momento el sacerdote deposita los dones de pan y de vino sobre la mesa, pronuncia la acción de gracias en nombre de toda la comunidad congregada, parte el pan y distribuye a los fieles los dones consagrados, convertidos en el cuerpo y en la sangre del Señor. Es el momento de la comunión.

La mesa de la palabra y la mesa de la eucaristía. Son los dos grandes momentos. Hay que destacarlos y representarlos plásticamente. El primero desde la sede; el segundo desde el altar. Las grandes realidades entran por los ojos; por eso es muy importante que los pastores sean sensibles a esta exigencia y tengan la preocupación de ofrecer a la asamblea estos dos importantes banquetes, el de la palabra y el de la eucaristía. Los gestos simbólicos poseen una gran fuerza de persuasión y educativa; porque, ya sabemos: un buen gesto vale por mil palabras.

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