Pan para hoy y hambre para mañana

Desde el año 2006 la diócesis riojana de Calahorra, La Calzada y Logroño viene trabajando en la creación de unidades pastorales que le permitan una presencia más activa, racionalizada y eficaz en todo el territorio diocesano. En este momento la iglesia local de la Rioja cuenta con un conjunto de 32 unidades pastorales para cubrir todo el territorio de La Rioja.

Este nuevo organigrama diocesano propicia una mayor presencia y colaboración de los laicos en la acción pastoral. En cada una de estas unidades participan seglares, religiosos y sacerdotes. Una de sus encomiendas será la de organizar y dirigir las celebraciones dominicales en los pequeños núcleos de población, especialmente en las zonas rurales, a donde no puede acudir el sacerdote. Serán ellos, los seglares, quienes proclamen la palabra de Dios, comenten el sentido de los textos, dirijan la oración y, para concluir, distribuyan la comunión a los fieles.

A mí no me cabe otra salida que la de elogiar este esfuerzo realizado por los responsables de la pastoral diocesana. Aplaudir, sobre todo, la incorporación de los laicos a esta importante tarea. Ante la traumática disminución del número de sacerdotes, la desoladora ausencia de seminaristas en un precioso seminario semivacío, la creciente e imparable media de edad de los actuales sacerdotes, de los cuales más de 135 (de un total de 215) pasan de los 65 años; ante semejante panorama, carente de promesas estimulantes y esperanzadoras, en una diócesis en la que el último sacerdote riojano fue ordenado hace casi cuatro años, la única alternativa viable exige clarividencia y honradez para asumir lealmente la realidad y, al mismo tiempo, arrojo y coraje para tomar decisiones inteligentes y acertadas. Aquí no valen los paños calientes, ni los parches, ni las medias tintas. Todo eso quedará en pan para hoy y hambre para mañana.

Llegados a este punto deseo ofrecer, intentando prestar mi colaboración más sincera a la iglesia de La Rioja, un apunte crítico y una sugerencia. Aun reconociendo el valor y, en algunos casos, la utilidad de las celebraciones de la palabra, me parece que la pretensión de resolver el problema que nos ocupa mediante celebraciones de la palabra, no dejará de ser una falsa respuesta. La celebración dominical no es una liturgia de la palabra, a secas; sino la eucaristía. Porque la eucaristía hace que el “primer día” de la semana sea el “día del Señor”; porque en la eucaristía es donde reconocemos, proclamamos y celebramos el “señorío” de Cristo. Por eso el domingo es el día “señorial”. Decía un prestigioso liturgista alemán que “no hay domingo sin eucaristía” (W. Rordorf).

Las celebraciones de la palabra pueden servirnos para una reunión de oración, o para una celebración ocasional, o para completar el programa de una fiesta. Ocasionalmente, y sin pretensiones de resolver definitivamente el problema, también las podemos organizar para suplir una celebración dominical. Pero nunca como una solución estable.

Una sugerencia. Vendría bien aquí tomar buena nota de la importante propuesta del obispo Fritz Lobinger, residente desde hace años en Sudafrica y alemán de origen. En su libro “Equipos de ministros ordenados. Una solución para la eucaristía en las comunidades” (Herder, Barcelona 2011) ofrece interesantes pistas para salir al paso a situaciones semejantes a la que estoy planteando en este escrito. En definitiva se trata de resolver el problema de numerosas parroquias y comunidades cristianas que no disponen de sacerdote.

Lobinger hace hincapié en la importancia de la comunidad. Los que van a ser seleccionados para el servicio ministerial serán elegidos por la comunidad, de entre los miembros de la comunidad y para el servicio específico de la misma comunidad. No serán elegidos aisladamente, como individuos separados, sino en equipo. El obispo, acompañado de su colegio presbiteral, ratificará la elección mediante la imposición de las manos en el sacramento del orden. Por eso se habla siempre de ministros ordenados.

Estos ministros ordenados tendrán una misión más bien local, centrada en la comunidad eclesial que los ha elegido y de la que han salido. Su dedicación al ministerio será temporal, a tiempo parcial. Podrán estar o no casados, ejercerán una profesión civil, vivirán en familia, de su trabajo y, por tanto, su dedicación al ministerio no será en absoluto remunerada. Su ministerio estará centrado en la catequesis, en la predicación, en el seguimiento pastoral de la comunidad, en la atención a los hermanos y, sobre todo, en la dirección y presidencia de la eucaristía. No gozarán de privilegios por su condición presbiteral, ni usarán distintivo alguno clerical, ni pertenecerán, por supuesto, a un estatus social distinto. En ningún caso formarán parte del clero.

Junto a estos equipos de ministros ordenados, y en plenitud de comunión con ellos, estarán los presbíteros célibes, los que han sido educados en los seminarios y han recibido una sólida formación teológica. Estos desarrollarán su actividad ministerial más cerca del obispo, ejercerán un ministerio más itinerante y dedicarán buena parte de su actividad a la predicación, a la enseñanza de la teología y al seguimiento de los ministros ordenados entregados al servicio de sus comunidades locales. Estas dos formas de vivir y ejercer el ministerio presbiteral, aún respondiendo a vocaciones diferentes, nunca significarán niveles o jerarquías distintas, de mayor o menor rango. Todos han recibido la misma misión, conferida por el sacramento del orden, de ser colaboradores del obispo en la guía y atención del pueblo de Dios en la iglesia local.

Yo sé muy bien que la propuesta del obispo Lobinger implica un cambio revolucionario en el organigrama de las iglesias. Pero debemos pensar que la situación es grave y exige de nosotros soluciones radicales y valientes. No podemos esperar que la solución se no facilite desde arriba. Quiero citar, para terminar, unas palabras del obispo brasileño Demetrio Valentini en el prólogo que encabeza la obra: “Si queremos superar la escasez de sacerdotes, no debemos esperar que la solución venga de Roma, como si exclusivamente dependiera del papa. Por el contrario, debemos recurrir a nuestras propias diócesis y parroquias, y preguntarnos si están preparadas para una posible ordenación de equipos de ministros en las comunidades, los cuales garantizarían la celebración de la eucaristía”.
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