Cuándo celebramos los cristianos
Pero aquí no se trata de señalar a nadie con el dedo ni de buscar responsables. La forma de celebrar la eucaristía a raíz del Concilio, al menos en un buen número de iglesias y comunidades de nuestro país, puede darnos ya una idea aproximada de lo que es celebrar. Se ha recorrido un gran camino, ciertamente, aunque no con el ánimo, la premura y la decisión que muchos hubiéramos deseado.
Cuando nos reunimos en nuestras iglesias para celebrar la eucaristía dominical nos sentimos urgidos a tomar parte en la celebración; es decir, en los cantos, en las oraciones, en los gestos, en las posturas; escuchamos las lecturas e incluso alguna vez somos invitados a proclamarlas; vemos al sacerdote que preside, no de espaldas, como antes, sino de frente, cercano; el altar ya no es el soporte de un hermoso retablo adosado al muro de la iglesia sino una mesa de banquete, cubierta con un mantel y adornada con luces y flores; y la lengua empleada para hablar es la nuestra, la que nosotros usamos para comunicarnos y para entendernos. En este nuevo tipo de experiencia religiosa ya no nos sentimos tan ausentes como antes; tan ajenos a lo que se realiza en el altar; ahora la asamblea es invitada a participar, a tomar parte en la celebración. La misa ha dejado de ser una cosa de curas para convertirse en una experiencia comunitaria y eclesial. Más todavía, en la medida en que nuestro nivel de formación cristiana ha ido creciendo y hemos llegado a ser más adultos, somos más conscientes de que, en última instancia, es Dios quien nos convoca y nos reúne. Es su Palabra la que resuena en nuestros oídos, la que de forma insistente y reiterada va exigiendo de nosotros una respuesta de fe, de adhesión incondicional e inquebrantable a la persona y al mensaje de Jesús. Por eso nos reunimos. Porque necesitamos expresar nuestra fe. Porque necesitamos expresar nuestra condición de Iglesia de Jesús. Porque necesitamos celebrar su memoria, la memoria viva de su pascua liberadora. Y lo queremos hacer juntos, como comunidad del pueblo de Dios, reiterando en su memoria el banquete del Reino y compartiendo los dones del pan y del vino, que son los símbolos de la nueva utopía, el aval de la presencia del Señor en el mundo nuevo de los redimidos.
Esa es nuestra experiencia celebrativa. La que los cristianos compartimos cada vez que nos reunimos para la misa. Pero nuestra experiencia de celebración no se agota en la eucaristía. También el rito del bautismo es una celebración, y el de la confirmación, y el de la penitencia, por extraño que parezca; e incluso la unción de los enfermos. En definitiva, todos los sacramentos. Lamentablemente el uso de determinadas expresiones nos ha gastado una mala pasada y ahora se nos pasa la factura. Después de tantos, no años sino siglos, hablando de la administración de los sacramentos ahora resulta sumamente difícil a los responsables de la liturgia y de la pastoral hacer comprender a los fieles que los sacramentos no son una cosa que se da o se administra sino un misterioso encuentro que se vive y se celebra.
Lo mismo tendría que decir respecto al oficio divino, llamado hoy liturgia de las horas. Es el que los monjes y las monjas, los religiosos, religiosas y los canónigos suelen celebrar en común. Se trata igualmente del rezo que todos los obispos, sacerdotes y diáconos deben cumplimentar día tras día. Me refiero al famoso y bien conocido rezo del breviario. A este rezo lo llamamos hoy oración de las horas porque se reparte a lo largo de las horas del día, por la mañana, al mediodía y por la tarde. Por eso se llama liturgia de las horas. Lo difícil en este caso es hacernos a la idea de que se trata de una verdadera celebración cuando, de hecho, la mayor parte de quienes la realizan lo hacen en solitario, en la intimidad, como quien saborea un libro, hace un rato de meditación o, a lo sumo y en el mejor de los casos, se sumerge en una profunda oración personal. De celebración, nada; solo el nombre y, por supuesto, la intención de quienes la idearon.