La fiesta rompe la monotonía de lo cotidiano
La fiesta, sea cual sea su talante, siempre nos saca de la monotonía de lo cotidiano. La fiesta consigue crear para nosotros un espacio singular, diferente del quehacer de cada día; un espacio que rompe la hastío de lo vulgar, que nos permite poder evadirnos de lo cotidiano, del rodar tedioso de las jornadas de trabajo. La fiesta crea para nosotros un espacio nuevo, irrepetible, que se sale de lo común.
Por eso nuestros comportamientos y actitudes se salen también de lo habitual. Nos vestimos de fiesta, hasta incluso nos permitimos estrenar un traje nuevo. Otras veces el tono jocoso de la fiesta nos anima a vestirnos con ropa estrafalaria, con atuendos que en ningún caso nos pondríamos en los días normales. Todo se sale de lo corriente, todo es especial y diferente. La fiesta nos saca de la vulgaridad de cada día y se nos presenta como un paréntesis.
También los comportamientos y las comidas se salen de lo normal. Esos días comemos mejor y más abundante. Las comidas son copiosas y refinadas; regadas con buen vino. La gente come, bebe y danza hasta el exceso, hasta la extenuación. Basta asomarse a Logroño en las fiestas de San Mateo para seguir la marcha de las charangas, de las cuadrillas, de los gigantes y cabezudos. La normalidad, la mesura de los comportamientos, hasta la cortesía refinada, habitual en nuestras gentes, salta por los aires. La gente canta, danza al son de las bandas de música, desfila bulliciosa por las calles. La fiesta nos proyecta a un mundo distinto, fantástico, insospechado, lleno de emoción y de ensueño.
Ahora voy a tocar tierra. Quiero decir, voy a referirme a nuestros planteamientos al acercarnos a la celebración litúrgica. También ésta es una celebración festiva, una fiesta. La base antropológica y cultural es la que acabo de describir. También en la celebración eucarística tenemos banquete, con comida y bebida; también aquí expresamos nuestra alegría festiva con cantos, con flores y con luces; aquí también nos vestimos con trajes de fiesta, trajes diferentes, hasta estrafalarios; también aquí expresamos nuestra euforia mediante nuestros gestos, nuestras expresiones, nuestros símbolos, nuestros saludos, nuestros abrazos.
Hay quienes pretenden que nuestra actitud, nuestros gestos, nuestras palabras y discursos, nuestros cantos, nuestros vestidos; que el conjunto de nuestros comportamientos, en el marco de la liturgia, no se distinga de nuestra manera habitual de actuar, del de andar por casa. Que nuestro lenguaje litúrgico no se aleje del lenguaje de la calle; igualmente nuestros gestos, y nuestros cantos, y los alimentos y objetos que utilizamos, y nuestros vestidos. Para que la liturgia no se aleje de la vida, la celebración no debe constituir un espacio aparte, alejado de lo vulgar y cotidiano.
A mi juicio debemos situar la celebración litúrgica en un plano distinto, diferente. El lenguaje debe ser exquisitamente cuidado, de calidad; como los cantos, y los gestos, y los vestidos, y los objetos. También la fiesta litúrgica nos evade de lo de siempre, de lo cotidiano. Su conexión y enraizamiento en la vida hay que buscarlo por otro camino. Porque la experiencia de la fraternidad solidaria, que vivimos en la celebración, deberá empujarnos al compromiso por una sociedad más justa y fraterna.