El mismo traje para todas las misas

No me gustaría que el título de este post fuera considerado irreverente por el lector. Nada más lejos de mi intención. Quiero salir al paso -eso sí- a una cierta pretensión, bastante extendida, de utilizar el mismo patrón para todas las misas. Como si la celebración de la eucaristía tuviera que resultar milimétricamente la misma en todas partes, en cualquier tipo de iglesia y para todo tipo de comunidades y asambleas. Quienes pretenden esto parten de un presupuesto, a mi modo de ver equivocado. Piensan que las normas del misal, donde se regula el modo de celebrar la eucaristía, constituyen una especie de corsé o de modelo estándar utilizable de modo inflexible en todas y cada una de las celebraciones. Es un error.

Cuando un grupo de animadores de la pastoral litúrgica se reúne para preparar una celebración debe prestar una atención especial a toda una serie de componentes que pueden condicionar el tipo de celebración que se va a proyectar. Habrá que evaluar si se trata de una comunidad de fieles muy o poco numerosa; si se trata de un grupo de niños, de jóvenes, de personas adultas, o de un grupo heterogéneo; habrá que considerar el lugar, las condiciones del espacio celebrativo y la distribución de los mismos. Respecto al contenido de la celebración habrá que considerar si se trata de una fiesta especial o de un domingo cualquiera; habrá que decidir qué cantos se van a cantar y en qué momentos, dónde se van a introducir las moniciones, los momentos de silencio o de reflexión compartida, en el caso de que ésta sea posible; habrá que reflexionar sobre el contenido de la oración de los fieles, teniendo en cuenta las circunstancias del momento y las condiciones concretas de la comunidad celebrante. No habrá que dejar a la improvisación del último momento la designación de quienes tengan que prestar los servicios de lectores, acompañantes del sacerdote o directores de los cantos.

Todos estos extremos nos van a obligar a proyectar una celebración adecuada a la comunidad que va a reunirse y a las circunstancias que rodean su experiencia cristiana. En ningún caso podemos copiar la forma de celebrar que se practica en la catedral cuando preside el obispo y trasladar ese modelo a una pequeña parroquia de pueblo o a la capilla de una comunidad de monjas. Hay que idear siempre un modelo de celebración adecuado a las exigencias que nos impone el lugar y, sobre todo, la comunidad cristiana reunida. Esa es la clave. No basta con coger el libro, limitarse a leer mecánicamente los textos prescritos y ejecutar como un autómata los ritos que nos prescriben las rúbricas.

Al hacer lo que estoy proponiendo no estamos contraviniendo las normas litúrgicas. Al contrario. La Constitución litúrgica del Vaticano II invita a interpretar las normas litúrgicas con un espíritu abierto y flexible: “La liturgia no pretende imponer una rígida uniformidad en aquello que no afecta a la fe o al bien de toda la comunidad […]; por el contrario, respeta y promueve el genio y las cualidades peculiares de las distintas razas y pueblos” (a. 37). Y a continuación: “Al revisar los libros litúrgicos […], se admitirán variaciones y adaptaciones legítimas a los diversos grupos, regiones y pueblos” (a. 38). Estos son los principios generales, los grandes criterios rectores. Luego, al plasmar en la nueva normativa estos criterios, la nueva liturgia abre siempre amplias posibilidades de selección y de comportamiento; tratándose de saludos, moniciones o explicaciones catequéticas, nunca impone textos fijos, sino que ofrece la posibilidad de alternativas diferentes. Si uno se toma la molestia de comparar la normativa de los nuevos libros litúrgicos con las rúbricas existentes en los viejos libros preconciliares, observará con estupor el sorprendente paso que se ha operado desde la meticulosidad insufrible de los viejos libros hasta la sana flexibilidad de la nueva liturgia.


Aquí nos movemos en un terreno movedizo, de difícil asiento. Los comportamientos y las sensibilidades que se advierten en el campo de la pastoral litúrgica se mueven, por una parte, entre el hieratismo sacralizante, inmovilista y encorsetado, que se resisten a bajar del pedestal y huyen espantados de la frescura de palabras directas y espontaneas; y, por otra parte, los que han tomado como consigna la improvisación sin trabas y la anarquía; los que toman partido por cualquier invento litúrgico sin el más mínimo sentido crítico y sin prestar atención a los grandes criterios renovadores.

Termino con una llamada al equilibrio, a la serenidad, a la sensatez. Hay que respetar la tradición sin caer en el inmovilismo; hay que utilizar las estructuras existentes y los libros oficiales sin caer en el servilismo inoperante. Hay que alentar la libertad profética de los orantes sin perder nunca las exigencias de la comunión eclesial en la fe y en el amor.
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