Los que profanan el cuerpo de Cristo

Me resisto a escribir sobre temas litúrgicos, abrumados como estamos en un clima social tan agitado. Nos sentimos tan injustamente defraudados y horrorizados por la corrupción política, testigos inermes de las airadas confrontaciones sociales, de los vergonzosos desahucios, tan crueles y tan injustos, de las mentiras y las trampas impunes de los poderosos. No podemos apartar nuestra atención de estos agrios problemas, tan cercanos, tan imponentes y tan amenazadores. Seguramente es hoy un despropósito plantearnos problema litúrgicos sutiles cuando la gente, a nuestro alrededor, clama a gritos pidiendo justicia.

Por eso estoy pensando que nosotros, los que creemos en Jesús y celebramos la eucaristía en su memoria, tenemos motivos suficientes para apostar por la fraternidad; por una fraternidad justa y solidaria. Nosotros, los que celebramos el banquete de la solidaridad universal, no podemos asistir impasibles al espectáculo de una sociedad en la que, de modo alarmante, crece, de día en día, el número de los que viven por debajo del nivel de la pobreza; en la que, un día sí y otro también, son vulnerados de forma vergonzosa los derechos de los trabajadores; en la que unos pocos se hacen dueños de la riqueza de todos; en la que va configurándose, de manera implacable y escandalosa, una sociedad rota, dividida en ricos y pobres.

Los que creemos en Jesús y celebramos en la eucaristía la memoria de su vida rota y entregada; los que partimos y compartimos el pan único, convertido en su cuerpo sacrificado; los que, ”aun siendo muchos”, sabemos que “somos un solo pan y un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan” (1Cor 10, 17); los que sabemos además que ese pan único es el cuerpo de Cristo. Los que sabemos y creemos todo esto, somos conscientes de que todos nosotros formamos y somos el cuerpo de Cristo; no en términos sociológicos, sino en el más profundo sentido teológico y sacramental. Los que comemos el cuerpo de Cristo somos el cuerpo de Cristo. El cuerpo total, trascendente y cósmico.

Más aún. Tenemos además el convencimiento de que, no sólo nosotros, los que creemos en él y le confesamos, sino la inmensa comunidad de los hombres, de la que nosotros, comunidad cristiana, somos signo y expresión viviente, también ella encarna, junto con nosotros, la imagen viva del Cristo total, encarnado en la historia y prototipo definitivo de la humanidad redimida y regenerada.

Cuando la avaricia y el egoísmo de los poderosos rompe la solidaridad de los pueblos sometidos; cuando los intereses de los pueblos ricos abusa y explota a los pueblos pobres; cuando la gran masa de nuestros hermanos, los más marginados y humillados, contempla desesperada como se rompen sus últimas esperanzas; es ese Cristo total, encarnado en los pobres de este mundo, el que sufre y se convierte en víctima de los egoísmos insaciables de los poderosos. Ese es el verdadero sacrilegio, la verdadera profanación del cuerpo de Cristo.

Con frecuencia, ante las profanaciones y expolios acaecidos a veces en nuestras iglesias y capillas, nos hemos rasgado aparatosamente nuestras vestiduras y hemos gritado ante tales atropellos. Hay, sin embargo, otras profanaciones, más graves y profundas, del cuerpo de Cristo. Uno se pregunta entonces, entre sorprendido y escandalizado, donde están los gritos, y las protestas, y las condenas de los que creemos en Jesús y le reconocemos presente en las innumerables comunidades de pobres que malviven inmersos al lado de nuestras sociedades opulentas. También ellos, y sobre todo ellos, son el cuerpo de Cristo.
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