La repetición cíclica del ritual hasta que El vuelva

Lo he anotado otras veces. He señalado que la evocación de los mitos en las comunidades arcaicas va siempre unida a la celebración de un ritual. En el contexto religioso de esos grupos la función del ritual consiste precisamente en reproducir, mediante la imitación gestual o simbólica, el comportamiento y las acciones originales de los héroes míticos, fundadores de la tribu. Esta reproducción ritual del acontecimiento fundante tiene lugar en el tiempo histórico y posee la virtud de transformar el tiempo histórico en tiempo sagrado. Incluso existe el convencimiento de que el tiempo sagrado es el tiempo auténticamente real.

La celebración del ritual reviste una fuerte capacidad liberadora y regeneradora para la comunidad que lo celebra. Al ejecutar el ritual la comunidad celebrante entra en contacto con el acontecimiento fundante. A su juicio, este contacto no es una pura fantasía, un hecho imaginario, sino un acontecimiento real. Más real que la vida misma. Por eso, al entrar en contacto con esos acontecimientos, narrados precisamente en el mito, la comunidad experimenta efectos regeneradores y salvíficos. Pero el ritual debe repetirse una y otra vez, cíclicamente, periódicamente. Esta repetición incesante del ritual, en un movimiento circular, cíclico, asegura a la comunidad una purificación y una regeneración profundas. Es como una vuelta a sus raíces, a sus orígenes, y una recuperación incesante y progresiva de la propia identidad.

Todo esto, que acontece en el ámbito de las sociedades más antiguas, se verifica también en el marco de la religión judeocristiana. La pascua del Éxodo, como acción liberadora y como acontecimiento fundante, es el punto de referencia permanente de la fe de Israel. Es, al mismo tiempo, el hecho salvador relatado en la haggada y al que remite la cena ritual de la pascua. Los judíos celebrarán año tras año, periódicamente, cíclicamente, la cena pascual en el plenilunio de primavera. El banquete pascual, repetido una y otra vez, será para ellos una reactualización constante de la acción liberadora de Yahvé y un espacio singular para el encuentro del pueblo con sus propias raíces. De esta manera, por otra parte, quedará anunciada y prefigurada la pascua del Nuevo Testamento.

También la eucaristía de la Iglesia será repetida y renovada una y otra vez. Primero, en un ritmo semanal, se repetirá cada primer día de la semana. Así surge la celebración semanal del domingo, día del Señor, cuyo centro es, sin duda, la eucaristía. Sin embargo, algo más tarde, quizás hacia la primera mitad del siglo II, surgirá la celebración solemne de la pascua, esta vez con un ritmo anual, en coincidencia con la pascua de los judíos. De este modo, en la comunidad cristiana, mientras la eucaristía dominical se celebra periódicamente en un ritmo semanal, la eucaristía solemne de la pascua se celebrará una vez al año.

Esta inmersión del ritual cristiano en el rodar del tiempo, en un ritmo de repeticiones incesantes, está dotado de un dinamismo peculiar definido por la conocida expresión «hasta que él vuelva». La encontramos en San Pablo: «Cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga» (1Cor 11,36). El «hasta» de la frase que acabo de citar confiere a la celebración eucarística cristiana una dimensión y una fuerza especial. Con esa palabra se subraya la provisionalidad de la experiencia temporal de la Iglesia, todavía en fase de construcción y en condiciones de comunidad peregrina. Sus logros y sus adquisiciones son todavía incompletos, inacabados. Todavía le queda mucho camino por andar y mucho que construir. Por eso es preciso repetir el ritual, renovar una y otra vez la memoria de Jesús muerto y resucitado. Hasta la plenitud. Hasta la maduración final.

Muchos cristianos, al repetir año tras año las fiestas y los ciclos del año litúrgico, se sienten incómodos y no dudan en manifestar una cierta desazón al tener que reproducir una y otra vez las mismas actitudes y los mismos sentimientos. Temen caer en la rutina y en el sinsentido. No les falta razón. Sin embargo, a los fieles hay que hacerles ver que las fiestas y los ciclos del año litúrgico nos permiten reproducir y experimentar los misterios redentores, hasta identificarnos con ellos. Al recomenzar un nuevo año litúrgico no lo hacemos en el mismo punto en que lo comenzamos el año anterior. El rodar del tiempo litúrgico hay que entenderlo en forma de espiral. El círculo es cada vez más alto. En realidad, no se repite la rueda. Recomenzamos, sí, pero en otro nivel. Con ello intento decir que nuestra experiencia del misterio pascual es cada vez más profunda y que la imagen del resucitado va quedando grabada en nuestra vida de manera más intensa.

Por eso repetimos. Por eso renovamos los misterios redentores. Por eso celebramos el ritual una y otra vez. Hasta la maduración plena. Hasta que el proceso de regeneración pascual llegue a su plenitud. Hasta que, en la parusía final, aparezcan el cielo nuevo y la tierra nueva.
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