Comisión Teológica Internacional. Surgió y se marchitó

Su creación fue consecuencia del Concilio Vaticano II. Con mayor inmediatez, fue auspiciada por el primer Sínodo de los Obispos en su primera sesión que había tenido lugar en octubre de 1967. Era una ventana que se intentaba abrir al mundo católico desde los sótanos curiales. No pasó de ser un tragaluz.

A los 182 miembros del Sínodo se había preguntado si convenía crear una Comisión Teológica integrada por prestigiosos teólogos de escuelas diversas, procedentes tanto de Occidente como de Oriente y cuyo cometido fuera auxiliar, dentro de la legítima libertad de investigación, a la Santa Sede, particularmente a la S. Congregación para la Doctrina de la Fe, en cuestiones importantes. Sólo 128 obispos respondieron “placet. Los demás discreparon. En esa misma fecha, 27/10/1967, el mismo Sínodo, por análoga mayoría, aprobó la forma de designación de los miembros de la Comisión Teológica. Los candidatos serían propuestos por las Conferencias Episcopales al Papa quien libremente los elegiría. El papa Pablo VI encargó al cardenal Prefecto de la S. Congregación para la Doctrina de la Fe (a la sazón Alfredo Ottaviani) la constitución de la Comisión Teológica. Sin embargo, comenzado el año 1968, fue el nuevo Prefecto de la S. Congregación, el cardenal Franjo Séper, quien realizó las consultas a los Presidentes de las Conferencias Episcopales Nacionales.

Me fueron encomendadas las labores burocráticas por lo que respectaba a los numerosos países de lengua española. Me incliné por el joven profesor de Salamanca Olegario González de Cardedal y por el también joven profesor de Santiago de Chile Jorge Medina Estévez. En la preselección, aposté por el futuro, más que atender a lo que hasta entonces ambos habían demostrado. Se me exigían nombres. “Tienes que encontrar alguno”, apremiaba Tomko. Mis superiores dieron por buena mi apuesta. Mientras que Olegario continuó cultivando la Teología, Medina descuidó el estudio teológico. Priorizó la carrera eclesiástica ¡y política! Hoy es cardenal. En su país, es detestado por muchos, jaleado por pocos.
En total, eran 30 teólogos. Entre ellos, Joseph Ratzinger. Algunos de los elegidos habían sido sospechosos o censurados antes del Concilio Vaticano II: Hans Urs Von Baltasar, Yves Congar, Henri de Lubac, Karl Rahner. De países significativos o áreas geográficamente importantes era necesario tomar a alguien aunque fuera insignificante como teólogo. El cardenal Franjo Seper, en calidad de Prefecto de la S. Congregación para la Doctrina, era el presidente de la Comisión Teológica. Sólo durante un año, actué como secretario técnico.

La mayor parte de los presidentes de las Conferencias Episcopales habían contestado que no tenían candidatos. Triste constatación. Otros no contestaron. Naturalmente, los candidatos habían superado el filtro de los obispos locales. Éstos, a su vez, habían superado la prueba de la ortodoxia y romanidad con ocasión de su elevación al Episcopado. Lo de las “diversas escuelas teológicas” se quedaba en papel mojado. Era sólo testimonial lo de “procedencia de Oriente”. Entre los 30 miembros elegidos, había dos procedentes de Oriente, si bien de formación romana: los jesuitas Ignace Khalife (Beirut) y Peter Nemeshegui (Japón). Uno solo procedente de África, también de formación romana: Tharcisse Tshibangu. De los 27 restantes, 21 procedían de Europa, y 6 de América.
También en la elaboración del Reglamento (Statuta ad experimentum) de la Comisión Teológica tuve que trabajar al lado de Mons. Tomko. Dicho Reglamento fue publicado en “Acta Apostolicae Sedis” 61 (1969) 8, 540-1. En concreto, se establecía que:
a) el nombramiento de sus miembros se hacía por quinquenios,
b) las sesiones plenarias eran anuales,
c) las conclusiones a las que llegara la Comisión Teológica deberían ser sometidas al Papa y trasladadas a la S. Congregación para la Doctrina de la Fe.

Un órgano consultivo engendrado y diseñado por Roma sólo podía ser la “voz de su amo”. Los nombres famosos que otrora habían sido blanco de las reprimendas romanas constituían ahora la guinda de cara a la galería. Después del Vaticano II apenas eran innovadores. En la euforia de su nominación, unos y otros propusieron al Vaticano estudiar y profundizar aspectos tan actuales como: a) el valor y oportunidad del dogmatismo, b) el primado y magisterio (incluida la infalibilidad) del obispo de Roma, c) la colegialidad episcopal, d) la permanente relación entre razón y fe, e) el evolucionismo, f) la divinidad de Jesús, g) la fundación de la Iglesia como sociedad jerárquica permanente, h) la revisión y formulaciones de los dogmas con especial incidencia en los marianos, i) el valor y la interpretación de la Biblia, j) el valor de la Tradición, k) la transustanciación eucarística, l) el sacramento de la penitencia, m) la indisolubilidad del matrimonio, n) el pecado original, o) el pluralismo teológico, p) el celibato obligatorio, q) el papel del laicado.

La Curia se atemorizó. Tales propuestas cayeron en saco roto. Era una temeridad profundizar en los mismos fundamentos del Cristianismo. Más todavía si se trataba de los dogmas que amparaban el moderno Catolicismo romano. Lamentablemente, una visión retrospectiva de 44 años nos evidencia que el Vaticano echó tierra al pretendido estudio y a la libre profunda reflexión sobre los temas anunciados. Demasiado riesgo para el Papado, para el dogma, para la disciplina, para el prestigio de la milenaria Institución. Quinquenio tras quinquenio, la Comisión Teológica Internacional se hizo más y más servil. Sus miembros, más anodinos, menos exigentes, menos comprometidos, fieles, obedientes, conformistas, ¿ortodoxos?. Las propuestas tímidamente atrevidas fueron neutralizadas. No obstante la aparente internacionalidad geográfica, su constitución ideológica, de corte conservador, fue romanizándose más y más hasta el punto de resultar irónica su denominación.
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