Curia Romana. Una nueva prelación a favor de la Secretaría de Estado
Durante varios siglos, la razón y fundamento del primado del papa sobre la Cristiandad fue la doctrina y la moral. Las funciones sacramentales, la disciplina, el gobierno, incluidos los nombramientos de obispos, eran algo no reservado al Papado. Tan sólo en el siglo XX, año 1903, como consecuencia de las nuevas prerrogativas otorgadas por el Vaticano I al papa (jurisdicción inmediata y directa en todo el orbe), Pio X creó la Congregación De eligendis Episcopis. Se ocuparía de seleccionar – y no sólo investir - a los obispos y ello para algunas regiones específicas.
Dicha Congregación, que duró cinco años escasos, analizó exclusivamente candidatos a obispos para diócesis italianas. Hasta entonces y salvo en épocas o lugares (España, Francia y Alemania, p. e.) en que estuvieran o todavía estaban vigentes las “investiduras” por gobernantes civiles, los obispos de cada provincia eclesiástica, reunidos en sínodo, elegían y consagraban al candidato para una sede vacante. Los obispos en sus respectivas diócesis y, si era preciso, los concilios particulares o ecuménicos, atendían al régimen de la Iglesia y a la pureza de la doctrina. En los problemas de fe, los obispos recurrían, en última instancia, a la autoridad del obispo de Roma.
A partir del pontificado de Paulo III (año 1542), los Inquisidores Generales y más tarde (a partir de Sixto V en 1588) la Suprema Sagrada Congregación de la Inquisición y hasta el Vaticano II, la principal tarea del obispo de Roma y su Curia era velar por la pureza de la fe y de la moral. Por eso, el mismo papa presidía la Romana Inquisición, llamada luego Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio. El cardenal al frente de dicho dicasterio era sólo secretario y después, a partir del concilio Vaticano II, pro-prefecto. El papa era el prefecto. Tal era la importancia de esa Sagrada Congregación. Ningún otro dicasterio u oficina era superior. Incluso la Secretaría de Estado estaba sujeta a los dictámenes del Santo Oficio.
El Concilio Vaticano II dio el espaldarazo al papa Pablo VI para reducir la importancia del Santo Oficio, cambiándole de nombre (ahora se llamará Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe), suprimiéndole el calificativo de “Suprema” y quitándole connotaciones de represión (“para la Doctrina”). Así mismo, el papa ya no será prefecto de tal dicasterio. En el Anuario Pontificio del año 1967 todavía aparece el cardenal Ottaviani como “Pro-Prefecto”, mientras que en el Anuario de 1968 el cardenal Seper aparece como “Prefecto”. Además, con el Vaticano II, se suprime la Congregación del Índice, que pocos años antes ya había sido reducida a una Sección del Santo Oficio.
Según el organigrama de la Curia Romana que el papa Pablo VI establece en su Constitución Apostólica Regimini Ecclesiae Universae, la preeminencia que hasta entonces ostentaba el Santo Oficio pasa a la Secretaría de Estado. Pero este cambio de gravedad - de lo doctrinal a lo diplomático- no ha sido repentino. Se remonta a la pérdida del poder temporal durante el pontificado de Pio IX, así como al racionalismo y al liberalismo de los siglos XIX y XX. El Papado ya no podía sostener su preeminencia e imponer su poder a base de dogmas, condenas y excomuniones. Sus doctrinas habían sido puestas en entredicho por la ciencia moderna hasta el desprestigio. El Vaticano escogió otros caminos para perpetuar su existencia y recuperar su reputación. Multiplicó las representaciones diplomáticas en las que, a partir del concilio Vaticano II, todos los nuncios tendrían la dignidad arzobispal. Se prodigaron las alocuciones y participaciones en los diversos campos: cultural, filosófico, político y diplomático. Pio XII se había manifestado como un “sabelotodo” y fue pieza diplomática relevante y muy controvertida en la segunda contienda mundial.
A partir de Juan XXIII y, sobre todo, de Pablo VI, el Vaticano elige la estrategia populista de los viajes apostólicos para enfervorizar a las masas, apenas (o nada) creyentes. Lo que se busca en estos viajes no es tanto la proclamación de doctrinas (normalmente el papa predica verdades obvias o incide en la moral sexual represora), sino la majestuosidad y el protagonismo, haciéndose recibir y tratar con honores de jefe de Estado y de Pontifex de toda la Cristiandad. La doctrina y los dogmas dejaban de ser lo primordial para centrarse en el prestigio del “leader”. Todo ello ha sido impulsado por el Vaticano II que linchó el Santo Oficio de Ottaviani y puso en solfa varios dogmas, entre ellos el más importante: extra Ecclesiam nulla salus del Concilio de Florencia, Ecuménico XVII, de 1445. A partir del Vaticano II, las llaves del cielo no están en poder de la Iglesia Católica. El Infierno, aún siendo un dogma definido en numerosos Símbolos y Concilios, está vacío. Los sacerdotes que abandonan su ministerio ya no son réprobos de por vida. La confesión individualizada de los pecados deja de ser una necesidad. Las relaciones sexuales prematrimoniales son tolerables. El matrimonio deja de ser indisoluble por mor del privilegio “petrino” (no sólo el “paulino”) y de las declaraciones judiciales eclesiásticas de nulidad en base a numerosísimos motivos, incluidos los psicológicos, que convierten la nulidad en divorcio encubierto. Se levanta la excomunión a la masonería. Los judíos dejan de ser “pérfidos” asesinos. Los protestantes pasan de ser “adversarios” a ser “hermanos”, etc. etc. Todo, para congraciarse con la nueva y cambiante civilización que mostraba hastío y repugnancia hacia una institución dogmática e intolerante. Eso sí, era preciso no incomodar a las potencias del mundo, aún a costa de sacrificar ideales nobles de buenos cristianos e incluso marginando a los propulsores de esos ideales.
Como queda dicho, en el siglo XX los nombramientos de obispos en todo el mundo fueron asumidos directamente por el Papado, para lo que se creó la Congregación De Eligendis Episcopis en 1903 dentro de la Suprema del Santo Oficio. Con ello, se aseguraba el monolitismo jerárquico, tanto en doctrina como en disciplina interna y externa, una perfecta concepción dictatorial. Se dio así cumplimiento a la definición del Concilio Vaticano I que otorgaba poder máximo al papa, con potestad directa y ordinaria en todos los ámbitos y niveles de la Iglesia. A la efímera Congregación De Eligendis Episcopis le siguió la Congregación Consistorial, con idénticas facultades.
Toda esta digresión viene a cuento para enmarcar mi actuación en la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Me encontraba en una institución que, con el pretexto de velar por la pureza de la doctrina, desarrollaba un papel político y diplomático con estrategias agresivas para asegurar su supervivencia como institución religiosa. Yo había recibido una formación tradicional dogmática en el Seminario y en la Universidad Comillas. Mis estudios bíblicos en Roma habían propiciado una actitud crítica hacia los fundamentos de todo el Cristianismo. Ahora estaba metido en lo que yo creía el mismo corazón de la Iglesia: el órgano que mantiene la pureza de la fe y la moral. Eso creía, pero no ha sido así.
La Secretaría de Estado, el órgano diplomático del Vaticano, controlaba las conclusiones y las disposiciones de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe a la que proponía el estudio de muchas cuestiones. La Secretaría de Estado podía no interceptar las disposiciones poco relevantes y que no tenían repercusión política y social. En cambio, echaba para atrás las conclusiones aprobadas reglamentariamente por el Santo Oficio si ellas podían incomodar a regímenes, a gobernantes, a cardenales influyentes, a personalidades diversas; o bien podían traer consecuencias negativas, siempre de ámbito temporal. He aquí un ejemplo: la Secretaría de Estado (léase Mons. Giovanni Benelli), por sugerencia de algún alto gobernante, había hecho estudiar en el Santo Oficio la posibilidad y oportunidad de levantar la excomunión a la Masonería y a los masones. El Santo Oficio llegó a la conclusión de levantar la excomunión. Pero la Secretaría de Estado bloqueó la promulgación del relativo documento. Lo más curioso es que tal tarea se repitió una vez más a lo largo de seis años, con idéntico resultado, incluso después de exhaustivos debates en el que intervenían cardenales, obispos, y teólogos. Fue preciso esperar al nuevo Codex de 1983 que deja la ambigüedad.
El Santo Oficio (ahora S. Congregación para la Doctrina de Fe) consta de un número cambiante de miembros: unos diez cardenales y unos seis obispos residenciales. Son los que, en última instancia y por votación, aprueban o reprueban una determinada ponencia, o bien condenan una determinada persona, doctrina o escrito. Pero la realidad es que a la reunión semanal de los miércoles asisten sólo los cardenales con domicilio en Roma, que suelen ser antiguos diplomáticos jubilados, sin una formación teológica destacable. Es verdad que los cardenales tienen a la vista los estudios previos de algún consultor o perito teólogo, pero esos teólogos o peritos, igual que los cardenales y obispos, han sido elegidos por el mismo Vaticano con criterios de sumisión y lealtad. Es decir, son seleccionados aquellos que serán siempre la voz de su amo. El caso de Álvarodel Portillo (entonces Secretario del “Opus Dei”), consultor activísimo durante unos 20 años ya desde los tiempos de Ottaviani, era paradigmático. Sus vota o informes estaban en todas las ponencias o asuntos. Eran farragosos, sin criterio teológico ni bíblico y siempre en la línea más tradicional. Siendo como era ingeniero de Caminos y habiendo estudiado, ya en edad avanzada, la Teología en cursillos veraniegos, interpretaba la Biblia como en el siglo XIX, enchorizaba textos a la luz de un libro de Concordancias, aunque poco tuviera que ver una frase con la otra, sin atender al distinto género literario y a otros elementos hermenéuticos. Recuerdo que un día comenté con el cardenal Seper la farragosidad y la superficialidad de los larguísimos vota de Don Álvaro del Portillo. El Cardenal Seper me dijo textualmente: “Oyendo o leyendo a Del Portillo, se siente algo parecido al tufo de un armario que ha estado cerrado por espacio de medio siglo”. En esa entrevista, el cardenal Seper aceptó mi propuesta de nombrar consultores de lengua española al jesuita Marcelino Zalba y al salesiano Antonio Javierre (luego Cardenal), así como a OlegarioGonzález de Cardedal como miembro de la Comisión Teológica Internacional y al jesuita José Alonso (antiguo profesor mío en Comillas) para la Pontificia Comisión Bíblica.
Al respecto, creo interesante revelar aquí que el entonces hombre fuerte del Vaticano, el arzobispo Giovanni Benelli, sostituto de la Secretaría Papal con Pablo VI, solía escribir cartas al cardenal Seper, mi superior, en el sentido de que “el Santo Padre me ha dicho que”. Con esa cobertura daba órdenes muy contundentes para ser obedecidas en el Santo Oficio. Dado que el cardenal Seper disponía de habitual audiencia semanal con el papa, alguna vez y cuando las supuestas órdenes papales le resultaban chocantes, habló a Pablo VI de esas sus órdenes personales. El papa, de entrada, se maravillaba y se mostraba confuso y sonrojado, pero luego cambiaba de conversación. El cardenal Seper me confió (también a Mons. Tomko) que Benelli calificaba de mandato papal cuanto él estimaba conveniente. Lo hacía en base a que el mismo papa le había dado licencia habitual para ello. De esta manera, el peso del pontífice se aligeraba. El carácter bonachón y simplote, nada diplomático, del Cardenal Seper daba lugar a ese tipo de confidencias.
Dicha Congregación, que duró cinco años escasos, analizó exclusivamente candidatos a obispos para diócesis italianas. Hasta entonces y salvo en épocas o lugares (España, Francia y Alemania, p. e.) en que estuvieran o todavía estaban vigentes las “investiduras” por gobernantes civiles, los obispos de cada provincia eclesiástica, reunidos en sínodo, elegían y consagraban al candidato para una sede vacante. Los obispos en sus respectivas diócesis y, si era preciso, los concilios particulares o ecuménicos, atendían al régimen de la Iglesia y a la pureza de la doctrina. En los problemas de fe, los obispos recurrían, en última instancia, a la autoridad del obispo de Roma.
A partir del pontificado de Paulo III (año 1542), los Inquisidores Generales y más tarde (a partir de Sixto V en 1588) la Suprema Sagrada Congregación de la Inquisición y hasta el Vaticano II, la principal tarea del obispo de Roma y su Curia era velar por la pureza de la fe y de la moral. Por eso, el mismo papa presidía la Romana Inquisición, llamada luego Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio. El cardenal al frente de dicho dicasterio era sólo secretario y después, a partir del concilio Vaticano II, pro-prefecto. El papa era el prefecto. Tal era la importancia de esa Sagrada Congregación. Ningún otro dicasterio u oficina era superior. Incluso la Secretaría de Estado estaba sujeta a los dictámenes del Santo Oficio.
El Concilio Vaticano II dio el espaldarazo al papa Pablo VI para reducir la importancia del Santo Oficio, cambiándole de nombre (ahora se llamará Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe), suprimiéndole el calificativo de “Suprema” y quitándole connotaciones de represión (“para la Doctrina”). Así mismo, el papa ya no será prefecto de tal dicasterio. En el Anuario Pontificio del año 1967 todavía aparece el cardenal Ottaviani como “Pro-Prefecto”, mientras que en el Anuario de 1968 el cardenal Seper aparece como “Prefecto”. Además, con el Vaticano II, se suprime la Congregación del Índice, que pocos años antes ya había sido reducida a una Sección del Santo Oficio.
Según el organigrama de la Curia Romana que el papa Pablo VI establece en su Constitución Apostólica Regimini Ecclesiae Universae, la preeminencia que hasta entonces ostentaba el Santo Oficio pasa a la Secretaría de Estado. Pero este cambio de gravedad - de lo doctrinal a lo diplomático- no ha sido repentino. Se remonta a la pérdida del poder temporal durante el pontificado de Pio IX, así como al racionalismo y al liberalismo de los siglos XIX y XX. El Papado ya no podía sostener su preeminencia e imponer su poder a base de dogmas, condenas y excomuniones. Sus doctrinas habían sido puestas en entredicho por la ciencia moderna hasta el desprestigio. El Vaticano escogió otros caminos para perpetuar su existencia y recuperar su reputación. Multiplicó las representaciones diplomáticas en las que, a partir del concilio Vaticano II, todos los nuncios tendrían la dignidad arzobispal. Se prodigaron las alocuciones y participaciones en los diversos campos: cultural, filosófico, político y diplomático. Pio XII se había manifestado como un “sabelotodo” y fue pieza diplomática relevante y muy controvertida en la segunda contienda mundial.
A partir de Juan XXIII y, sobre todo, de Pablo VI, el Vaticano elige la estrategia populista de los viajes apostólicos para enfervorizar a las masas, apenas (o nada) creyentes. Lo que se busca en estos viajes no es tanto la proclamación de doctrinas (normalmente el papa predica verdades obvias o incide en la moral sexual represora), sino la majestuosidad y el protagonismo, haciéndose recibir y tratar con honores de jefe de Estado y de Pontifex de toda la Cristiandad. La doctrina y los dogmas dejaban de ser lo primordial para centrarse en el prestigio del “leader”. Todo ello ha sido impulsado por el Vaticano II que linchó el Santo Oficio de Ottaviani y puso en solfa varios dogmas, entre ellos el más importante: extra Ecclesiam nulla salus del Concilio de Florencia, Ecuménico XVII, de 1445. A partir del Vaticano II, las llaves del cielo no están en poder de la Iglesia Católica. El Infierno, aún siendo un dogma definido en numerosos Símbolos y Concilios, está vacío. Los sacerdotes que abandonan su ministerio ya no son réprobos de por vida. La confesión individualizada de los pecados deja de ser una necesidad. Las relaciones sexuales prematrimoniales son tolerables. El matrimonio deja de ser indisoluble por mor del privilegio “petrino” (no sólo el “paulino”) y de las declaraciones judiciales eclesiásticas de nulidad en base a numerosísimos motivos, incluidos los psicológicos, que convierten la nulidad en divorcio encubierto. Se levanta la excomunión a la masonería. Los judíos dejan de ser “pérfidos” asesinos. Los protestantes pasan de ser “adversarios” a ser “hermanos”, etc. etc. Todo, para congraciarse con la nueva y cambiante civilización que mostraba hastío y repugnancia hacia una institución dogmática e intolerante. Eso sí, era preciso no incomodar a las potencias del mundo, aún a costa de sacrificar ideales nobles de buenos cristianos e incluso marginando a los propulsores de esos ideales.
Como queda dicho, en el siglo XX los nombramientos de obispos en todo el mundo fueron asumidos directamente por el Papado, para lo que se creó la Congregación De Eligendis Episcopis en 1903 dentro de la Suprema del Santo Oficio. Con ello, se aseguraba el monolitismo jerárquico, tanto en doctrina como en disciplina interna y externa, una perfecta concepción dictatorial. Se dio así cumplimiento a la definición del Concilio Vaticano I que otorgaba poder máximo al papa, con potestad directa y ordinaria en todos los ámbitos y niveles de la Iglesia. A la efímera Congregación De Eligendis Episcopis le siguió la Congregación Consistorial, con idénticas facultades.
Toda esta digresión viene a cuento para enmarcar mi actuación en la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Me encontraba en una institución que, con el pretexto de velar por la pureza de la doctrina, desarrollaba un papel político y diplomático con estrategias agresivas para asegurar su supervivencia como institución religiosa. Yo había recibido una formación tradicional dogmática en el Seminario y en la Universidad Comillas. Mis estudios bíblicos en Roma habían propiciado una actitud crítica hacia los fundamentos de todo el Cristianismo. Ahora estaba metido en lo que yo creía el mismo corazón de la Iglesia: el órgano que mantiene la pureza de la fe y la moral. Eso creía, pero no ha sido así.
La Secretaría de Estado, el órgano diplomático del Vaticano, controlaba las conclusiones y las disposiciones de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe a la que proponía el estudio de muchas cuestiones. La Secretaría de Estado podía no interceptar las disposiciones poco relevantes y que no tenían repercusión política y social. En cambio, echaba para atrás las conclusiones aprobadas reglamentariamente por el Santo Oficio si ellas podían incomodar a regímenes, a gobernantes, a cardenales influyentes, a personalidades diversas; o bien podían traer consecuencias negativas, siempre de ámbito temporal. He aquí un ejemplo: la Secretaría de Estado (léase Mons. Giovanni Benelli), por sugerencia de algún alto gobernante, había hecho estudiar en el Santo Oficio la posibilidad y oportunidad de levantar la excomunión a la Masonería y a los masones. El Santo Oficio llegó a la conclusión de levantar la excomunión. Pero la Secretaría de Estado bloqueó la promulgación del relativo documento. Lo más curioso es que tal tarea se repitió una vez más a lo largo de seis años, con idéntico resultado, incluso después de exhaustivos debates en el que intervenían cardenales, obispos, y teólogos. Fue preciso esperar al nuevo Codex de 1983 que deja la ambigüedad.
El Santo Oficio (ahora S. Congregación para la Doctrina de Fe) consta de un número cambiante de miembros: unos diez cardenales y unos seis obispos residenciales. Son los que, en última instancia y por votación, aprueban o reprueban una determinada ponencia, o bien condenan una determinada persona, doctrina o escrito. Pero la realidad es que a la reunión semanal de los miércoles asisten sólo los cardenales con domicilio en Roma, que suelen ser antiguos diplomáticos jubilados, sin una formación teológica destacable. Es verdad que los cardenales tienen a la vista los estudios previos de algún consultor o perito teólogo, pero esos teólogos o peritos, igual que los cardenales y obispos, han sido elegidos por el mismo Vaticano con criterios de sumisión y lealtad. Es decir, son seleccionados aquellos que serán siempre la voz de su amo. El caso de Álvarodel Portillo (entonces Secretario del “Opus Dei”), consultor activísimo durante unos 20 años ya desde los tiempos de Ottaviani, era paradigmático. Sus vota o informes estaban en todas las ponencias o asuntos. Eran farragosos, sin criterio teológico ni bíblico y siempre en la línea más tradicional. Siendo como era ingeniero de Caminos y habiendo estudiado, ya en edad avanzada, la Teología en cursillos veraniegos, interpretaba la Biblia como en el siglo XIX, enchorizaba textos a la luz de un libro de Concordancias, aunque poco tuviera que ver una frase con la otra, sin atender al distinto género literario y a otros elementos hermenéuticos. Recuerdo que un día comenté con el cardenal Seper la farragosidad y la superficialidad de los larguísimos vota de Don Álvaro del Portillo. El Cardenal Seper me dijo textualmente: “Oyendo o leyendo a Del Portillo, se siente algo parecido al tufo de un armario que ha estado cerrado por espacio de medio siglo”. En esa entrevista, el cardenal Seper aceptó mi propuesta de nombrar consultores de lengua española al jesuita Marcelino Zalba y al salesiano Antonio Javierre (luego Cardenal), así como a OlegarioGonzález de Cardedal como miembro de la Comisión Teológica Internacional y al jesuita José Alonso (antiguo profesor mío en Comillas) para la Pontificia Comisión Bíblica.
Al respecto, creo interesante revelar aquí que el entonces hombre fuerte del Vaticano, el arzobispo Giovanni Benelli, sostituto de la Secretaría Papal con Pablo VI, solía escribir cartas al cardenal Seper, mi superior, en el sentido de que “el Santo Padre me ha dicho que”. Con esa cobertura daba órdenes muy contundentes para ser obedecidas en el Santo Oficio. Dado que el cardenal Seper disponía de habitual audiencia semanal con el papa, alguna vez y cuando las supuestas órdenes papales le resultaban chocantes, habló a Pablo VI de esas sus órdenes personales. El papa, de entrada, se maravillaba y se mostraba confuso y sonrojado, pero luego cambiaba de conversación. El cardenal Seper me confió (también a Mons. Tomko) que Benelli calificaba de mandato papal cuanto él estimaba conveniente. Lo hacía en base a que el mismo papa le había dado licencia habitual para ello. De esta manera, el peso del pontífice se aligeraba. El carácter bonachón y simplote, nada diplomático, del Cardenal Seper daba lugar a ese tipo de confidencias.