Dios, en la Capilla Sixtina
La renuncia de Benedicto XVI al Papado nos ha dado la ocasión para verter opiniones de toda índole y acerca de muy diversos aspectos de la Iglesia. Sobre la misma renuncia, sobre la personalidad de Ratzinger, sobre el Colegio Cardenalicio, sobre la estructura eclesástica, etc.
Ayer mismo Leonardo Boff colgó en www.atrio.org un artículo que explicita la desacralización del Cónclave. Su título "La Iglesia-institución como casta meretrix". Aún respetando los sentimientos de quienes ven en el papa el "dulce Cristo en la Tierra", Boff pretende desmitificar el Papado y colocar en sus justos límites los eventos que se derivan de la cacareada renuncia. Alude al Vatileaks, al informe de 300 páginas elaborado por los tres cardenales, al "lobby gay", a la pederastia, a las luchas de poder, al control del IOR. Según él, Ratzinger, hastiado de tanta sordidez, habría tomado la decisión de abandonar.
Hace pocas horas, el ya "papa emérito" invocaba el Espíritu Santo como garantía de una acertada elección de su sucesor. Varios cardenales, entrevistados por periodistas, sólo han sabido decir que el Cónclave está dirigido por el Espíritu Santo y que en la Capilla Sixtina todo será silencio a la espera de la iluminación divina. Esa ha sido también la respuesta de hombres de Iglesia, sean obispos, clérigos, religiosos o devotos seglares.
En 2005, en ocasión de la anterior "Sede Vacante", publiqué un artículo: "El Cónclave, ni democrático ni teocrático". Me ha parecido oportuno reproducirlo aquí. La ocasión es idéntica. Poco podría añadir. Pido perdón por mi holgazanería. Como podrá observarse, mi porra fue muy acertada al apuntar como papable a Ratzinger. Por lo demás, algunos nombres de cardenales u obispos han de darse por decaídos. Son ya historia. Repito, el artículo fue escrito en 2005.
EL CÓNCLAVE, NI DEMOCRÁTICO NI TEOCRÁTICO
1.- ¿DEMOCRACIA?
Los españoles sabemos mucho de “democracia orgánica”. Así llamábamos a la que, durante cuatro décadas, nos proporcionó el General Franco. Humorísticamente, decíamos que era la que emanaba de los “órganos” del Generalísimo. Los procuradores en las Cortes Españolas eran aquellos hombres que, con anterioridad, habían sido designados por el Caudillo (o por sus ministros) para los importantes cargos del país: gobernadores civiles, alcaldes de capitales de provincia, presidentes de diputaciones provinciales, de instituciones culturales, etc. De esa forma - se nos decía – el pueblo participaba, por medio de sus genuinos “órganos”, en la política, en el destino de la patria. Sólo en los últimos años de la dictadura, ya dulcificada por la influencia de los tecnócratas del Opus Dei, en la Cámara Legislativa se integró el tercio de representación familiar, cuyos procuradores tenían un mínimo, aunque controlado, respaldo de los ciudadanos. Los procuradores en Cortes eran los legisladores en única Cámara, los encargados de dar el “asentimiento” a las leyes y acuerdos, leyes y acuerdos elaborados por el entorno del Generalísimo y en los que prácticamente no participaban, pues las sesiones de la Cámara eran esporádicas, casi inexistentes. A ningún procurador en Cortes se le ocurría discrepar u oponerse a la voluntad del jefe plasmada en los proyectos de ley o en acuerdos de otro tipo o rango. El jefe tenía siempre razón. Por la gracia de Dios, o por derecho de victoria.
A la luz de la Ley de Sucesión de 1947, también el Consejo de Regencia había sido predeterminado por Franco. Dos de ellos, el presidente de las Cortes, así como el militar de más alto rango, habían sido nombrados por el mismo Generalísimo para sus respectivos cargos. El otro miembro del Consejo del Reino, el obispo de más alta jerarquía de entre los tres eclesiásticos que tenían escaño en las Cortes, también había pasado por la criba del mismo Franco: primero en su nombramiento como obispo por mor de la presentación concordataria ante el Vaticano, y luego en su designación para procurador en Cortes. Los tres dignatarios, procedentes de “órganos” controlados directa e inmediatamente por Franco, tenían altísimas atribuciones y poderes decisivos sobre el pueblo, tales como la asunción colegiada del poder ejecutivo en defecto del Generalísimo o la elaboración de la terna de candidatos para la Presidencia del Gobierno a presentar al futuro Rey.
La Iglesia, desde los más remotos tiempos que enlazan con los monacatos pre-cristianos, respeta el sistema democrático de elecciones en los conventos y en los institutos religiosos. Es más, lo exige expresamente en los estatutos o/y constituciones que, modernamente, han de ser aprobados en el Vaticano, precisamente en la “Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares”. Resulta, pues, chocante que en las modernas elecciones de los obispos y, sobre todo y desde la Baja Edad Media, en la elección del obispo de Roma, se obvie este proceder democrático.
Uno podría imaginarse que el Cónclave (del latín “cum clave”, con llave) - así denominado desde el Renacimiento por la circunstancia de la encerrona de los cardenales en el acto de elegir - reúne todos o alguno de los elementos de representatividad democrática. Podría pensarse, al menos, que estamos ante una “democracia orgánica”, semejante a la que los españoles “disfrutábamos” entre los años 40 y 70 del pasado siglo: la representación articulada de todos los pastores locales, tal y como podría ser el actual Sínodo Universal de los Obispos. Hace más de 30 años, bajo Pablo VI, cuando todavía soplaban vientos de descentralización eclesiástica, tanto en la Curia Romana como en el debate mediático, se abogaba por que el Sínodo de los Obispos sustituyera al Colegio de Cardenales en todas sus funciones o, por lo menos, en la elección del nuevo papa. Aún así, estaríamos ante un importante déficit democrático ya que tales pastores, los integrantes del Sínodo, si bien desde hace sólo un siglo, todos ellos son designados (no sólo investidos) por el obispo de Roma, sin contar con la efectiva participación de los fieles y ni siquiera de los obispos de su región.
Los electores del papa no representan ni a los fieles católicos ni a los pastores. Una real y efectiva democracia exigiría que fieles y pastores fuesen debidamente representados. No es así. Ni siquiera podemos hablar de “democracia orgánica”. Los cardenales, incluso ahora que proceden de variados países y continentes, son eclesiásticos designados (“creados”) por el mismo papa según criterios muy personalistas y entre los que no están exentos los ideológicos, económicos o retributivos de servicios prestados al Papado o a la Iglesia. A las grandes urbes se les premia con un cardenal, con evidentes fines de boato. A los diplomáticos cesantes se les premia con la birreta cardenalicia a modo de retiro o de ascenso en el escalafón. El Cardenalato es algo así como un título nobiliario, semejante al que aún hoy conceden las monarquías. Lo peor es que los fundamentos de tal concesión son, con frecuencia, análogos a los de la nobleza laica. En base a los dichos criterios personalistas, son excluidos aquellos eclesiásticos que el papa o su curia consideran conflictivos o menos sumisos a Roma. El paradigma de estas exclusiones está en el que fue arzobispo de Olinda y Recife, Mons. Helder Câmara, un gigante como hombre y como obispo, pero cercano a la Teología de la Liberación y menos obsequioso con la Curia Romana. No obstante el clamor de gran parte de los medios sectoriales y de muchos eclesiásticos y fieles, fue relegado por los dos últimos Romanos Pontífices.
Después del Concilio Vaticano II, el Colegio Cardenalicio ha sido considerado por algunos como algo obsoleto e incluso escandaloso. Sus orígenes son tan dignos y humildes como humilde era el origen y la función del obispo de Roma en la era pre-constantiniana e incluso en la Alta Edad Media. Los cardenales eran los párrocos de Roma, en los que el mismo obispo se apoyaba, como la puerta lo hace en los quicios (“cardines”), para la evangelizar al pueblo. A esa tradición milenaria se debe que cada cardenal tenga, aún hoy, un título eclesial en la ciudad de Roma. Hoy, ningún cardenal es párroco de Roma y sólo una vez visita el templo del que es titular, normalmente entre aplausos de algunos feligreses. Los cardenales cargan con la funesta herencia de los desmanes de sus antecesores del Renacimiento. Incluso en su atuendo, rememoran a los Borgia, a los Colonna o a los Barberini, ello no obstante la supresión, desde Pio XII, del “capello” (enorme sombrero rojo con borlas colgantes) y de la cola de doce metros que todavía lucían algunos Cardenales de hace unos 60 años, como Pla i Deniel y Segura.
A cada uno de los cardenales, sea o no experto en la materia, se le asigna un puesto como miembro en algún "dicasterio". Se llaman así los ministerios o congregaciones en el Vaticano. Como tales miembros, deciden sobre asuntos muy importantes, en materia de fe, de moral o de disciplina. No importa que poco entiendan del tema. Su voto es decisorio. Sus acuerdos son refrendados, salvo excepciones, por el papa en sucesiva audiencia al prefecto del competente dicasterio.
Pero la más trascendental misión de los cardenales está relacionada con el Cónclave. Ellos han de elegir al nuevo obispo de Roma. Desde Pablo VI están excluidos los octogenarios y se elevó de 70 a 120 el número máximo de electores. El papa, sobre todo después de un largo pontificado, ha tenido tiempo de constituir un Colegio de Electores a su gusto, condicionando así la elección de su sucesor. De los actuales 117 electores, sólo dos (uno de ellos el papable Ratzinger) no fueron creados por Juan Pablo II. No se ha tenido en cuenta - al menos no consta que así se haya hecho - la voluntad y las necesidades de los fieles o/y de los pastores locales de cara a un nuevo jefe de la Iglesia. No digamos ya de cara a lo que originariamente es: obispo de Roma. En el Sacro Imperio Romano Germánico, se adivinaba una “democracia orgánica” análoga a la franquista. Cada uno de los electores, reyes, príncipes o duques, en la elección del Emperador, eran portadores de las preocupaciones y reivindicaciones de sus respectivos súbditos. Ni siquiera esta tenue democracia se detecta en este Conclave.
2.- ¿TEOCRACIA?
Hace algunos años, un buen amigo, ya desaparecido, un teniente general retirado, me contaba que cada día agradecía a la Virgen de Lourdes el seguir vivo y que su fe en Dios se fortalecía más y más. Y me lo razonaba. Cuando, juntamente con su esposa y sus dos hijas, regresaba de una peregrinación a la ciudad de Santa Bernadette, tuvo un accidente automovilístico, se salió de la carretera y allí perdieron la vida sus tres seres queridos acompañantes, si bien él sólo sufrió unos rasguños. Asombroso. Nunca negué la amistad al general; por el contrario, su desconcertante lógica y su contradictoria devoción, me proporcionaban caminos de reflexión sobre las motivaciones y fundamentos del hecho religioso.
No sólo los historiadores profesionales, también los que tenemos un mediano conocimiento de Historia, sabemos de las miserias de los cónclaves, desde que éstos existen. En todo el primer milenio, no tuvieron lugar. Como en el resto de las iglesias locales, era el clero (y los delegados del pueblo) de Roma el que elegía a su obispo. Tradicionalmente, a él acudían, de tarde en tarde, otros obispos del mundo cristiano, si bien sólo como árbitro en las controversias a dirimir. Es el origen de la primacía del obispo de Roma que culminó en el Concilio Vaticano I (a.1870) con los sorprendentes dogmas del Primado y de la Infalibilidad. Nicolás II (siglo XI) y luego el Concilio Lateranense III (siglo XII) encomendaron a los cardenales la tarea de elegir al obispo de Roma, quien, ya a partir del siglo VIII, era monarca absoluto de un creciente Estado, con importantes poderes terrenales: políticos, económicos y militares.
Sería imposible recoger en un artículo divulgativo las peripecias de los cónclaves de todo un milenio, el segundo de nuestra era e, igualmente, las profundas y sórdidas rivalidades del clero en el primer milenio cuando se procedía a elegir al que había de ocupar la sede de Pedro. El poder temporal, al que los papas, en especial el Pío IX, estuvieron aferrados, causó estragos en la elección de quien, siglo tras siglo, se iba encumbrando en una Iglesia que había dominado la sociedad europea medieval y prestaba apoyo temporal a los poderosos de turno. Ya antes del escándalo del Cisma de Occidente (siglos XIV y XV), cuando Roma llegó a tener simultáneamente cuatro Papas rivales, se había pasado por elecciones escandalosas, con antipapas y con niños elevados a la dignidad de papas por intereses siempre espurios. Unas veces eran los reyes, otras eran personajes influyentes, los que condicionaban o imponían la elección. Ha habído papas adúlteros, asesinos y traficantes. El historiador Baronio llama "era pornocrática" al siglo X, cuando los papas eran derrocados y asesinados. Así, Sergio III (904-911) subió a la cátedra de Pedro después de haber asesinado a sus dos predecesores, los papas Cristóbal y León V. Por su parte, Juan XII (955-964), hijo de Alberico y de Marozia, cuando ya era dictador de Roma con el nombre de Octaviano, se hizo proclamar heredero del papa Agapito II. En efecto, a la muerte de éste, ciñó la tiara al tiempo que continuó con la corona de rey de Roma. Su vida, como la de sus sucesores homónimos, fue simplemente escandalosa.
El Renacimiento elevó al máximo las miserias y la corrupción. La venalidad alcanzaba a todos los niveles clericales, incluidos el Papado y los cardenales. Muchos papas no sólo eran indignos como líderes de una institución religiosa; eran también indignos como personas y como gobernantes. Es ya un tópico traer a colación a nuestro Rodrigo Borja, el papa Alejandro VI, llegado al solio pontificio por medios simoníacos. Era, además, despótico, lujurioso y ambicioso de toda clase de bienes terrenales, sin reparar en medios. Pero, poco menos puede decirse de sus sucesores Julio II y León X.
No es el caso de relatar las sombras de los cónclaves a partir de la Edad Moderna. Las ha habido y no es menos cierto que algunos papas han sido menos ejemplares de cuanto podría esperarse. Baste traer a colación al mentado Pio IX, quien, amedrentado por el racionalismo de su tiempo, acorralado por los ejércitos italianos unionistas y obligado a perder sus Estados, forzó la definición dogmática del Primado Universal y la prerrogativa de su Infalibilidad en el Concilio Vaticano I. Las consecuencias ecuménicas negativas de tales definiciones se han hecho patentes en los últimos decenios y constituye una losa para cuantos, de buena fe, pretenden la unión de los cristianos. También en el interior de la Iglesia, los dos dogmas están siendo cuestionados por infundados, impuestos y abusivos. En uso y abuso de su poder, Pio IX excomulgó a Garibaldi y a todos los que habían tomado parte, aunque fuese mínima, en el asedio de Roma y se encerró en el Vaticano sin prestarse a ceder ni a dialogar. Añádase que su “Syllabus” (ampliado y reforzado por su sucesor San Pio X) es el colmo de la negación de toda libertad, incluida la de pensamiento.
El Siglo de Hierro (siglo X) es un período demasiado largo para considerarlo un mero accidente transitorio. Y las miserias y escándalos vienen ya de antes del siglo X. Los siglos que comprenden la Baja Edad Media y el Renacimiento suman una etapa igualmente no despreciable. La Inquisición, con sus ejecuciones y vejaciones, viene a sumarse a los disparates y errores del Papado. Nadie puede negar que la sede de Roma fue ocupada por algunos papas ejemplares, a veces genuinos santos. Lo que resulta impresentable es atribuir al Dios del Evangelio una intervención especial en la elección del obispo de Roma, llámese o no papa. No sirve atribuir a ese Dios sólo los éxitos. Sería lógico atribuirle también los fracasos. Pero eso sería una blasfemia. Volviendo al símil del inicio, sería obsceno atribuir a la Virgen de Lourdes la vida del teniente general y no la muerte de su esposa e hijas.
Ayer mismo Leonardo Boff colgó en www.atrio.org un artículo que explicita la desacralización del Cónclave. Su título "La Iglesia-institución como casta meretrix". Aún respetando los sentimientos de quienes ven en el papa el "dulce Cristo en la Tierra", Boff pretende desmitificar el Papado y colocar en sus justos límites los eventos que se derivan de la cacareada renuncia. Alude al Vatileaks, al informe de 300 páginas elaborado por los tres cardenales, al "lobby gay", a la pederastia, a las luchas de poder, al control del IOR. Según él, Ratzinger, hastiado de tanta sordidez, habría tomado la decisión de abandonar.
Hace pocas horas, el ya "papa emérito" invocaba el Espíritu Santo como garantía de una acertada elección de su sucesor. Varios cardenales, entrevistados por periodistas, sólo han sabido decir que el Cónclave está dirigido por el Espíritu Santo y que en la Capilla Sixtina todo será silencio a la espera de la iluminación divina. Esa ha sido también la respuesta de hombres de Iglesia, sean obispos, clérigos, religiosos o devotos seglares.
En 2005, en ocasión de la anterior "Sede Vacante", publiqué un artículo: "El Cónclave, ni democrático ni teocrático". Me ha parecido oportuno reproducirlo aquí. La ocasión es idéntica. Poco podría añadir. Pido perdón por mi holgazanería. Como podrá observarse, mi porra fue muy acertada al apuntar como papable a Ratzinger. Por lo demás, algunos nombres de cardenales u obispos han de darse por decaídos. Son ya historia. Repito, el artículo fue escrito en 2005.
EL CÓNCLAVE, NI DEMOCRÁTICO NI TEOCRÁTICO
1.- ¿DEMOCRACIA?
Los españoles sabemos mucho de “democracia orgánica”. Así llamábamos a la que, durante cuatro décadas, nos proporcionó el General Franco. Humorísticamente, decíamos que era la que emanaba de los “órganos” del Generalísimo. Los procuradores en las Cortes Españolas eran aquellos hombres que, con anterioridad, habían sido designados por el Caudillo (o por sus ministros) para los importantes cargos del país: gobernadores civiles, alcaldes de capitales de provincia, presidentes de diputaciones provinciales, de instituciones culturales, etc. De esa forma - se nos decía – el pueblo participaba, por medio de sus genuinos “órganos”, en la política, en el destino de la patria. Sólo en los últimos años de la dictadura, ya dulcificada por la influencia de los tecnócratas del Opus Dei, en la Cámara Legislativa se integró el tercio de representación familiar, cuyos procuradores tenían un mínimo, aunque controlado, respaldo de los ciudadanos. Los procuradores en Cortes eran los legisladores en única Cámara, los encargados de dar el “asentimiento” a las leyes y acuerdos, leyes y acuerdos elaborados por el entorno del Generalísimo y en los que prácticamente no participaban, pues las sesiones de la Cámara eran esporádicas, casi inexistentes. A ningún procurador en Cortes se le ocurría discrepar u oponerse a la voluntad del jefe plasmada en los proyectos de ley o en acuerdos de otro tipo o rango. El jefe tenía siempre razón. Por la gracia de Dios, o por derecho de victoria.
A la luz de la Ley de Sucesión de 1947, también el Consejo de Regencia había sido predeterminado por Franco. Dos de ellos, el presidente de las Cortes, así como el militar de más alto rango, habían sido nombrados por el mismo Generalísimo para sus respectivos cargos. El otro miembro del Consejo del Reino, el obispo de más alta jerarquía de entre los tres eclesiásticos que tenían escaño en las Cortes, también había pasado por la criba del mismo Franco: primero en su nombramiento como obispo por mor de la presentación concordataria ante el Vaticano, y luego en su designación para procurador en Cortes. Los tres dignatarios, procedentes de “órganos” controlados directa e inmediatamente por Franco, tenían altísimas atribuciones y poderes decisivos sobre el pueblo, tales como la asunción colegiada del poder ejecutivo en defecto del Generalísimo o la elaboración de la terna de candidatos para la Presidencia del Gobierno a presentar al futuro Rey.
La Iglesia, desde los más remotos tiempos que enlazan con los monacatos pre-cristianos, respeta el sistema democrático de elecciones en los conventos y en los institutos religiosos. Es más, lo exige expresamente en los estatutos o/y constituciones que, modernamente, han de ser aprobados en el Vaticano, precisamente en la “Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares”. Resulta, pues, chocante que en las modernas elecciones de los obispos y, sobre todo y desde la Baja Edad Media, en la elección del obispo de Roma, se obvie este proceder democrático.
Uno podría imaginarse que el Cónclave (del latín “cum clave”, con llave) - así denominado desde el Renacimiento por la circunstancia de la encerrona de los cardenales en el acto de elegir - reúne todos o alguno de los elementos de representatividad democrática. Podría pensarse, al menos, que estamos ante una “democracia orgánica”, semejante a la que los españoles “disfrutábamos” entre los años 40 y 70 del pasado siglo: la representación articulada de todos los pastores locales, tal y como podría ser el actual Sínodo Universal de los Obispos. Hace más de 30 años, bajo Pablo VI, cuando todavía soplaban vientos de descentralización eclesiástica, tanto en la Curia Romana como en el debate mediático, se abogaba por que el Sínodo de los Obispos sustituyera al Colegio de Cardenales en todas sus funciones o, por lo menos, en la elección del nuevo papa. Aún así, estaríamos ante un importante déficit democrático ya que tales pastores, los integrantes del Sínodo, si bien desde hace sólo un siglo, todos ellos son designados (no sólo investidos) por el obispo de Roma, sin contar con la efectiva participación de los fieles y ni siquiera de los obispos de su región.
Los electores del papa no representan ni a los fieles católicos ni a los pastores. Una real y efectiva democracia exigiría que fieles y pastores fuesen debidamente representados. No es así. Ni siquiera podemos hablar de “democracia orgánica”. Los cardenales, incluso ahora que proceden de variados países y continentes, son eclesiásticos designados (“creados”) por el mismo papa según criterios muy personalistas y entre los que no están exentos los ideológicos, económicos o retributivos de servicios prestados al Papado o a la Iglesia. A las grandes urbes se les premia con un cardenal, con evidentes fines de boato. A los diplomáticos cesantes se les premia con la birreta cardenalicia a modo de retiro o de ascenso en el escalafón. El Cardenalato es algo así como un título nobiliario, semejante al que aún hoy conceden las monarquías. Lo peor es que los fundamentos de tal concesión son, con frecuencia, análogos a los de la nobleza laica. En base a los dichos criterios personalistas, son excluidos aquellos eclesiásticos que el papa o su curia consideran conflictivos o menos sumisos a Roma. El paradigma de estas exclusiones está en el que fue arzobispo de Olinda y Recife, Mons. Helder Câmara, un gigante como hombre y como obispo, pero cercano a la Teología de la Liberación y menos obsequioso con la Curia Romana. No obstante el clamor de gran parte de los medios sectoriales y de muchos eclesiásticos y fieles, fue relegado por los dos últimos Romanos Pontífices.
Después del Concilio Vaticano II, el Colegio Cardenalicio ha sido considerado por algunos como algo obsoleto e incluso escandaloso. Sus orígenes son tan dignos y humildes como humilde era el origen y la función del obispo de Roma en la era pre-constantiniana e incluso en la Alta Edad Media. Los cardenales eran los párrocos de Roma, en los que el mismo obispo se apoyaba, como la puerta lo hace en los quicios (“cardines”), para la evangelizar al pueblo. A esa tradición milenaria se debe que cada cardenal tenga, aún hoy, un título eclesial en la ciudad de Roma. Hoy, ningún cardenal es párroco de Roma y sólo una vez visita el templo del que es titular, normalmente entre aplausos de algunos feligreses. Los cardenales cargan con la funesta herencia de los desmanes de sus antecesores del Renacimiento. Incluso en su atuendo, rememoran a los Borgia, a los Colonna o a los Barberini, ello no obstante la supresión, desde Pio XII, del “capello” (enorme sombrero rojo con borlas colgantes) y de la cola de doce metros que todavía lucían algunos Cardenales de hace unos 60 años, como Pla i Deniel y Segura.
A cada uno de los cardenales, sea o no experto en la materia, se le asigna un puesto como miembro en algún "dicasterio". Se llaman así los ministerios o congregaciones en el Vaticano. Como tales miembros, deciden sobre asuntos muy importantes, en materia de fe, de moral o de disciplina. No importa que poco entiendan del tema. Su voto es decisorio. Sus acuerdos son refrendados, salvo excepciones, por el papa en sucesiva audiencia al prefecto del competente dicasterio.
Pero la más trascendental misión de los cardenales está relacionada con el Cónclave. Ellos han de elegir al nuevo obispo de Roma. Desde Pablo VI están excluidos los octogenarios y se elevó de 70 a 120 el número máximo de electores. El papa, sobre todo después de un largo pontificado, ha tenido tiempo de constituir un Colegio de Electores a su gusto, condicionando así la elección de su sucesor. De los actuales 117 electores, sólo dos (uno de ellos el papable Ratzinger) no fueron creados por Juan Pablo II. No se ha tenido en cuenta - al menos no consta que así se haya hecho - la voluntad y las necesidades de los fieles o/y de los pastores locales de cara a un nuevo jefe de la Iglesia. No digamos ya de cara a lo que originariamente es: obispo de Roma. En el Sacro Imperio Romano Germánico, se adivinaba una “democracia orgánica” análoga a la franquista. Cada uno de los electores, reyes, príncipes o duques, en la elección del Emperador, eran portadores de las preocupaciones y reivindicaciones de sus respectivos súbditos. Ni siquiera esta tenue democracia se detecta en este Conclave.
2.- ¿TEOCRACIA?
Hace algunos años, un buen amigo, ya desaparecido, un teniente general retirado, me contaba que cada día agradecía a la Virgen de Lourdes el seguir vivo y que su fe en Dios se fortalecía más y más. Y me lo razonaba. Cuando, juntamente con su esposa y sus dos hijas, regresaba de una peregrinación a la ciudad de Santa Bernadette, tuvo un accidente automovilístico, se salió de la carretera y allí perdieron la vida sus tres seres queridos acompañantes, si bien él sólo sufrió unos rasguños. Asombroso. Nunca negué la amistad al general; por el contrario, su desconcertante lógica y su contradictoria devoción, me proporcionaban caminos de reflexión sobre las motivaciones y fundamentos del hecho religioso.
No sólo los historiadores profesionales, también los que tenemos un mediano conocimiento de Historia, sabemos de las miserias de los cónclaves, desde que éstos existen. En todo el primer milenio, no tuvieron lugar. Como en el resto de las iglesias locales, era el clero (y los delegados del pueblo) de Roma el que elegía a su obispo. Tradicionalmente, a él acudían, de tarde en tarde, otros obispos del mundo cristiano, si bien sólo como árbitro en las controversias a dirimir. Es el origen de la primacía del obispo de Roma que culminó en el Concilio Vaticano I (a.1870) con los sorprendentes dogmas del Primado y de la Infalibilidad. Nicolás II (siglo XI) y luego el Concilio Lateranense III (siglo XII) encomendaron a los cardenales la tarea de elegir al obispo de Roma, quien, ya a partir del siglo VIII, era monarca absoluto de un creciente Estado, con importantes poderes terrenales: políticos, económicos y militares.
Sería imposible recoger en un artículo divulgativo las peripecias de los cónclaves de todo un milenio, el segundo de nuestra era e, igualmente, las profundas y sórdidas rivalidades del clero en el primer milenio cuando se procedía a elegir al que había de ocupar la sede de Pedro. El poder temporal, al que los papas, en especial el Pío IX, estuvieron aferrados, causó estragos en la elección de quien, siglo tras siglo, se iba encumbrando en una Iglesia que había dominado la sociedad europea medieval y prestaba apoyo temporal a los poderosos de turno. Ya antes del escándalo del Cisma de Occidente (siglos XIV y XV), cuando Roma llegó a tener simultáneamente cuatro Papas rivales, se había pasado por elecciones escandalosas, con antipapas y con niños elevados a la dignidad de papas por intereses siempre espurios. Unas veces eran los reyes, otras eran personajes influyentes, los que condicionaban o imponían la elección. Ha habído papas adúlteros, asesinos y traficantes. El historiador Baronio llama "era pornocrática" al siglo X, cuando los papas eran derrocados y asesinados. Así, Sergio III (904-911) subió a la cátedra de Pedro después de haber asesinado a sus dos predecesores, los papas Cristóbal y León V. Por su parte, Juan XII (955-964), hijo de Alberico y de Marozia, cuando ya era dictador de Roma con el nombre de Octaviano, se hizo proclamar heredero del papa Agapito II. En efecto, a la muerte de éste, ciñó la tiara al tiempo que continuó con la corona de rey de Roma. Su vida, como la de sus sucesores homónimos, fue simplemente escandalosa.
El Renacimiento elevó al máximo las miserias y la corrupción. La venalidad alcanzaba a todos los niveles clericales, incluidos el Papado y los cardenales. Muchos papas no sólo eran indignos como líderes de una institución religiosa; eran también indignos como personas y como gobernantes. Es ya un tópico traer a colación a nuestro Rodrigo Borja, el papa Alejandro VI, llegado al solio pontificio por medios simoníacos. Era, además, despótico, lujurioso y ambicioso de toda clase de bienes terrenales, sin reparar en medios. Pero, poco menos puede decirse de sus sucesores Julio II y León X.
No es el caso de relatar las sombras de los cónclaves a partir de la Edad Moderna. Las ha habido y no es menos cierto que algunos papas han sido menos ejemplares de cuanto podría esperarse. Baste traer a colación al mentado Pio IX, quien, amedrentado por el racionalismo de su tiempo, acorralado por los ejércitos italianos unionistas y obligado a perder sus Estados, forzó la definición dogmática del Primado Universal y la prerrogativa de su Infalibilidad en el Concilio Vaticano I. Las consecuencias ecuménicas negativas de tales definiciones se han hecho patentes en los últimos decenios y constituye una losa para cuantos, de buena fe, pretenden la unión de los cristianos. También en el interior de la Iglesia, los dos dogmas están siendo cuestionados por infundados, impuestos y abusivos. En uso y abuso de su poder, Pio IX excomulgó a Garibaldi y a todos los que habían tomado parte, aunque fuese mínima, en el asedio de Roma y se encerró en el Vaticano sin prestarse a ceder ni a dialogar. Añádase que su “Syllabus” (ampliado y reforzado por su sucesor San Pio X) es el colmo de la negación de toda libertad, incluida la de pensamiento.
El Siglo de Hierro (siglo X) es un período demasiado largo para considerarlo un mero accidente transitorio. Y las miserias y escándalos vienen ya de antes del siglo X. Los siglos que comprenden la Baja Edad Media y el Renacimiento suman una etapa igualmente no despreciable. La Inquisición, con sus ejecuciones y vejaciones, viene a sumarse a los disparates y errores del Papado. Nadie puede negar que la sede de Roma fue ocupada por algunos papas ejemplares, a veces genuinos santos. Lo que resulta impresentable es atribuir al Dios del Evangelio una intervención especial en la elección del obispo de Roma, llámese o no papa. No sirve atribuir a ese Dios sólo los éxitos. Sería lógico atribuirle también los fracasos. Pero eso sería una blasfemia. Volviendo al símil del inicio, sería obsceno atribuir a la Virgen de Lourdes la vida del teniente general y no la muerte de su esposa e hijas.