Tarjetas rojas y sentencias asombrosas -14-III-2018-
“El hombre más honrado, más respetado, puede ser víctima de la Justicia. Es usted, por ejemplo, buen padre, buen esposo, buen ciudadano y anda usted por las calle con la cabeza bien alta. Cree que no tendrá que rendir cuentas alguna vez a los magistrados de su país. ¿Qué fatalidad podría hacerle pasar por un malhechor y, cuando no, por un criminal?
Pues esta fatalidad existe y tiene un nombre: error judicial”.
Con este auguro malhadado, pero posible, abre René Floriot –un gran maestro francés de la “praxis judicial” la Introducción a su conocido libro titulado Los errores judiciales (El documento vivo – Noguer, Barcelona-Madrfid, 1969, pag. 1).
Hace casi 50 años compré este libro en la Librería Internacional de San Sebastián y desde entonces, o para precaverme o para consolarme, jamás lo he dejado de la mano. Esta mañana lo he vuelto a coger por la circunstancia.
Amigos. No pensaba hoy –por otros menesteres a mano-- poner mis reflexiones diarias al servicio de una noticia o suceso, a menos que llamara poderosamente mi atención. Así ha sucedido y no he podido resistir el envite del suceso, del que tuve noticia ayer, en la tarde-noche.
Estaba escuchando por radio el partido de fútbol Mancheter City - Sevilla. El árbitro sacó una o dos tarjetas por protestar. A Sergio Ramos –hecho bastante a protestar, no sé si por sí o por sus galones de capitán- le han sacado los árbitros más de una tarjeta; amarilla e incluso también roja; porque si el protestón se empecina o si insulta, aunque sólo sea con gestos o haciendo un “corte de mangas”, como se dice, la tarjeta roja es inmediata e inmisericorde. Y generalmente el Comité de Competición, en estos casos, mantiene la sanción y al futbolista le caen varios partidos de suspensión.
Ayer o anteayer, el Tribunal de los Derechos Humanos –nada menos- de Estrasburgo, dictó una sentencia contra la sentencia de la Audiencia Nacional que condenaba a un señor –valga la expresión- por haber rociado con gasolina, prendido fuego y hasta pateado, una foto del rey de España. Creo que el individuo era separatista-independentista catalán.
¿La razón que da el llamado Tribunal de los Derechos Humanos? Pues que eso ni es delito, ni injuria, ni nada que merezca siquiera un reproche, menos la multa que le fuera impuesta por la justicia española –parece que irrisoria; porque –según dicho Tribunal- el que usa de un derecho no comete injuria contra nadie. Y claro es, este susodicho señor, al quemar y pisotear, como lo hizo, la efigie del rey de España, estaba usando el derecho a la libertad de expresión.
Pasmoso, digo yo, que reconozco límites a todo derecho humano, incluso a los llamados fundamentales. Y además, quien lea el art. 20 de nuestra Constitución podrá ver, si se fija y tiene cacumen- que en el 4º aparatado del mismo se detallan esos límites, como, en recta justicia y razón, no podía ser menos.
Pero, no contento el Tribunal con negar que haya injuria a nadie con esa acción no se trata de un pensamiento, sino de una acción en toda regla,- carga al Estado español con el pago de una indemnización de catorce mil euros –creo que esa es la cantidad- a la pobrecita víctima de nuestra Justicia.
Bien. Como hoy tengo prisa por otros menesteres del día, me limito a invitarles a pensar en lo que va de la tarjeta amarilla, y sobre todo roja, al jugador que protesta o hace gestos al árbitro en un partido de fútbol –no digamos si le insulta, provoca o arremete contra él, en cuyo caso podría ser incluso inhabilitado de por vida para el ejercicio de la profesión-, a esta asombrosa sentencia, nada menos, que del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos de Estrasburgo, que ampara hasta límites inimaginables el ámbito del derecho a la libertad de expresión. Sólo les invito a pensar en lo que va de una libertad de expresión a otra libertad de expresión. ¿Por qué no acuden los futbolistas inhabilitados por protestar o injuriar con obras a los árbitros a pedir amparo a estos jueces de los Derechos Humanos? Con daños y perjuicios incluso?
¿Chocante? ¿Plausible? ¿Censurable? ¿Merecedora de que se diga a este Tribunal de los Derechos Humanos que los derechos humanos –todos ellos- tienen límites y que esos límites, desde que Kant definió la libertad y sus limites para ser verdadera libertad- están en esos mismos derechos, o en otros similares, de las otras personas? ¿Respetable, porque lo haya sentenciado un Tribunal del renombre del de Estrasburgo? ¿Asombrosa?.
Vean ustedes con cuál de estos rótulos se quedan. Yo me quedo con uno que no he mencionado: estupefaciente, porque me causa estupefacción. Y tomo esta palabra en su raíz latina: en cuanto proviene del verbo “stupeo-stupere”, o “stupefacio-stupefacere”: pasmar, causar estupor o asombro. Claro que hay que acatarla, ¡faltaría más…! P ¡qué remedio!.
Tarjetas rojas y sentencias asombrosas: para solazarse buscando similitudes entre una cosa y la otra, entre la protesta del deportista y la tarjeta amarilla o roja que el árbitro le muestra (¿no anda en juego también en eso el derecho a la libertad de expresión?) y la acción del separatista, de romper, rociar con gasolina y quemar a la vista de todos la efigie del rey de España.
Recuerden que he dicho muchos veces que no soy monárquico de convicciones ni de aficiones, pero, como tampoco soy anti-monárquico (porque casi todo lo “anti” es negativo y no me gusta ser negativo-, respeto como el que más al jefe 0del Estado; y las injurias o insultos a él –porque no se insulta a don Felipe de Borbón y Grecia, sino a todo el pueblo representado por él en este momento- le trasscienden para volverse injurias t todos los ciudadanos de este país, incluso a los mismos que le insultan. No soy monárquico de convicciones pero me siento insultado por la afrenta al rey de España; y de rechazo, o por alusiones, me pasa lo mismo con esta sentencia.
Dicen las crónicas del día que los “independentistas” catalanes se están frotando las manos d gusto, y hasta de triunfo con la sentencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos de Estrasburgo. Es normal y tienen esta base judicial para estarlo.
Yo, de todos modos, como es posible que en Estrasburgo no lo conozcan, diría al Tribunal que no se fíe del contento de esta gente. Porque como dijera el sabio verso del ilustrado español don Tomás de Iriarte y Lara, en su graciosa y conocida fábula, El Oso, la Mona y el Cerdo, “Guarde para su regalo esta sentencia el autor: si el sabio no aprueba, malo; si el necio aplaude, peor”. Su moraleja es que nunca se acredita tanto una obra como mala como cuando la aplauden los necios.
Y sobre todo yo –en esta tesitura de la sentencia- rememoraría, porque viene muy a cuento, el pensamiento –también sabio y oportuno para el caso- del procesalista don Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, cuando –en sus Estampas procesales de la literatura española (Buenos Aires, 1961, cap. 3, p. 52)-, evocando un pasaje de L’homme qui rit” de Víctor Hugo (2ª parte, lib. 1, cap. 10), proclama por todo lo alto que no es lo mismo ser juzgador que ser justiciero, aunque parezca un juego de palabras. “Todos los jueces –dice- legítimamente instituidos, dotados de jurisdicción y competencia, administran justicia en los pleitos y causas ante ellos sometidos, pero, por desgracia, y la diferencia llega a ser cuantitativamente muy grande, no siempre hacen justicia”. El deslinde entre ambas cosas –enseña- ha de marcarse por el bien de la justicia.
Y, aunque tengo poco tiempo esta mañana, no me privo, al menos un ratillo, de releer esa Introducción a la magna obra, Los errores judiciales, de René Floriot. Merece la pena para no caer en utopías.
No pensaba hoy irme de otras ocupaciones pero ahí está lo pensado a la primera hora del día.
El más honrado, el más respetado, puede ser víctima de la Justicia…. “Pues esta fatalidad existe y tiene un nombre: error judicial”.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Pues esta fatalidad existe y tiene un nombre: error judicial”.
Con este auguro malhadado, pero posible, abre René Floriot –un gran maestro francés de la “praxis judicial” la Introducción a su conocido libro titulado Los errores judiciales (El documento vivo – Noguer, Barcelona-Madrfid, 1969, pag. 1).
Hace casi 50 años compré este libro en la Librería Internacional de San Sebastián y desde entonces, o para precaverme o para consolarme, jamás lo he dejado de la mano. Esta mañana lo he vuelto a coger por la circunstancia.
Amigos. No pensaba hoy –por otros menesteres a mano-- poner mis reflexiones diarias al servicio de una noticia o suceso, a menos que llamara poderosamente mi atención. Así ha sucedido y no he podido resistir el envite del suceso, del que tuve noticia ayer, en la tarde-noche.
Estaba escuchando por radio el partido de fútbol Mancheter City - Sevilla. El árbitro sacó una o dos tarjetas por protestar. A Sergio Ramos –hecho bastante a protestar, no sé si por sí o por sus galones de capitán- le han sacado los árbitros más de una tarjeta; amarilla e incluso también roja; porque si el protestón se empecina o si insulta, aunque sólo sea con gestos o haciendo un “corte de mangas”, como se dice, la tarjeta roja es inmediata e inmisericorde. Y generalmente el Comité de Competición, en estos casos, mantiene la sanción y al futbolista le caen varios partidos de suspensión.
Ayer o anteayer, el Tribunal de los Derechos Humanos –nada menos- de Estrasburgo, dictó una sentencia contra la sentencia de la Audiencia Nacional que condenaba a un señor –valga la expresión- por haber rociado con gasolina, prendido fuego y hasta pateado, una foto del rey de España. Creo que el individuo era separatista-independentista catalán.
¿La razón que da el llamado Tribunal de los Derechos Humanos? Pues que eso ni es delito, ni injuria, ni nada que merezca siquiera un reproche, menos la multa que le fuera impuesta por la justicia española –parece que irrisoria; porque –según dicho Tribunal- el que usa de un derecho no comete injuria contra nadie. Y claro es, este susodicho señor, al quemar y pisotear, como lo hizo, la efigie del rey de España, estaba usando el derecho a la libertad de expresión.
Pasmoso, digo yo, que reconozco límites a todo derecho humano, incluso a los llamados fundamentales. Y además, quien lea el art. 20 de nuestra Constitución podrá ver, si se fija y tiene cacumen- que en el 4º aparatado del mismo se detallan esos límites, como, en recta justicia y razón, no podía ser menos.
Pero, no contento el Tribunal con negar que haya injuria a nadie con esa acción no se trata de un pensamiento, sino de una acción en toda regla,- carga al Estado español con el pago de una indemnización de catorce mil euros –creo que esa es la cantidad- a la pobrecita víctima de nuestra Justicia.
Bien. Como hoy tengo prisa por otros menesteres del día, me limito a invitarles a pensar en lo que va de la tarjeta amarilla, y sobre todo roja, al jugador que protesta o hace gestos al árbitro en un partido de fútbol –no digamos si le insulta, provoca o arremete contra él, en cuyo caso podría ser incluso inhabilitado de por vida para el ejercicio de la profesión-, a esta asombrosa sentencia, nada menos, que del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos de Estrasburgo, que ampara hasta límites inimaginables el ámbito del derecho a la libertad de expresión. Sólo les invito a pensar en lo que va de una libertad de expresión a otra libertad de expresión. ¿Por qué no acuden los futbolistas inhabilitados por protestar o injuriar con obras a los árbitros a pedir amparo a estos jueces de los Derechos Humanos? Con daños y perjuicios incluso?
¿Chocante? ¿Plausible? ¿Censurable? ¿Merecedora de que se diga a este Tribunal de los Derechos Humanos que los derechos humanos –todos ellos- tienen límites y que esos límites, desde que Kant definió la libertad y sus limites para ser verdadera libertad- están en esos mismos derechos, o en otros similares, de las otras personas? ¿Respetable, porque lo haya sentenciado un Tribunal del renombre del de Estrasburgo? ¿Asombrosa?.
Vean ustedes con cuál de estos rótulos se quedan. Yo me quedo con uno que no he mencionado: estupefaciente, porque me causa estupefacción. Y tomo esta palabra en su raíz latina: en cuanto proviene del verbo “stupeo-stupere”, o “stupefacio-stupefacere”: pasmar, causar estupor o asombro. Claro que hay que acatarla, ¡faltaría más…! P ¡qué remedio!.
Tarjetas rojas y sentencias asombrosas: para solazarse buscando similitudes entre una cosa y la otra, entre la protesta del deportista y la tarjeta amarilla o roja que el árbitro le muestra (¿no anda en juego también en eso el derecho a la libertad de expresión?) y la acción del separatista, de romper, rociar con gasolina y quemar a la vista de todos la efigie del rey de España.
Recuerden que he dicho muchos veces que no soy monárquico de convicciones ni de aficiones, pero, como tampoco soy anti-monárquico (porque casi todo lo “anti” es negativo y no me gusta ser negativo-, respeto como el que más al jefe 0del Estado; y las injurias o insultos a él –porque no se insulta a don Felipe de Borbón y Grecia, sino a todo el pueblo representado por él en este momento- le trasscienden para volverse injurias t todos los ciudadanos de este país, incluso a los mismos que le insultan. No soy monárquico de convicciones pero me siento insultado por la afrenta al rey de España; y de rechazo, o por alusiones, me pasa lo mismo con esta sentencia.
Dicen las crónicas del día que los “independentistas” catalanes se están frotando las manos d gusto, y hasta de triunfo con la sentencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos de Estrasburgo. Es normal y tienen esta base judicial para estarlo.
Yo, de todos modos, como es posible que en Estrasburgo no lo conozcan, diría al Tribunal que no se fíe del contento de esta gente. Porque como dijera el sabio verso del ilustrado español don Tomás de Iriarte y Lara, en su graciosa y conocida fábula, El Oso, la Mona y el Cerdo, “Guarde para su regalo esta sentencia el autor: si el sabio no aprueba, malo; si el necio aplaude, peor”. Su moraleja es que nunca se acredita tanto una obra como mala como cuando la aplauden los necios.
Y sobre todo yo –en esta tesitura de la sentencia- rememoraría, porque viene muy a cuento, el pensamiento –también sabio y oportuno para el caso- del procesalista don Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, cuando –en sus Estampas procesales de la literatura española (Buenos Aires, 1961, cap. 3, p. 52)-, evocando un pasaje de L’homme qui rit” de Víctor Hugo (2ª parte, lib. 1, cap. 10), proclama por todo lo alto que no es lo mismo ser juzgador que ser justiciero, aunque parezca un juego de palabras. “Todos los jueces –dice- legítimamente instituidos, dotados de jurisdicción y competencia, administran justicia en los pleitos y causas ante ellos sometidos, pero, por desgracia, y la diferencia llega a ser cuantitativamente muy grande, no siempre hacen justicia”. El deslinde entre ambas cosas –enseña- ha de marcarse por el bien de la justicia.
Y, aunque tengo poco tiempo esta mañana, no me privo, al menos un ratillo, de releer esa Introducción a la magna obra, Los errores judiciales, de René Floriot. Merece la pena para no caer en utopías.
No pensaba hoy irme de otras ocupaciones pero ahí está lo pensado a la primera hora del día.
El más honrado, el más respetado, puede ser víctima de la Justicia…. “Pues esta fatalidad existe y tiene un nombre: error judicial”.
SANTIAGO PANIZO ORALLO