« Dejándolo todo, lo siguieron »



Los Evangelios concuerdan al referir que la llamada de los Apóstoles marcó los primeros pasos del ministerio de Jesús, después del bautismo en el Jordán. El evangelista de la misericordia, san Lucas, sin embargo, pese a seguir la misma tradición, presenta un relato más elaborado (cf. Lc 5,1-11). Muestra el camino de fe de los primeros discípulos, precisando que la invitación al seguimiento les llega tras haber escuchado la primera predicación de Jesús y después de haber experimentado sus primeros signos prodigiosos.

La pesca milagrosa, en particular, constituye el contexto inmediato y ofrece el símbolo de la misión de pescadores de hombres que se les confía. De ahora en adelante, el destino de estos «llamados» estará íntimamente unido al de Jesús. El apóstol es un enviado, sí, pero sobremanera un «experto» de Jesús.

La aventura de la Gracia en ellos y con ellos empieza, pues, como encuentro de personas que se abren recíprocamente. Para los discípulos comienza un conocimiento directo del Maestro. Ven dónde vive y empiezan a conocerlo de primera mano, o sea en persona. Quiere ello decir que no deberán ser anunciadores de una idea, sino testigos de una persona.

Esto se verá con nitidez cuando elijan a Matías, al poner como condición a los candidatos el haber sido testigos del Señor resucitado, es decir, haber comido y bebido con él. Antes de su envío a evangelizar, deberán haber «estado» con Jesús (cf. Mc 3,14), entablando con él una relación personal. Sobre esta base, la evangelización no será más que un anuncio de lo que se ha experimentado y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo (cf. 1 Jn 1, 3).

Pero vengamos a la escena hoy central, que es Pedro, el pescador. Los evangelios nos informan de que es uno de los primeros cuatro discípulos del Nazareno (cf. Lc 5, 1-11), a los que se añade un quinto, según la costumbre de todo Rabino de tener cinco discípulos (cf. Lc 5,27: llamada de Leví). Cuando Jesús pasa de cinco discípulos a doce (cf. Lc 9,1-6) pone de relieve la novedad de su misión: no es un Rabino a la vieja usanza, como los demás, no, sino que ha venido para reunir al Israel escatológico, simbolizado por el número doce, como el de las tribus de Israel.



Los evangelistas permiten seguir con minuciosidad de amanuenses su itinerario espiritual, el de un galileo dedicado a la pesca, cuyo dialecto lo delatará la misma noche del prendimiento del Maestro (Mt 26,73). El punto de partida es la llamada que le hace Jesús. Acontece en un día cualquiera, mientras Pedro anda entretenido en sus labores de pesca. Jesús se encuentra a orillas del lago de Genesaret y la multitud lo rodea para escucharlo.

El número de oyentes implica un problema práctico. El Maestro ve dos barcas varadas en la orilla; los pescadores han bajado y lavan las redes. Él entonces pide permiso para subir a la barca de Simón y le ruega que la aleje un poco de tierra. Sentándose en esa improvisada cátedra, se pone a enseñar a la muchedumbre desde la barca (cf. Lc 5,1-3). La barca de Pedro se convierte así en la cátedra de Jesús, el cual, cuando acaba de hablar, dice a Simón: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar». «Maestro –responde raudo Simón-, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,4-5).

Jesús era carpintero, no experto en pesca, y a pesar de ello Simón el pescador se fía de este Rabino, que no le da respuestas sino que lo invita a fiarse de él, como tantas veces ocurrirá a las almas en la historia. Ante la pesca milagrosa reacciona con asombro y temor: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Jesús responde invitándolo a la confianza y a abrirse a un proyecto que supera sus perspectivas todas: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5,10).

El juicio de san Agustín al respecto es de mano maestra: «Pedro fue pescador, y ahora recibe no pequeña gloria el orador si es capaz de comprender al pescador […] Si Cristo hubiese elegido primeramente al orador, diría éste: “He sido elegido por mi elocuencia”. Si hubiese elegido a un senador, diría: “He sido elegido por el mérito de mi dignidad”. Por fin, si hubiese elegido emperador, podría decir: “He sido elegido en atención a mi poder”. Estén tranquilos los tales y aguarden un poco; estén tranquilos, no se les rechace, no se les desprecie, pero aguarden un poco, para que puedan gloriarse de sí mismos en sí mismos.

Dadme, dijo, a aquel pescador, a aquel ignorante, a aquel analfabeto; dadme aquel con quien no se digna hablar el senador ni cuando le compra el pescado. Dadme al tal, dijo. Si le lleno, quedará claro que he sido yo quien lo ha hecho. También he de hacerlo con el senador, con el orador y con el emperador; alguna vez he de hacerlo con el senador, pero ahora es más seguro con el pescador. Puede el senador gloriarse de sí mismo; también el orador y el emperador. El pescador, en cambio, no puede gloriarse sino en Cristo. Venga el pescador para enseñar la salutífera humildad. Venga primero el pescador. Por medio de él será mejor atraído el emperador.

Pensad, pues, en este pescador santo, justo, bueno, lleno de Cristo, en cuyas redes, echadas por todo el mundo, había de ser pescado este pueblo (africano). Recordad que él dijo: Tenemos un testimonio más firme, el de los profetas» (Sermón 43,5-6).

Apenas iniciada la fascinante predicación del Reino de Dios, Jesús dirige su mirada a los pescadores, dedicados a su trabajo cotidiano. Echan las redes, las reparan. Salen, tornan, van y vuelven con variada suerte. Jesús les llama con decisión y ellos le siguen con prontitud: a partir de ahora serán «pescadores de hombres». Vocación clara y correspondida, paradigma de tantas y tantas a lo largo de los siglos.

Sorprende la suavidad con que Jesús va guiando a sus amigos hacia la conversión. En el fragmento del Evangelio de hoy, de veras atractivo y encantador, describe san Lucas cómo el divino Maestro logró conquistar a Pedro. El apóstol san Pedro, antes de conocer al Señor, era Simón el pescador. Un hombre recio, acostumbrado a la dura tarea de la pesca. Seguramente uno de los más importantes del negocio y uno de los más respetados, debido a su carácter fuerte. Cuando Jesús le miró y le dijo que remara mar adentro, a pescar, Simón se extrañó.

¿Y cómo no habría de hacerlo –podemos preguntarnos- siendo él un experto en pesca y advirtiendo que no era precisamente la mejor hora de pescar? ¿Pero cómo? ¿Es que el Rabí este no sabe acaso que yo soy un profesional?, diría para sus adentros. Si no he pescado nada durante la noche, ¿cómo voy a hacerlo ahora, a pleno día? Sin embargo, lo que salió al exterior de sus labios, lo que le dijo simple y llanamente fue esto: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes». Ese «en tu palabra, echaré las redes» sonaba con distinto timbre…



Jesús esperaba unas palabras así, deseaba un poco de humildad por parte de Pedro, el impetuoso, el seguro de sí mismo. Fue entonces cuando se obró el milagro. «Y pescaron gran cantidad de peces», claro. Al ver lo sucedido, Pedro se olvidó de la pesca y de los timbres de voz y de sí mismo y cayó de rodillas ante Jesús. Sabía muy bien el Señor cómo ganárselo, a base de amabilidad, sin recriminaciones: «No temas, desde ahora serás pescador de hombres».

No quisiera yo terminar esta reflexión sin insistir un poco más en el detalle de un Jesús pidiendo a Pedro bogar mar adentro y que eche las redes para la pesca. Aquellos pescadores tienen a sus espaldas, han dejado atrás una noche aciaga, de esas noches para olvidar, llenas de fracasos y decepciones; parece inútil ponerse a pescar ahora, llegada ya la mañana. Pero Jesús se ha vuelto de tal modo importante a los ojos del rudo pescador de Galilea, su porte aparentemente, si se quiere, como el de los demás encierra, sin embargo, algo tan especial, tan extraño, tan único, e irradia un atractivo de tal suerte irresistible que la respuesta se antoja casi obligada.

Tendrá que pasar tiempo, tampoco mucho, hasta que san Pablo suministre a la Teología de la Gracia este principio de incontestable fe dirigido a los Corintios: «No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios» (2Co 3,5). Eso pretendía Jesús de su futuro vicario en la tierra: que reconociese en la pesca milagrosa la obra de la Gracia. Y eso mismo, cabalmente, lo que sigue pidiendo hoy en día a las almas: que asuman de lleno su protagonismo vicario, que quien tiene la primera y última palabra en todo proceso de gracia es Él.

Cuando Pedro y sus compañeros volvieron a la orilla con las barcas repletas de peces y las redes a reventar, Pedro resulta que ha hecho algo más que recorrer un camino exterior. Aquel trayecto se ha convertido para él en un camino interior. El evangelista, en efecto, nos cuenta que, antes de la pesca milagrosa, Pedro, había llamado al Señor Epistáta, es decir, Maestro, Rabí, el que enseña. Al volver, en cambio, se arroja a los pies de Jesús, abismado de estupor, y ya no le llama Rabí, sino Kyrie, Señor; es decir, se dirige a él con el nombre reservado a Dios.

Pedro entonces ha recorrido el camino que va del Rabí al Señor, del Maestro al Hijo de Dios. Después de esta peregrinación interior se halla no diré ya que curado de espantos, porque sobresaltos en el futuro no le van a faltar, pero sí preparado para recibir la llamada.



«Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Pobre Pedro, presa de asombro él y cuantos con él estaban, ante los peces que habían pescado. Los números no intimidan a Dios, siempre capaz de suscitar sobre la marcha caladeros de copiosa pesca. El dulce y misericordioso Jesús dijo animoso a Simón: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5, 10). Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, lo siguieron. Los Apóstoles, pues, testigos y enviados de un Cristo siempre al quite,siempre genial, siempre único.

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