« Hoy se ha cumplido esta Escritura »
La frase nos lleva directamente a la sinagoga de Nazaret, donde fue pronunciada por el propio Jesús delante de sus paisanos, «cuyos ojos estaban fijos en él» (Lc 4,20b). Viene a ser como la clave de interpretación del pasaje de Isaías que Jesús mismo había terminado de leer (Is 61,1-2; Lc 4,18-19). Llegado a Nazaret, donde se había criado, y donde seguramente –llevado por su madre la Virgen María- había empezado a conocer desde niño la Escritura, entró, según era su costumbre, en la sinagoga el día de sábado, «y se levantó para hacer la lectura» (Lc 4,16). A todo judío adulto –Él ya lo era- se le permitía, con autorización del jefe de la sinagoga, hacer la lectura pública del texto sagrado.
La liturgia de hoy nos presenta, juntos, dos pasajes distintos del Evangelio de Lucas. El primero (1,1-4) es el prólogo, dirigido a un tal «Teófilo». Dado que este nombre en griego significa «amigo de Dios», podemos ver en él a cada creyente que se abre a Dios y quiere conocer el Evangelio. El segundo pasaje (4,14-21), donde figura la frase de marras (v.21), nos presenta en cambio a Jesús, que «con la fuerza del Espíritu» entra el sábado en la sinagoga de Nazaret. Como buen observante, no se sustrae al ritmo litúrgico semanal y se une a la asamblea de sus paisanos en la oración y en la escucha de las Escrituras. El rito prevé la lectura de un texto de la Torah o de los Profetas, seguida de un comentario.
Aquel día Jesús se puso en pie para hacer la lectura y encontró este pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, / porque el Señor me ha ungido. / Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres» (61,1-2). Toda una ristra de actuaciones mesiánicas. Orígenes de Alejandría comenta al respecto: «No es casualidad que Él abriera el rollo y encontrara el capítulo de la lectura que profetiza sobre Él, sino que también esto fue obra de la providencia de Dios» (Hom. sobre el Ev. de Lucas, 32, 3). De hecho, Jesús, terminada la lectura, en un silencio lleno de atención, dijo: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). Frase llena de sentido en todos sus términos: desde el hoy hasta la Escritura, pasando por cumplido.
San Cirilo de Alejandría afirma que el «hoy», situado entre la primera y la última venida de Cristo, está ligado a la capacidad del creyente de escuchar y enmendarse (cf. PG 69,1241). Pero en un sentido más radical aún, es Jesús mismo «el hoy» de la salvación en la historia, porque lleva a cumplimiento la plenitud de la redención. El término «hoy», muy del gusto de san Lucas (cf. 19,9; 23,43), nos remite al título cristológico preferido por el mismo evangelista, a saber: «salvador» (sōtēr). Ya en la Nochebuena, el ángel anuncia a los pastores: «Hoy…, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 11).
Un «hoy» que también nos interpela a nosotros en nuestro vivir la vida cristiana, abierta siempre a los demás, sacramental por esencia, nutrida del Cuerpo y Sangre de Cristo y de su Palabra de vida. En un tiempo dispersivo y proteico, este Evangelio nos invita a interrogarnos sobre nuestra capacidad de escucha. Antes de poder hablar de Dios y con Dios, es necesario escucharle, y la liturgia de la Iglesia es la «escuela» de esta escucha del Señor que nos habla.
Finalmente, nos dice que cada momento puede convertirse en un «hoy» propicio para nuestra conversión. Cada día (kathēmeran) puede convertirse en el hoy salvífico, porque la salvación es historia que continúa para la Iglesia y para cada discípulo de Cristo. Este es el sentido cristiano del «carpe diem»: aprovecha el hoy en el que Dios te llama para darte la salvación. El sentido literal de esta manida locución latina es «toma el día», que quiere decir «aprovecha el momento», en el sentido de no malgastarlo. Fue acuñada por el poeta romano Horacio: Carpe diem, quam minimum credula postero: «Aprovecha el día, no confíes en el mañana». En el refranero español hay algo similar y más corto: «Lo que puedas hacer hoy, no lo dejes para mañana».
La frase que vengo comentando contiene asimismo el verbo cumplir: «Hoy se ha cumplido esta Escritura». San Agustín matizó al respecto que las promesas del pasado se cumplen hoy.
«No olvidéis, pues, hermanos –dice-, las promesas del Señor nuestro Dios y contad cuantas ha cumplido del número de ellas. Antes de que Cristo hubiese nacido, se hallaba prometido en la Escritura. Cumplió la promesa: nació. Aún no había padecido, aún no había resucitado; también en este punto la cumplió: padeció, fue crucificado, resucitó. Su pasión es nuestro premio; su sangre, nuestra redención. Subió al cielo como había prometido; también en esto fue cumplidor. Envió el Evangelio por todas las tierras; por ello quiso que hubiese cuatro evangelios: para significar en el número cuatro todo el orbe de la tierra, de oriente a occidente y de norte a sur; por ello quiso que fuesen doce los apóstoles: para que en cierto modo apareciesen como distribuidos en cuatro grupos de tres, porque el mundo ha sido llamado en la Trinidad del Padre, del Hijo y Espíritu Santo. También en este punto cumplió enviando el Evangelio como había prometido » (Sermón 113 A, 9).
El cumplimiento de la Escritura se lleva a cabo en la fe de la comunidad que acoge a Cristo como Palabra de Dios. El hoy que interesa al predicador es el hoy de la fe, la decisión de creer y abandonarse a Cristo y obedecerle incluso en las exigencias morales del Evangelio.
El sacerdote, en su condición de ministro de la Palabra, completa lo que falta a la predicación de Jesús a través de su cuerpo, que es la Iglesia. Comparte los sufrimientos de la preparación, las dificultades de la comunión, pero, sobre todo, la alegría de ser instrumento del Espíritu Santo al servicio de un acontecimiento más que radical: «la acogida del hombre a la ofrenda de amor de Dios que se le presenta en Cristo». La adoración de Jesús por parte de los Magos, por ejemplo, se reconoció enseguida como cumplimiento de las Escrituras proféticas.
El Nuevo Testamento insiste en la idea de múltiples formas: los acontecimientos de la vida y de la muerte de Jesús se han desarrollado para «cumplir» las Escrituras (en general, nuestro Antiguo Testamento). El gran número de profecías del Antiguo Testamento, cumplidas en la persona de Jesús durante su ministerio terrenal, evidencia la divinidad de Jesús.
La realidad es que solo a través de la mano soberana de Dios estas profecías se podían cumplir en una persona con la exactitud con que se cumplieron, evidenciando así que Jesús era más que un simple hombre. No pocos comentaristas afirman que existen más de 300 profecías y referencias en las páginas del Antiguo Testamento que se cumplen en la persona de Jesús.
Nótese que cumplir dice más que hacer: los términos traducidos por esta palabra evocan la idea de plenitud (hebr. malé; gr. plerun), o de acabamiento (hebr. kalah; gr. telein) y de perfección (hebr. tamm; gr. teleyun). Se cumple, o remata, una obra comenzada (1Re 7,22; Hch 14,26), es decir, se la lleva a término. Se cumple una palabra, una orden o una promesa.
La palabra de Dios, más que ninguna otra, tiende a cumplirse: «La (palabra) que salga de mi boca, no tornará a mí de vacío» (Is 55,11). Dios «no habla en vano» (Ez 6,10). Las profecías divinas, tarde o temprano, se realizan: «Lo que yo hablo es una palabra que se cumple» (Ez 12,28). El cumplimiento es la marca de Dios, que garantiza la vocación de un profeta y la autenticidad de su mensaje (Dt 18,22).
Más de una vez y más de dos el Antiguo Testamento afirma que tal acontecimiento se ha producido «para cumplir la palabra de Yahveh» transmitida por un profeta. De esta manera se presenta la conservación del linaje de David y la construcción del templo (1Re 8,24), la marcha a la cautividad y el retorno para la reconstrucción del templo (2Par 36,21ss, Esd 1,1s).
Estas realizaciones pasadas son prenda de los cumplimientos futuros. Porque los tiempos también se cumplen: Por muy repentino que a veces sea, el cumplimiento no se produce al azar, sino «a su tiempo» (Lc 1,20). Para que se realice una palabra es preciso que «se cumpla su tiempo» (Jer 25,12), y para que se realice el entero designio divino será necesario que llegue la plenitud de los tiempos (Ef 1,10; Gal 4,4; Mc 1,15).
El tiempo por excelencia del cumplimiento es el del Nuevo Testamento. Los evangelistas, Mateo sobre todo, procuran convencernos de ello. La fórmula «para que se cumpla lo que había sido dicho por...» se halla diez veces en Mateo: caso de la concepción virginal y de la huida a Egipto, de la curación de los enfermos, de la enseñanza en parábolas, de la entrada triunfal en Jerusalén, de los denarios de Judas... Fórmulas análogas ofrecen los otros evangelios. Todo el Antiguo Testamento, pues, se orienta hacia la revelación de Jesús; los cumplimientos que en él se subrayan no son sino una lenta preparación para la plena realización del designio de Dios en la existencia terrena de Jesús.
Pero no todos los cumplimientos están al mismo nivel, por supuesto. Hay uno, sólo uno, designado como «consumación»: es la muerte de Jesús en la cruz. En la fórmula «para que se cumpliese la Escritura» (Jn 19,28), teleyum reemplaza al habitual plerun, y el contexto insiste mediante la repetición del «se ha consumado» (19,30). Lucas no emplea este último verbo sino en relación con la pasión (Lc 12,50;18,31; 22,37). Por ahí apunta igualmente la Epístola a los Hebreos (Heb 2,10; 5,8s).
Todos los cumplimientos de la historia sagrada, pues, se orientan hacia la venida de Cristo, y en la vida de Cristo todos los cumplimientos de la Escritura culminan en su sacrificio, «pues las promesas todas hechas por Dios han tenido su sí en él» (2Co 1,20). «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4,21). Insondable frase, por cierto. ¿La entenderían los nazaretanos presentes aquel histórico día en la sinagoga? Tengo mis dudas. Habría de todo, claro. Como siempre en casos así. Pero tenían al Maestro y Señor…