Primeros y últimos



A simple vista no parece sino que el título apunte al reino de las galaxias, donde todo cobra dimensiones astronómicas, ya que la distancia entre los adjetivos primero y último lo mismo puede ser corta, hasta casi darse ambos la mano de pura cercanía, que interplanetaria, es decir, de las que se pierden en la bruma de la cronología o en el difuminado horizonte del espacio. Y nada se diga ya si nos adentramos en lo sobrenatural del Evangelio, que es lo que a bote pronto viene a la mente de uno con dicha expresión.

La primera lectura de hoy con el oráculo de Isaías apunta más a la distancia corta: «Buscad a Yahveh –dice-- mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano» (55,6-9). Semejante búsqueda, o esa llamada a Dios mientras está cercano, constituyen un desafío en toda regla al frío cielo de las estrellas, donde toda suerte de infinitud tiene su asiento, por más cercano del hombre que Dios esté: la misma que hay entre divinidad y criatura. Isaías, de hecho, no se queda en el puro término medio, sino que aporta la voz disuasoria de Dios que deja poco margen a la divagación: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (v.8).

El profeta refuerza en nombre de Dios lo que precede amparado de nuevo en la imagen de la comparación al asegurar: «Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (v.9). Va de suyo, pues, que los caminos y pensamientos de Dios no son los de los hombres, cuya fantasía sobre caminos y pensamientos parece no tener límite, aunque de hecho lo tenga, dada su naturaleza mortal. De ahí que no podamos reducir a Dios a nuestros esquemas y siga vigente que nuestros planes no son sus planes. Para desgracia nuestra, evidentemente.

Recuerda en resumen lo que digo que la lógica de Dios es siempre «otra» que la nuestra. En otros términos: que seguir al Señor requiere por parte del hombre una catarsis radical de conversión, un cambio espectacular en el modo de pensar y de vivir. Pide, en resumen, abrir de par en par el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar por dentro.

Un punto clave –hay muchos-- donde Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: no hay orgullo que valga en Dios: en Él es imposible, porque Dios es santidad y tiende todo a amar y a donar vida. En los hombres, por el contrario, o sea nosotros, el orgullo está enraizado en lo más íntimo de uno mismo, por cuya razón exige constante vigilancia y mantenida purificación, la cual no es algo, por cierto, que se consiga así como así ni simple verdura de las eras.

Pequeños y ruines como somos, que dirían los místicos, aspiramos a parecer grandes, a ser los primeros; mientras que Dios, el realmente Grande, el Otro, el Innombrable a la par que el Invisible y el Primero de verdad, no teme abajarse y hacerse el último. Y la Virgen María, que durante la Navidad se la ve en el Portal de Belén absorta de contemplativa sencillez interior ante la divinidad encarnada, está perfectamente pronta y en armónica sintonía con Dios. Como para que en todo tiempo y lugar la invoquemos con absoluta confianza y ternura, para que nos enseñe a seguir fielmente a Jesús en el camino del amor, de la humildad y del sí, meta esta, sin duda, de largas distancias invisibles.



San Pablo nos echa en la segunda lectura (cf. Flp 1, 20c-24.27) una mano cuando tercia resolutivo: «Para mí, la vida es Cristo» (v.21). Nos acercamos a su lógica cuando llevamos una vida digna del Evangelio y nos dedicamos al servicio de la comunidad eclesial y del mundo. En el centro del designio divino está Cristo, en el que Dios muestra su rostro: el Misterio escondido por siglos se reveló con absoluta plenitud en el Verbo hecho carne. Y san Pablo agrega concluyente: «Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19). Dios se hizo en Cristo cercano, visible y tangible, de manera que todos puedan recibir de su plenitud de gracia y de verdad (cf. Jn 1, 14-16), «porque siempre fue, y siempre es y siempre será el único y total consuelo del justo el Mesías» (Fray Luis, Exposición del Libro de Job, c.19).

La existencia cristiana conoce, por eso, una única ley suprema, la que san Pablo expresa con fórmula que adorna sus escritos todos: «en Cristo Jesús». Meta suprema de la vida cristiana, la santidad no consiste, pues, en realizar empresas colosales, sino en unirse a Cristo, vivir sus misterios, imitar sus actitudes, asumir sus pensamientos y comportamientos: adentrarnos en Él de puro haberse adentrado Él primero en nosotros. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza dentro del corazón humano, por el grado en que, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos nuestra vida toda conforme a la suya. Es ser semejantes a Jesús, tal cual san Pablo afirma: «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29).

Exclama, por su parte, san Agustín: «Viva será mi vida llena de ti» (Conf. 10,28). En la constitución sobre la Iglesia, el Vaticano II habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: «Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria» (LG, 41).

Tratándose de nuestras relaciones con Dios, la cercanía y lejanía son distancias que no se miden por parámetros de aritmética o de física. El salmista, entonando alabanzas al Rey Yahveh y traspasado por el divino suspiro, pone rumbo más bien hacia los derroteros de la plegaria: «Cerca está Yahveh de los que le invocan, de todos los que le invocan con verdad» (Sal 145 [144] ,18). Invocar al Señor con verdad equivale a deponer nuestros criterios asumiendo los suyos; a dejarnos invadir por la sinceridad y la verdad de lo alto.

Suelen nuestras normas, en otro orden de cosas, regirse por el intercambiable y contractual do ut des (te doy para que me des). Dios, sin embargo, lo hace por el principio de la gratuidad. No precisa de nadie ni hace falta que nadie le dé para que sea Él quien se nos da gratuitamente y todo entero: Él es nuestra divina dádiva. Y por ahí, si bien repara uno en ello, asoma ya, como brisa emergente a sotavento o a barlovento del corazón, la misma florida planta del modus operandi, según el cual «los últimos serán los primeros» (Mt 20,16) y los primeros, últimos.



En su recompensa, por tanto, seremos todos iguales: los últimos como los primeros y los primeros como los últimos, «porque aquel denario es la vida eterna y en la vida eterna todos serán iguales. Aunque unos brillarán más, otros menos, según la diversidad de los méritos, por lo que respecta a la vida eterna será igual para todos. No será más largo para unos y más corto para otros lo que en ambos casos será sempiterno; lo que no tiene fin, no lo tendrá ni para ti ni para mí. De un modo estará allí la castidad conyugal y de modo distinto la integridad virginal; de un modo el fruto del bien obrar y de otro la corona del martirio. Una cosa de un modo, otra de otro; sin embargo, por lo que respecta a la vida eterna, ninguno vivirá más que el otro. Vivirán igualmente sin fin, aunque cada uno viva en su propia claridad. Y aquel denario es la vida eterna» (San Agustín, Serm. 87, 6).

Devoto del Obispo de Hipona, Benedicto XVI comentó en una audiencia este fragmento evangélico de san Mateo sobre la parábola del propietario de la viña que, en diversas horas del día, llama a jornaleros a trabajar en ella. Y al atardecer da a todos el mismo jornal, un denario, suscitando la protesta de los de la primera hora. «Es evidente –puntualizaba el papa Benedicto siguiendo a san Agustín- que este denario representa la vida eterna, don que Dios reserva a todos. Más aún, precisamente aquellos a los que se considera "últimos", si lo aceptan, se convierten en los "primeros", mientras que los "primeros" pueden correr el riesgo de acabar "últimos".

Un primer mensaje de esta parábola es que el propietario no tolera, por decirlo así, el desempleo: quiere que todos trabajen en su viña. Y, en realidad, ser llamados es ya la primera recompensa: poder trabajar en la viña del Señor, ponerse a su servicio, colaborar en su obra, constituye de por sí un premio inestimable, que compensa por toda fatiga. Pero eso sólo lo comprende quien ama al Señor y su reino; por el contrario, quien trabaja únicamente por el jornal nunca se dará cuenta del valor de este inestimable tesoro» (21.09.2008). Que Dios no tolere el desempleo se antoja, por de pronto, un horizonte risueño de puro halagüeño, especialmente cuando hay por ahí tanto paro que no para.



Es el apóstol y evangelista san Mateo quien se ocupa de narrarnos la parábola, detalle de agradecer y nada baladí, por cierto, dado que él mismo vivió en persona esta experiencia (cf. Mt 9,9). Antes de que Jesús lo llamara, ejercía efectivamente el oficio de publicano y, por eso mismo, era considerado pecador público, excluido de la «viña del Señor». Pero todo cambia de pronto cuando Jesús, pasando junto a su mesa de impuestos, lo mira y le dice: «Sígueme». Mateo se levantó y lo siguió. De publicano se convirtió inmediatamente en discípulo de Cristo. De «último» se convirtió en «primero», gracias a la lógica de Dios, que -¡por suerte para nosotros!- es diversa de la del mundo. «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos», dice el Señor por boca del profeta Isaías (Is 55, 8).

También san Pablo experimentó la alegría de sentirse llamado por el Señor a trabajar en su viña. ¡Y anda que no trabajó ni nada en el fértil campo de la Iglesia! Aunque, como él mismo confiesa, fue la gracia de Dios la que actuó en él, la que de perseguidor de la Iglesia lo transformó en Apóstol de los gentiles, hasta exclamar de puro regusto en el alma: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Claro es que añade a continuación: «Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger» (Flp 1, 22). ¡Genial apóstol, este san Pablo, claro que sí! Comprendió bien, y pronto, que trabajar para el Señor ya es una recompensa en esta tierra. Esto debiera presidir el afán apostólico de cualquier seguidor de Cristo.



Y es que la vida en esta dilatada comarca que es nuestro mundo está hecha de momentos que se heredan como las olas del mar. Ante la que está cayendo, no parece sino que entre nosotros siempre sean malos. Esperemos que lleguen pronto los mejores y sean muchos quienes los disfrutan. Al fin y al cabo habitar esta caprichosa tierra nuestra durante una temporada sin empeorarla es toda una hazaña. Y corregirla, aunque sólo sea en pequeñas dosis, merece el reconocimiento y el la gratitud de los que aún seguimos por estos parajes. De momento nos acucia descifrar los últimos asaltos del airado planeta, que en esto de terremotos y huracanes, por ejemplo, se despacha siempre al alza, dispuesto a ganarnos por la mano, cuando no mandarnos a hacer gárgaras.

Y luego está el miedo: lo peor de tenerlo es saber que nadie te lo puede quitar. Esa perturbación angustiosa, nos cerca más o menos a todos. Los que no creemos que el Sumo Hacedor se dedique preferentemente a la venganza, ni en esta vida ni en la otra, le echamos la culpa a la suerte, que es uno de los pseudónimos del azar. Por eso la suerte, que no es todo, entra en casi todo y hay quienes se creen que una cucharada de ella importa más que todo un barril de sabiduría, siendo además mucho más fácil de tragar, claro. Tan fácil, que también ella es capaz de hacer que los últimos sean primeros y los primeros, últimos. Y de prevenirnos para que en modo alguno se nos antoje llevarle la contraria al que dijo de una vez y para siempre: mis planes no son vuestros planes, y vuestros caminos no son mis caminos.

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