« Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso »
La verdadera religión consiste en sintonizar con Cristo, manso y humilde de corazón. Un Corazón el suyo, por otra parte, «rico en misericordia» (Ef 2, 4 s), que nos manda amar a todos, lejanos y cercanos, amigos y enemigos, imitando al Padre celestial, que respeta la libertad de cada uno y atrae a todos hacia sí con la invencible fuerza de su fidelidad.
El camino discipular de Jesús es claro: «No juzguéis…, no condenéis…; perdonad y seréis perdonados…; dad y se os dará; sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36-38). Camino, por cierto, de difícil andadura por la partícula como. Omitida, se entendería mejor, pues quedaríamos emplazados ante una exigencia de la divina bondad. Pero incluida, equivale a poner de modelo de misericordia al propio Dios Padre, y eso es subir el listón al infinito.
Los cristianos están llamados hoy más que nunca a anunciar con vigor la posibilidad del encuentro entre el hombre y Jesucristo, en quien Dios se ha hecho tan cercano que se le puede ver y escuchar. La certeza de que él está cerca y en su misericordia espera al hombre, también al que está en pecado, para sanar sus enfermedades con la gracia del sacramento de la Reconciliación, es siempre una luz de esperanza para el mundo, tantas veces ofuscado por la tiniebla de la desesperanza.
Lo más difícil del amor cristiano es vivirlo con quienes no nos van a corresponder, con aquellos que nos insultan o persiguen, con los que hablan mal de nosotros a nuestras espaldas, con los que luchan por arrebatarnos nuestro puesto de trabajo: nuestros enemigos. Jesucristo, no obstante, no deja lugar a dudas: «Sed misericordiosos». Un corazón que no perdona, ni es cristiano, ni agrada, ni da gloria a Dios. De ahí que advierta Cristo en otra ocasión que si cuando nos acercamos a Dios para presentarle una ofrenda recordamos una enemistad con alguno de nuestros hermanos, debemos primero reconciliarnos con él, y luego realizar la ofrenda (Mt 5,23-24).
En el Evangelio de san Lucas, a continuación de las Bienaventuranzas, Jesús exhorta largamente a sus discípulos a responder al odio con el amor (Lc, 6, 27-35; Mt 43-48), lo cual nos hace comprender que Lucas ve en el amor a los adversarios el rasgo típico de los discípulos de Cristo, cuyas palabras indican dos maneras de vivir. La de los «pecadores», o dicho de otra forma, la de quienes se comportan sin referencia a Dios y a su Palabra: actúan con los demás en función de como éstos les tratan. Su acción es, de hecho, una reacción.
Dividen el mundo en dos grupos, sus amigos y los que no lo son, y muestran compasión únicamente hacia aquellos que son buenos con ellos. La otra manera de vivir no designa en primer lugar a un grupo humano, sino a Dios mismo. Pero Dios no reacciona según la manera como se le trata: antes al contrario, «él es bueno con los ingratos y los malvados» (Lc 6,35).
Señala Jesús de este modo la característica esencial del Dios de la Biblia. Fuente desbordante de bondad, Dios no se deja condicionar por la maldad de quien se pone frente a él. Olvidado, herido incluso, Dios continúa siendo fiel a sí mismo. Él sólo puede amar. Dios está siempre dispuesto a perdonar: «vuestros pensamientos no son mis pensamientos, y mis caminos no son vuestros caminos» (Is 55,7-8) El profeta Oseas, por su parte, oye al Señor que le dice: «yo nunca daré curso al ardor de mi cólera […] porque yo soy Dios y no un hombre» (Os 11,9). En una palabra, nuestro Dios es misericordioso (Éx 34, 6; Sal 86,15; 116,5 etc.), «él no nos trata según nuestros pecados, no nos devuelve según nuestras faltas» (Sal 103,10).
La gran novedad del Evangelio no es tanto que Dios sea la Fuente de bondad, sino, como arriba he dicho, que los humanos pueden y deben reaccionar a imagen de su Creador: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). En cuanto a la partícula como y la angustia que puede originar, aclaremos que por la venida de su Hijo a nosotros, esta fuente de bondad nos es desde ahora accesible.
Nos toca convertirnos en «hijos del Altísimo» (Lc 6,35) capaces de responder al mal con el bien, al odio con el amor. Viviendo una compasión universal, perdonando a quienes nos hacen daño, testimoniamos que el Dios misericordioso está ahí, en el corazón de un mundo marcado por la negación del otro, por el menosprecio de aquél que es diferente.
La humanidad necesita que se proclame con énfasis la misericordia divina. Bueno es que los cristianos y hombres de bien crean que dicha misericordia es más fuerte que cualquier mal, y que sólo en la cruz de Cristo se encuentra la salvación del mundo. En Cristo y por Él, se hace también visible Dios en su misericordia, el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió «misericordia».
No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo, Cristo, la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente «visible» como Padre «rico en misericordia».
La mentalidad contemporánea parece oponerse, acaso más que la del pasado, al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de «misericordia» parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los extraordinarios adelantos de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado. Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia.
Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como «Padre de la misericordia», nos permite «verlo» especialmente cercano al hombre, sobremanera cuando sufre, o está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Muchos hombres, guiados por un vivo sentido de fe, se dirigen a la misericordia de Dios.
Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado por El, el misterio de «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2Co 1,3) constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada singular dirigida a la Iglesia.
Los acontecimientos del Viernes Santo y, antes todavía, la oración en Getsemaní, introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia un cambio fundamental. El que «pasó haciendo el bien y sanando», «curando toda clase de dolencias y enfermedades», él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, befado, escupido y coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos. Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, a quienes ha hecho el bien. Desdichadamente, ni siquiera la recibe de quienes le están más cercanos.
En cuanto hombre sufriente en Getsemaní y el Calvario, Cristo se dirige al Padre, cuya misericordia ha testimoniado tantas veces y con todas sus obras. Mas no se le ahorra —precisamente a él— ese tremendo sufrimiento de la muerte en cruz. Y es que la dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado –que también-, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre. De este modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud.
El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. Es además Padre: con el hombre, llamado por El a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el que ama desea darse a sí mismo.
Creer en el Hijo crucificado significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia.
«Para mí es un signo de los tiempos el hecho de que la idea de la misericordia de Dios se convierta cada vez más central y dominante» dijo ya como papa emérito Benedicto XVI en un coloquio, citando dos santos. Primero a la mística polaca santa Faustina Kowalska cuyas visiones reflejan «el deseo de la bondad divina que es proprio del hombre de hoy», después a san Juan Pablo II que la canonizó y dedicó un domingo a la Divina misericordia, publicando después -30.11.1980- la encíclica «Dios rico de misericordia» (Dives in misericordia).
«No es casualidad –puntualizaba Benedicto XVI aludiendo al papa Wojtyla- que su último libro, que vio la luz precisamente poco antes de su muerte, hable de la misericordia de Dios. A partir de las experiencias en las cuales desde los primeros años de vida tuvo que constatar toda la crueldad de los hombres, él afirma que la misericordia es la única verdadera y última reacción eficaz contra el poder del mal. Solo allí donde haya misericordia termina la crueldad, termina el mal y la violencia». Ser, en fin, misericordiosos es el mejor modo de combatir, a base de bien, el mal en el mundo.