Hasta setenta veces siete
Parece juego de palabras lo que no deja de ser, en realidad, un recurso retórico con el que trascender de las puras matemáticas a la infinitud de la divina misericordia. De él se vale Jesús para indicarle a Pedro, y en Pedro a nosotros todos, la grandeza del perdón, que es tanto como decir la infinita magnitud de Dios. Es como si hubiera clavado un dardo en lo íntimo del corazón para ilustrar más cumplidamente cuán grande, cuán hermoso y cuán sublime sea el perdón, que se nutre siempre de amor. Porque perdonar es, al cabo, una forma de amar.
Perdonar, desde luego, no es ignorar sino transformar, algo de lo que sólo es capaz el amor, ya que la caridad es lo que más nos identifica con Cristo. Por eso mismo el perdón es, en efecto, la noticia cotidiana de la que el mundo entero tiene imperiosa necesidad, según nos recuerda el Evangelio en el que Jesús invita a Pedro a perdonar al hermano «hasta setenta veces siete» (Mt 18,22), o sea siempre. Para dar en ello pasos acertados, sin marcha atrás, habría que interrogarse por el profundo significado del perdón.
«Nada puede mejorar el mundo –afirma Benedicto XVI– si el mal no es superado. Y el mal sólo pude ser superado con el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón en toda regla, o sea eficaz; perdón que sólo nos puede venir del Señor. Lo cual nos conduce a descubrir dentro del protagonismo principal del perdón al propio Dios. Perdón, por otra parte, que no aleja el mal sólo con las palabras, sino que lo transforma realmente».
Perdonar, siendo así, no es ignorar, sino transformar; es renovarnos por dentro, hacernos criaturas nuevas, estrenar corazón de carne luego de haber desterrado primero el de pedernal. Quiere todo esto decir, además, que Dios debe entrar en este mundo y oponer al océano de la injusticia otro océano más grande: el del bien y el del amor. Siempre he estado convencido de que por encima del mal está el bien, aunque a veces cueste admitirlo.
Por supuesto que no puede haber, no hay, de hecho, justicia sin perdón, por mucho que, a la vez, debamos asumir igualmente que «el perdón no sustituye la justicia», ni significa tampoco «negación del mal», ni, en fin, reclama el hacer oídos sordos o facilitar el que decaiga la «denuncia de la verdad del pecado», que esa siempre debe permanecer en pie denunciador. Porque el concepto del perdón en el cristianismo hace nacer una nueva idea de justicia que no se limita a castigar, sino que reconcilia y cura y construye y eleva y dulcifica frente a los contrastes en las relaciones humanas, con frecuencia también familiares, donde a menudo somos llevados a no perseverar siquiera en el amor gratuito, que cuesta lo suyo de empeño y sacrificio, sin duda.
Centra el perdón de las ofensas la liturgia de la Palabra de este vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario ciclo A. De hecho, la respuesta de «hasta setenta veces siete» se ve de algún modo adelantada cuando el Eclesiástico exhorta en la primera lectura: «Perdona a tu prójimo el agravio, y, en cuanto lo pidas, te serán perdonados tus pecados» (Sir 28,2). El perdón pedido a Dios va ligado al que demos a los demás. ¡La de veces que habremos repetido en el Padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»! ¡Alto se nos ha puesto, y de qué manera, el listón, hermano! Que el supremo paradigma es aquí nada menos que nuestro buen Padre Dios. ¿Y qué supone, a la postre, celebrar la santa Misa sino que Cristo sigue derramando su Sangre para el perdón de nuestros pecados?
En la problemática de este insondable misterio cumple, pues, afirmar de igual modo que Dios nunca se cansa de nosotros, de tener paciencia con nosotros, de mimarnos, redimirnos, animarnos, levantarnos y amarnos. Llevado de su divina misericordia nos precede siempre, nos lleva la delantera – con su acento porteño el papa Francisco diría nos primerea--, es decir, sale primero él a nuestro encuentro. La parábola del hijo pródigo lo corrobora cumplidamente: «estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15,11-32: 20b). Cabe, pues, suponer a este buen Padre saliendo todos los días al camino por ver si el hijo perdido volvía a su regazo paternal. Y es que Dios, en efecto, nos primerea siempre; lleva siempre las de ganar, vamos. Que Dios nunca se deja vencer en generosidad.
En cuanto «hasta setenta veces siete», no hay duda de que Jesús nos invita al difícil gesto de rezar incluso por aquellos que nos han hecho mal, nos han perjudicado, sabiendo así perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine su corazón. Nos invita a vivir así, en nuestra oración --expresamente lo afirma el Padrenuestro-- la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene para con nosotros.
No pone límites Jesús a la hora de olvidar las faltas. Nos dejó, además, un sacramento, el de la Reconciliación, para borrar los pecados contra Él, contra Dios, cometidos. De ahí sale una lección de misericordia y de amor sin fin: no sólo nos perdona una o dos faltas, sino todos los pecados por graves que estos sean. Perdonar es, al cabo, vivir la caridad. Aunque nos cueste y se oponga a nuestros sentimientos y pasiones, es el mejor modo de manifestar nuestra correspondencia al amor de Dios. El perdón es una manera de vivir muy cristiana, y muy necesaria por otra parte, sobre todo en los ambientes donde reinan el odio y la venganza. Dicen que las guerras no se vencen con la fuerza de las armas, sino con el poder del perdón. Ya me gustaría a mí que dijeran esto los traficantes de armas! Pero no caerá esa breva.
Visto, pues, el panorama internacional, cumple concluir que hacemos muy poco caso al perdón. Porque guerras, lo que se dice guerras de liarse a bofetadas, altercados, injusticias, tenemos para exportar: Toda ofensa entre los hombres encierra de algún modo una vulneración de la verdad y del amor y así se opone a Dios, que es la Verdad y el Amor. La superación de la culpa es una cuestión central de toda existencia humana; la historia de las religiones gira en torno a ella. Y otras muchas historias, desde luego.
La ofensa provoca represalia: se forma así una cadena de agravios en la que el mal de la culpa crece sin tregua y se hace cada vez más difícil de superar. Con esta petición el Señor nos dice: la ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza. Perdón y venganza, en consecuencia, vienen a ser antípodas. Dios es un Dios que perdona porque ama a sus criaturas; pero el perdón sólo puede penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona. El tema del perdón aparece continuamente en todo el Evangelio, viene a ser como su espina dorsal.
La parábola del siervo despiadado: «a él, que era un alto mandatario del rey, le había sido perdonada la increíble deuda de diez mil talentos; pero luego él no estuvo dispuesto a perdonar la deuda, ridícula en comparación, de cien denarios que le debían: cualquier cosa que debamos perdonarnos mutuamente es siempre bien poco comparado con la bondad de Dios que perdona a todos» (J. Ratzinger, Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, primera parte, p. 67).
Saber perdonar es una de las virtudes más humanas pero también quizá de las más difíciles. Es propia de los seres superiores en el espíritu, de esa aristocracia moral que solo detentan quienes la poseen. Cristo en el Calvario pidió al Padre por sus verdugos: «Perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). La misericordia de Dios es infinita si no sería prácticamente imposible entrar en el reino de los Cielos. El perdón es la otra cara de la justicia, entra dentro de la misericordia de Dios, su divina providencia abarca el futuro y su misericordia el pasado, ¿qué sería de nosotros si Dios constantemente no nos estuviera perdonando nuestros pecados y nuestras faltas?
En todas las guerras y conflictos, ya internacionales, ya nacionales, sólo es posible dar con la resolución y pacificación verdaderas si llegan estas acompañadas del correspondiente perdón entre las partes, que debe venir unido a la justicia. Avenirse a perdonar es, sin duda, uno de los signos más grandes de sensatez. «Humano es amar y más humano todavía perdonar», llegó a decir el comediógrafo latino Tito Maccio Plauto. Y Séneca, en cambio, se despachó con este exhorto: «perdona siempre a los demás, nunca a ti mismo». Y en el pasaje de la mujer adúltera que va a ser apedreada hasta la muerte, nos deja Cristo, la divina Sabiduría, esta lapidaria frase: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (Jn 8,7b). Perdonar es difícil, sí, pero no imposible. Es recuperar la verdadera paz.
Ya la propuesta de Pedro parecía generosa, las cosas como son, pero es que Jesús fue más lejos: setenta veces siete significa siempre. Y el resto de la parábola (Mt 18,23-35) exagera, sin duda a propósito, con el fin de hacer más nítido el contraste: la deuda perdonada al primer empleado es muy grande. La que él no perdona a su compañero, pequeñísima. El contraste sirve para destacar el perdón que Dios concede y la mezquindad de nuestro corazón enclenque, porque nos cuesta perdonar hasta una pura insignificancia. Lo propio de Dios es perdonar. Esa ha de ser la vía de los seguidores de Jesús. El aviso final es claro: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano» (Mt 18,35).
Pedro, el de la pregunta de marras hoy, experimentó en sí mismo cómo Jesús le perdonó su pecado. También nosotros ahora debemos hacer el propósito de perdonar las ofensas cometidas: leves rencillas, si acaso, con los que conviven en el entorno. Esposos, tal vez, que se perdonan algún fallo. Padres, quizás, que saben olvidar un mal paso del hijo o de la hija. Amigos, faltaría más, que hacen la vista gorda a una mala pasada del amigo. Religiosos, en fin, que disimulan la palabra ofensiva que se le escapó a otro de la comunidad.
Jesús nos enseñó en el Padrenuestro el paradigma. Y en el sermón de la montaña: «bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). El gesto de paz antes de ir a comulgar encierra también esa deliciosa intención: ya que unos y otros vamos a recibir al mismo Señor, que se entrega por nosotros, debemos estar, después, mucho más dispuestos a tolerar y perdonar a nuestros hermanos.
La historia de amor entre Dios y el hombre consiste, por cierto, en que yo experimento que Dios está, como san Agustín llegó a decir, «más dentro de mí que lo más íntimo mío» [interior intimo meo et superior summo meo] (Conf. 3,6,11). Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría, fruto sin duda del perdón. Precisamente san Agustín de Hipona, predicando hacia el año 409 a los fieles de Milevi un sermón sobre el perdón de las ofensas (Mt 18,21-35), puntualizó con este largo fragmento que traigo aquí como colofón de mis reflexiones:
«Aunque pecare setenta y ocho veces, debes perdonarle. Y lo mismo si pecare cien veces. ¿Para qué estar dando cifras? Cuantas veces pecare, absolutamente todas esas veces has de perdonarle […] Si Cristo encontró en los pecadores millares de pecados y los perdonó todos, no rebajes la misericordia; pide más bien que se te resuelva el enigma de aquel número. No en vano habló el Señor de setenta y siete, puesto que no existe culpa alguna a la que debas negar el perdón. Fíjate en aquel siervo que, aunque tenía un deudor, debía él diez mil talentos. Pienso que los diez mil talentos equivalen, como mínimo, a diez mil pecados. Y no quiero entrar en si el talento encierra todos los pecados. Aquel su consiervo, ¿cuánto le debía? Cien denarios. ¿No es esto ya más de setenta y siete? Sin embargo se airó el Señor porque no se los perdonó. No es sólo el número cien el que es superior a setenta y siete, pues cien denarios equivalen tal vez a mil ases. Pero ¿qué es eso en comparación de los diez mil talentos? Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometen contra nosotros» (Serm. 83,3-4).