Camille y el lenguaje del dolor
La desoladora escena que cierra la película “Camille Claudel 1915”, me ha dejado sobrecogido. En ella vemos a Paul Claudel con el fervor del converso, que ha ido a visitar a su hermana Camille en el sanatorio donde la han ingresado, tras la locura que le sobreviene al romper con el escultor Rodin. Su lenguaje espiritual –extraído literalmente de los diarios del poeta, en el film de Bruno Dumont que está ahora en los cines–, no sólo resulta frío, sino tremendamente inhumano.
El rostro de Camille –magníficamente interpretada por Juliette Binoche, que tiene la misma edad que el personaje– es toda una geografía del dolor. Es una mujer atrapada en un presente sufriente. Fue una de las grandes artistas del fin de siglo parisino, pero acabó prisionera de sus afectos. Lucha por no sucumbir ante sus fantasmas, pero se sumerge en los senderos de la resignación ante una vida que está lejos de ser la que ella ha soñado y deseado.
UN MUNDO CRUEL
La figura de la artista es recreada por las palabras de sus cartas y los informes médicos, pero sobre todo por el rostro desnudo que transpira la frustración y el dolor de una persona que está a punto de consumirse. El pasado que emerge, da sentido a un presente, iluminado solamente por unos rayos de sol que revelan su mirada extraviada, a la puerta del asilo, frente a un futuro sin horizonte.
Camille es una mujer que se esforzó por afirmarse a sí misma en un mundo dominado por los hombres. Escondida detrás de su amante, ha buscado en el arte su realización personal, pero ahora se siente explotada e infravalorada. Dice a su hermano que los “millonarios” se han aprovechado de su talento. La prueba es que su nombre ha quedado reducido a una mera anécdota biográfica en la vida de Rodin. Se ha convertido en un personaje de folletín.
UNA ARTISTA ATORMENTADA
El maestro se convierte pronto en su amante. Genio déspota, se aprovecha de ella, estando casado, pero sobre todo teniendo ya una querida, Rose Beuret, que se convirtió en una pesadilla para ella, al hacerse su gran enemiga. La relación duró casi diez años, pero estuvo marcada por ataques de celos y peleas constantes. Rodin no sólo utilizaba su obra como si fuera propia, sino que la humillaba al exhibirse con otras mujeres delante de ella. Al quedarse embarazada, se ve forzada a abortar.
Encerrada en su estudio de París, esculpe una y otra vez cabezas de niños, que luego destruye. Vive sola, rodeada de gatos. Sus vecinos la escuchan aullar y obligan a la familia a llevársela, antes de ingresarla en el psiquiátrico. Nunca más volvió a esculpir nada. El diagnóstico muestra “una manía persecutoria acompañada de delirios de grandeza”. Abandonada por su familia, viene su hermano a visitarla en 1915. La película nos presenta a Camille esperando con impaciencia el encuentro.
LA INCOMPRENSIÓN DE LA FE
Paul Claudel (1868-1955) no sólo era hermano de Camille, sino probablemente su único amigo. El poeta tuvo una conversión sorprendente, una víspera de Navidad en la catedral de Notre Dame, al escuchar a un coro de niños cantar el Magnificat. Se planteó entonces entrar en un monasterio benedictino, pero los monjes de Ligugé le aconsejaron que sirviera a Dios como laico. Fue diplomático en los Estados Unidos, China, Japón y Bélgica.
Desde que aparece en la película, el personaje se adueña del relato, hasta la grandiosa e insólita escena final. Seguimos su viaje hacia el sanatorio, parando en un monasterio, donde escuchamos sus oraciones en la soledad de la noche en la celda y a la luz de la mañana en el monte. Sus palabras vienen de sus “Diarios”. En su plegaria entendemos que él ve la enfermedad de Camille como un castigo de Dios al aborto, al tener que expiar su crimen. Su actitud refleja así la de aquellos creyentes que entienden la Providencia como la consecuencia de nuestros actos.
Paul está además influido por el renacer de un pensamiento neo-tomista, que por su teología natural ve la Creación y la Providencia como Revelación de Dios –como dice en la oración que hace de rodillas en el camino–. Tal fe es incapaz de comprender el sufrimiento de un mundo caído, donde la enfermedad no es resultado de un pecado concreto, ni la Naturaleza es evidencia del Creador, por mera deducción racional. Como Agustín demostró en su día, el pensamiento de Aquino no percibe la extensión y profundidad de la depravación que la Biblia llama pecado.
UN CRISTIANISMO DESENCARNADO
Los auténticos pacientes y enfermeras que usa Dumont, me recuerdan mis visitas a psiquiátricos, donde he observado la angustia de creyentes a los que he intentado alentar con un mensaje de esperanza. Como ahora, me he sentido muchas veces frustrado y a menudo también culpable de una fe desencarnada como la de Paul Claudel.
Una Navidad más me doy cuenta de que un cristianismo desencarnado no puede responder a un mundo que sufre. Si Dios se ha hecho hombre, nada humano le puede ser ajeno. En el asombro de la Encarnación encontramos a un Dios que realmente nos comprende. El no sólo se ha acercado al ser humano, sino que ha bajado a este mundo para sufrir con nosotros. El niño que ha nacido es “Dios con nosotros” ( Mateo 1:23).
LA PALABRA SE HIZO CARNE
Dios ha visto la aflicción de su pueblo, ha oído su clamor y al conocer su angustia ha descendido a librarle (Éxodo 3:7-8), encarnado en Cristo Jesús. Como dice el Dr. Pablo Martínez, “la Navidad nos recuerda la identificación de Dios con la tragedia del ser humano”. El consuelo que trae el nacimiento de Jesús es el de un Dios que experimenta nuestro sufrimiento, siendo “menospreciado, molido, angustiado y afligido” (Isaías 53), hasta la muerte misma.
Su experiencia no es sólo consoladora, sino salvadora. El consuelo anunciado viene por el descubrimiento del perdón (Isaías 40:2). El propio nombre de Jesús nos dice que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Si Él padeció por ellos, como ofrenda vicaria –en sustitución nuestra–, es para que nosotros no tengamos ya que sufrir su castigo. La enfermedad ya no es, por lo tanto, el resultado de un pecado concreto –como cree Paul Claudel–.
El cristianismo nos presenta a un Dios que sufre en nuestro lugar. En Cristo, “tenemos a un sumo sacerdote que puede compadecerse de nuestras debilidades, uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Por Él podemos “acercarnos confiadamente al trono de gracia para alcanzar misericordia y oportuno socorro” (v. 16).
Al ascender a los cielos, la humanidad ha entrado en el seno de Dios. Nos ha dado ahora una misión a la que nada humano le es ajeno. “Como el Padre me envió, así también yo os envío”, dice Jesús (Juan 20:21). No debemos, como Paul Claudel, espiritualizar tanto su mensaje que se vuelva extraño a las contradicciones de la vida misma. Si no entendemos a alguien como Camille, no es porque Cristo nos haya hecho tan espirituales que hayamos llegado a ser un tipo especial de seres llamados cristianos, sino porque todavía no somos lo que hemos de ser, verdaderamente humanos.