Sentido y sinsentido
Jesús Mari Alemany
Confieso mi sorpresa. Que trescientas cincuenta personas hayan acudido varias jornadas al Centro Pignatelli invitadas a pensar con el filósofo Andrés Ortiz Osés no era previsible. La sociedad parece haber elegido tener y consumir más que ser y pensar. Los planes de educación han ido vaciando de filosofía y aligerado de humanidades el currículo en favor de la competencia para producir. Los tecnoartilugios comunican titulares más que argumentos. La cultura de la imagen nos convierte en espectadores más que en actores de la historia. ¿Qué puede mover a un número inesperado de personas a coimplicarse en el pensamiento?
Es verdad que Andrés Ortiz Osés, antropólogo aragonés de Tardienta, tiene un considerable haber. Posee un conocimiento profundo de los autores modernos, una enorme cultura europea enraizada en el ámbito germano, un prolongado currículo como profesor universitario, una capacidad nada común de pensar dialécticamente y una extensa bibliografía con títulos sugerentes. Pero sus treinta y tantos años ausente como catedrático de antropología en la Universidad de Deusto parecían devolverle a su tierra más conocido entre expertos o amigos que entre la población. Bien es cierto que nuestro hermeneuta posee una enorme capacidad de comunicación, un cierto talante gracianesco y un humor desenfadado algo somarda que hace ameno lo difícil. Pero ¿lo sabía su larga audiencia antes de escucharlo?
La profunda crisis ha socavado la economía y deteriorado la política, pero también ha afectado profundamente a la moral. No sólo a los valores morales sino a la moral para existir, olvidada en años de bonanza consumista por intereses varios con la colaboración entusiasta de todos nosotros. Pensar el sentido de la existencia y de la convivencia se vuelve necesidad en pleno auge de la cultura del miedo. Indagar el sentido en el pozo del sinsentido es proponer un “debate sobre el estado de los ciudadanos” más realista que “sobre el estado de la nación”.
Confieso mi sorpresa. Que trescientas cincuenta personas hayan acudido varias jornadas al Centro Pignatelli invitadas a pensar con el filósofo Andrés Ortiz Osés no era previsible. La sociedad parece haber elegido tener y consumir más que ser y pensar. Los planes de educación han ido vaciando de filosofía y aligerado de humanidades el currículo en favor de la competencia para producir. Los tecnoartilugios comunican titulares más que argumentos. La cultura de la imagen nos convierte en espectadores más que en actores de la historia. ¿Qué puede mover a un número inesperado de personas a coimplicarse en el pensamiento?
Es verdad que Andrés Ortiz Osés, antropólogo aragonés de Tardienta, tiene un considerable haber. Posee un conocimiento profundo de los autores modernos, una enorme cultura europea enraizada en el ámbito germano, un prolongado currículo como profesor universitario, una capacidad nada común de pensar dialécticamente y una extensa bibliografía con títulos sugerentes. Pero sus treinta y tantos años ausente como catedrático de antropología en la Universidad de Deusto parecían devolverle a su tierra más conocido entre expertos o amigos que entre la población. Bien es cierto que nuestro hermeneuta posee una enorme capacidad de comunicación, un cierto talante gracianesco y un humor desenfadado algo somarda que hace ameno lo difícil. Pero ¿lo sabía su larga audiencia antes de escucharlo?
La profunda crisis ha socavado la economía y deteriorado la política, pero también ha afectado profundamente a la moral. No sólo a los valores morales sino a la moral para existir, olvidada en años de bonanza consumista por intereses varios con la colaboración entusiasta de todos nosotros. Pensar el sentido de la existencia y de la convivencia se vuelve necesidad en pleno auge de la cultura del miedo. Indagar el sentido en el pozo del sinsentido es proponer un “debate sobre el estado de los ciudadanos” más realista que “sobre el estado de la nación”.