ORTODOXIA  vs. HETERODOXIA: UNA DICOTOMÍA PERVERSA /3

Lo mejor que ha producido el cristianismo son sus herejes (Ernst Bloch)

La fe dogmática fue, sin duda, una fuente permanente de divisiones, de herejías, de cismas y también de guerras internas dentro de la misma religión.

El amor cristiano o caridad, que se predicaba en los sermones, no logró soldar las divisiones y coser las fracturas históricas creadas por las creencias enfrentadas entre católicos, ortodoxos, protestantes, calvinistas, anglicanos y un sinfín de ramificaciones del frondoso árbol cristiano, que se nutría  de la misma doctrina de la revelación bíblica.

El cristianismo no trajo la paz a Europa, sino mucha sangre derramada en nombre de Dios y de la fe. En los primeros tiempos hubo cristianos que murieron por una fe que valoraban más que la propia vida, pero siglos más tarde de forma colectiva mataron igualmente por la misma fe, como confirman las cruzadas medievales (guerras santas contra los infieles)  y las posteriores guerras de religión. El islamismo seguirá un camino semejante: la guerra y la violencia en nombre de su fe.

La violencia ya había sido sacralizada y justificada en los mismos textos bíblicos, judíos, cristianos e islámicos más tarde. El historiador católico Giacomo Martina señala, por ejemplo,  que durante las guerras de religión, ante la cruenta matanza de hugonotes en la terrible noche de san Bartolomé (1572), el papa Gregorio XIII (el que cambió el calendario y fundó la Universidad Gregoriana de Roma) lo celebró con el canto solemne del Te Deum en la basílica vaticana, en agradecimiento a Dios por el triunfo político del catolicismo en Francia.

Esta intolerancia en la defensa de la doctrina contrasta con la tolerancia de múltiples y variadas religiones de salvación en el mundo grecorromano, donde lo fundamental no eran las afirmaciones teológicas ni la constitución e imposición de un Credo, sino el culto a diferentes divinidades masculinas o femeninas, que convivían en el panteón pagano con distinta graduación, pues no todas las divinidades gozaban de la misma categoría.

El cristianismo antiguo, inspirado desde Pablo de Tarso en los cultos de misterio paganos, se proclamó como el único misterio válido, la única Verdad con mayúscula y el único camino de salvación, atribuyendo a Jesús el dicho “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), apotegma que pertenece al Cristo de la fe y no al Jesús histórico.

Partiendo de ese axioma, terminó excluyendo no solo los diversos politeísmos paganos como falsos, sino también los “errores” de la propia filosofía griega que había que purgar y que, pese a sus brillantes teorías especulativas, no había alcanzado la plenitud de la revelación cristiana.

Esa filosofía pagana, según el apologista Tertuliano, era la que alimentaba y fomentaba las herejías dentro del cristianismo.  Por ello, según él, no cabía ninguna conciliación entre la pagana Atenas y la cristiana Jerusalén, es decir entre la razón griega y la fe cristiana.

El heresiólogo Hipólito, obispo de Roma (s. III), en su obra Refutación de todas las herejías, dedica varios libros a  la exposición de las teorías filosóficas griegas con el fin de demostrar que las numerosas herejías cristianas se inspiraban en esas ideas paganas, que estaban contaminando la fe genuina de los cristianos.

La postura antigriega de Tertuliano de Cartago, compartida también por el sirio Taciano, fue sin embargo mioritaria, pues la actitud que se impuso fue la de apertura a la filosofía griega, en autores como Justino mártir, los alejandrinos Clemente y Orígenes, los capadocios (Basilio, Gregorio de Nisa y Gregorio Nazianceno) y otros muchos en la época medieval.

Resulta paradójico constatar que los textos conciliares y los sistemas teológicos se fundamentaron en conceptos de la filosofía griega, que no aparecían en los textos bíblicos,  pero sirvieron de andamiaje metafísico y soporte de la teología dogmática y del Credo en sus diversas formulaciones.

El monoteísmo cristiano no aplicó la exclusión solo a las religiones paganas como enemigos externos o al judaísmo, de cuya matriz nació, sino a las disidencias heterodoxas, a los enemigos internos que fueron considerados los más peligrosos.

La firmeza de la fe cristiana,  que dividía el mundo entre “fieles” e “infieles”, amigos  y enemigos, como había hecho antes el judaísmo y lo haría más tarde el islamismo, era tan trascendental que de ella se hacía depender la salvación o condenación eterna.

Esa división dualista de fieles e infieles, de buenos y malos, procedía de los propios textos sagrados de los tres monoteísmos, una doctrina de origen divino, que inspiraban a los perseguidores y promotores de guerras santas, inter  e intraconfesionales. La propia tradición apocalíptica justificaba la violencia sagrada, divina, angélica y humana contra los enemigos de la fe comunitaria.

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